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La ciudadanía social amenazada

by Robert Castel
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Un ciudadano pleno no es sólo aquel que puede acudir a las urnas. Hay condiciones sociales que se deben tener, incluso por derecho, como es el empleo remunerado y digno, que le permita participar de la sociedad. En los albores del siglo XXI la ciudadanía democrática es una quimera debido a las carencias sociales de la sociedad de post Segunda Guerra Mundial. En definitiva, la ciudadanía social es el hecho de disponer de un mínimo de recursos y derechos indispensables para asegurar cierta independencia social.

Ante todo quisiera subrayar la importancia de la ciudadanía social como una noción complementaria, a mi juicio, de la ciudadanía política, y demostrar que ambas constituyen el otro zócalo de la ciudadanía democrática. Por lo tanto, el riesgo de degradación de la ciudadanía social, que es algo que caracteriza y nos preocupa de la coyuntura actual, significa también una amenaza para la ciudadanía como tal.

En mi razonamiento me concentraré, principalmente, en los efectos de las transformaciones económico-sociales que tienen lugar desde hace unos treinta años, desde lo que empezamos llamar la “crisis” a principios de los años setenta, y que terminó siendo más que una turbulencia momentánea. Se trata de un cambio de régimen del capitalismo, de la salida del capitalismo industrial y del cuestionamiento del equilibrio entre lo social y lo económico al que había llegado laboriosamente. Quisiera demostrar, o por lo menos sugerir, que el cuestionamiento de este compromiso (lo que se designó como “compromiso social” del periodo post Segunda Guerra Mundial) no es una simple peripecia de la historia económica. Es algo que podría desequilibrar uno de los fundamentos de una sociedad democrática, la posibilidad para el conjunto de los ciudadanos de constituir una “sociedad de semejantes”, según la expresión de Léon Bourgeois; es decir, una sociedad cuyos miembros disponen de los recursos y derechos básicos necesarios para poder insertarse en los sistemas de intercambios recíprocos en los cuales cada uno puede ser tratado con paridad.

En un primer momento, pondré en perspectiva la importancia de la ciudadanía social a partir de los límites de lo que Peter Wagner llama “la modernidad liberal restringida”. En su libro Libertad y disciplina: las dos crisis de la modernidad, Wagner demuestra que el concepto de ciudadanía que se impuso al principio de la Era Moderna –y del cual la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano representa su expresión más vistosa– se aplicó en un principio de forma fuertemente restrictiva.

Esto es cierto en un plano político. Hubo obstáculos censitarios, y de otra índole, que impedían el ejercicio democrático de esta ciudadanía. En Francia las mujeres obtuvieron este derecho solamente después de la Segunda Guerra Mundial. Pero no redundaré en este aspecto del tema. Sobre este punto los trabajos de Pierre Rosanvallon son muy esclarecedores.

Pero, en el plano social, esta amputación del ejercicio de la ciudadanía es aún más tangible.

Por ejemplo, basta con volver a leer las innumerables descripciones del pauperismo en el siglo xix para darse cuenta hasta qué punto un proletario es escasamente, para no decir en lo absoluto, ciudadano. Claro, a partir de 1848 participa en la ciudadanía política, pues tiene derecho al voto. Pero en el orden social no representa nada, casi no tiene derecho y tampoco reconocimiento social, sino que al contrario es objeto de desprecio. El proletario “inspira más disgusto que piedad”, dijo en 1840 Eugène Buret, quien sin embargo era un buen católico social y observador sensible a las desgracias del pueblo. Por cierto, 1848 hizo estallar esta contradicción entre el reconocimiento de la ciudadanía política mediante el sufragio universal y una negación total de reconocimiento y de derechos sociales, contradicción que en ese momento se materializó alrededor de la cuestión del derecho al trabajo.

Hacia el concepto

¿Qué es la ciudadanía social? No tengo la pretensión de dar una definición sabía, pero se puede caracterizar por el hecho de poder disponer de un mínimo de recursos y derechos indispensables para asegurarse una cierta independencia social. Por ejemplo, un viejo trabajador que no puede trabajar más y que se ve obligado a ser miserable antes de morir de la vergüenza en el hospicio para indigentes, no puede ser considerado como un verdadero ciudadano, aun si se le ocurriera (que probablemente no será el caso) ir a votar. Por el contrario, si tiene derecho a la pensión, es cierto que tampoco vivirá en la opulencia como

un rico propietario. Pero este no es el punto. Lo que está en discusión no es la perfecta igualdad de las condiciones sociales, sino que pueda disponer de la independencia social mínima para ser dueño de sus decisiones. Es decir, no estar en la dependencia inmediata por necesidad, ni en una relación unilateral de sujeción respecto al otro, o depender de la asistencia a través de magros ingresos atribuidos a causa de una discapacidad. La cuestión es disponer de una base de recursos para entrar en un sistema de intercambios recíprocos, para poder establecer relaciones de intercomunicación y no permanecer encerrados en relaciones unilaterales de sujeción.

El derecho a la pensión solo es un ejemplo del conjunto de protecciones sociales que permitieron salir del marco de la “modernidad liberal restringida” y generalizar, o democratizar, el acceso a la ciudadanía. Principalmente durante el periodo post Segunda Guerra Mundial hasta los años setenta, la mayoría de los ciudadanos de los países de Europa Occidental se dotaron, bajo diferentes formas, de estos recursos básicos que son exigibles en derecho y que se volvieron constitutivos de su ser social. También podríamos hablar de seguridad social generalizada, o de “sociedad de seguros” que garantiza a casi todos estas protecciones básicas.

Es la contraparte de la ciudadanía política. Los individuos-ciudadanos pueden ejercer plenamente sus funciones políticas porque disponen de una cierta independencia social. El ejercicio de la ciudadanía deja de ser un privilegio que remite a características sociales monopolizadas por una élite más o menos grande, tal como lo era durante la modernidad liberal restringida. Podemos decir que la ciudadanía se democratizó porque ahora puede ser compartida por el conjunto de los miembros de la nación, aparte de una franja marginal que permanece en una situación de subciudadanía. Así es lo que vamos a llamar el  “Cuarto mundo”: individuos y grupos que no entraron en la dinámica del desarrollo económico y social y que representan, dentro de la nación, una suerte de zonas de subdesarrollo del Tercer mundo. No son sujetos completos de la sociedad moderna. Pero también se los considera como islotes arcaicos en vías de resorción progresiva, a medida de que se amplían las características de la modernidad democrática.

La construcción de esta ciudadanía social, a pesar de que se manifieste como una propiedad general que comparten todos los ciudadanos, depende de condiciones específicas e históricamente determinadas. Se trata de dos condiciones principales que se encuentran fuera de la esfera política: el casi pleno empleo y la consistencia del estatuto del empleo. Son dos puntos que no pueden ser completamente ilustrados, pero se podría demostrar que, por lo menos en el caso de Francia, la ciudadanía social fue construida a partir de la estabilidad de las condiciones de trabajo y de la solidez de la condición salarial. Es porque casi todo el mundo trabaja en el marco de un estatuto que comprende protecciones y derechos que se han convertido en el principal zócalo sociológico de la posibilidad del trabajador de generalizar su ciudadanía y la de su familia, sus “derecho habientes”, según un término muy bien acuñado. De tal forma que el desequilibrio de este fundamento puede desestabilizar las condiciones del acceso a la ciudadanía social, y muy probablemente de la ciudadanía en general.

Desempleo, más allá de las consecuencias económicas

Es en este sentido que quisiera ahora insistir en las implicaciones de este doble fenómeno que se instaló en nuestra sociedad, el desempleo masivo y la degradación del estatuto del empleo, que van más allá de sus consecuencias económicas. En efecto, cuando se empezó a hablar de la “crisis” al principio de los años setenta, fuimos afectados de inmediato por un doble aumento, el del desempleo y el de la precarización de las relaciones laborales. Pero se necesitó tiempo para descubrir los efectos porque se pensaba que era una situación transitoria, un momento difícil que había que vivir mientras estábamos esperando lo que llamamos la reprise (la reanudación económica), que también sería la vuelta al casi pleno empleo. Esto no ocurrió, el desempleo no desapareció, la precariedad se fue desarrollando de tal manera que hoy en día es necesario reexaminar lo que se debe entender por “desempleo” y por “precariedad”.

En lo que se refiere al desempleo, es probable que se haya vuelto algo más que desempleo si entendemos por “persona desempleada” a una “persona en búsqueda de empleo”, que está en una fase de espera más o menos larga para encontrar trabajo. En efecto, el desempleo clásico es un periodo de transición más o menos largo entre dos empleos. Pero hoy en día hay personas que se quedan desempleadas y sin poder encontrar un nuevo empleo. Podemos hacer la hipótesis –aunque asuste– de que a partir de ahora sería imposible alcanzar un verdadero pleno empleo, si entendemos por “empleo” el estatuto clásico del empleo tal como existía en la sociedad salarial: de larga duración (la hegemonía del cdi [en Francia, contrato a duración indeterminada]), correctamente remunerado (como mínimo el smic [salario mínimo interprofesional de desarrollo]) y acompañado de todas las prerrogativas del derecho laboral y de la protección social.

Por cierto, las tasas de desempleo que habían alcanzado hasta más de un diez por ciento de la población activa tienen una tendencia a bajar según las últimas estadísticas. Pero hay que observar con más detalle lo que se entiende por “creación de empleos”. A menudo no son empleos completos, empleos de jornada completa, sino a tiempo parcial, formas diversas que llamamos empleos “atípicos”. Y este punto me parece significativo. Incluso la baja de las tasas de desempleo no implica necesariamente el regreso al pleno empleo. Es probable que el régimen actual del capitalismo, tal como se impone desde hace unos 20 años, con la competencia exacerbada a nivel mundial, sea incapaz de asegurar el pleno empleo en el sentido fuerte de la palabra. Sin embargo, propone la actividad. Quiere que todo el mundo trabaje en “una sociedad de plena actividad”, para usar una consigna de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (ocde), pero serían muchas actividades por debajo del empleo en el sentido completo de la palabra. Podría haber una plena actividad compuesta por más actividades en constante degradación con respecto al empleo.

Y aquí me refiero a la segunda parte de mi razonamiento, el desarrollo de la precariedad, a saber las diversas maneras de ser empleado pero de una manera parcial, discontinua, con alternancias entre periodos de empleo y de desempleo, y a la vez con pocos recursos y viviendo siempre en la incertidumbre del futuro. Hago la hipótesis paralela a la que hice sobre el desempleo, quizás también sería necesario pensar nuevamente en la definición de “precariedad”. Generalmente, fue común representársela como una situación marginal en relación con el mercado laboral, como un estado provisional, un periodo difícil de enfrentar en la espera de un trabajo fijo, tal como estos jóvenes que realizaban varios trabajitos antes de establecerse definitivamente: no era tan grave, a condición de que no se extendiera demasiado.

Parece que esta representación ya no corresponde a la dinámica actual del mercado laboral, por lo menos en muchos sectores. Tengo que limitarme aquí a ofrecer algunos datos. La forma completa del estatuto del empleo corresponde a lo que llamamos [en Francia] el cdi, el contrato a duración indeterminada. Por otro lado, se habla de “formas atípicas de empleo” para designar los contratos a duración determinada, trabajo temporal, trabajo a tiempo

parcial. Sin embargo, si en términos de stock, como dicen los economistas, los cdi siguen siendo mayoritarios (alrededor de 60%), en términos de flujos –es decir de entradas en el mercado laboral– más del 70% de las nuevas contrataciones corresponde a estas nuevas formas. Esto significa que a largo plazo, la inestabilidad del empleo está reemplazando a la estabilidad del empleo como régimen dominante de la organización del trabajo. Quizás ya no tiene sentido llamar “atípicas” a las formas de trabajo que van a convertirse en mayoritarias.

Pero estos contratos “atípicos” no son las únicas formas de precariedad. También se está desarrollando, particularmente en el marco de la lucha contra el desempleo, los “contratos ayudados”, dirigidos a los jóvenes pero no restrictivos a ellos, y que tienen que ver a la vez con el sector mercantil y el no mercantil. Son generalmente contratos muy limitados en el tiempo (seis meses o un año), a veces renovables, poco remunerados y mal protegidos. Se supone que tienen que transformarse luego en un “empleo sostenible”, pero muchas veces esto no ocurre, al contrario, muchas veces una persona pasa de un empleo ayudado a otro, y a veces con periodos de pasantía entre los dos, que tampoco conducen a un empleo. No quisiera fatigarlos con estos detalles demasiado fastidiosos pues podría seguir con esta descripción de un sinnúmero de actividades de este tipo. Así, se habla del desarrollo de los “servicios a la persona” de los cuales se dice que son una “mina inagotable de empleos”, cuando muchas veces consisten en efectuar algunas horas semanales y mantienen el desarrollo del trabajo parcial.

Lo que sugiero con esto es que podríamos estar viviendo una deconstrucción de la estructura del empleo. No afecta –por lo menos todavía no– todos los empleos, pero no es insignificante. Se está instalando un nuevo régimen de trabajo al margen del estatuto del empleo clásico, cuya expansión subyace en esa presión que se ejerce actualmente para que todos se pongan a trabajar. No debería de haber más asistidos y hasta tampoco desempleados porque serían entonces “desempleados voluntarios”. Todo el mundo tiene que trabajar para que a nadie se le estigmatice como un “pobre malo” que vive a costa del Estado. Resulta que no se debe ser muy exigente en cuanto a las prerrogativas ligadas al trabajo, tanto en cuanto a remuneración como a derechos. De ahí, por ejemplo, surge la temática del trabajador pobre que había casi desaparecido en el contexto de la sociedad salarial y que desde hace algunos años se impone con cada vez más insistencia en Francia. Se puede trabajar entonces sin que el trabajo asegure las condiciones básicas necesarias para la independencia económica y social.

Es cierto que hay personas que se las arreglan en esta situación. Pero también hay otras que se estancan. Por eso quizás habría que reexaminar lo que entendemos por “precariedad”. Paradójicamente, puede haber una precariedad permanente, una constancia de la precariedad que en vez de ser una excepción o un estado transitorio, se vuelva algo común, un régimen de velocidad lenta, una especie de zona de la vida social que todavía se encuentra dentro del orden laboral pero que ya no es realmente empleo. Podríamos llamar “situación precaria” a esta condición que se está desarrollando por debajo del salario ordinario y que está tomando formas múltiples que habría que analizar más detenidamente. En cierto sentido, estas personas todavía son asalariadas ya que reciben una retribución por su trabajo. Pero por otro lado ya no son completamente asalariadas porque su sueldo es generalmente insuficiente para poder asegurarles una independencia económica y social, y también porque se encuentran continuamente en una situación provisoria. No disponen de ese estatuto estable del empleo que podría ser la base de su integración social. Esto explica el hecho de que sean dependientes de la ayuda social. Se encuentran en esta posición dual e inconfortable entre trabajador y asistido.

Causas de la amenaza

La ciudadanía social está amenazada porque su zócalo se está resquebrajando, si es cierto que este fundamento descansaba principalmente sobre el estatuto del empleo y el casi pleno empleo. Nuestra sociedad se arriesga a tener un número creciente de individuos en un estado de subciudadanía social.

¿Cuál puede ser el significado en cuanto a legitimidad democrática? La legitimidad democrática podría ser cuestionada por la disociación de la ciudadanía política de la ciudadanía social. Sin duda hay que desconfiar de la expresión “democracia formal”, que se ha usado mucho. No obstante, la participación real de los ciudadanos no se reduce a su inscripción en una lógica política que asegura su representatividad y la elección de los representantes del pueblo a través de procesos electorales, por más refinados, ajustados y controlados que sean. Tampoco se reduce a la implicación de los ciudadanos en consultas y tomas de decisiones que los conciernen. O hay que interrogarse sobre las condiciones que hagan posibles, o al contrario imposible, esta participación de los individuos en las decisiones que comprometen su destino político.

Espero no ceder a las tentaciones del sociologismo diciendo que estas condiciones son, por lo menos en gran parte, sociales. En todo caso, hice la hipótesis, que para mí es más que una hipótesis, que un régimen democrático descansa sobre un fundamento de condiciones sociales que se podría calificar, retomando la expresión de Léon Bourgeois a la cual me referí al principio de mi análisis, de “sociedad de semejantes”. O, para decirlo en otros términos: la democracia podría ser la expresión política de lo que es, en términos sociológicos, una “sociedad de semejantes”, es decir una sociedad cuyos miembros disponen de las condiciones necesarias a su participación completa en la vida social.

Ahora bien, hoy en día, por la dinámica expuesta y que tiene sus orígenes en el advenimiento de este nuevo régimen del capitalismo que invita a la competencia exacerbada a nivel mundial, un número creciente de individuos pierden estas condiciones, o no logran adquirirlas. Están invalidados por una coyuntura, de la cual habría que hablar más ampliamente, y se encuentran en un estado de subciudadanos, un poco como lo eran los proletariados del siglo xix pero en condiciones muy diferentes. Pero, ¿un beneficiario del RMI [remuneración mínima de inserción] es realmente un ciudadano? O ¿un desempleado de largo tiempo, o un joven que se ahoga en la búsqueda de un empleo imposible? Es necesario plantear los problemas sin que implique desprecio por estas personas.

Pero hay que reconocer que existe, que es popular y que es eficaz, al punto que influyó sobre los recientes desafíos electorales, lo que significa que tiene efectos directamente políticos. Estas condenas hacia todos los que no trabajan, asimilados los “malos pobres” de épocas anteriores, son peligrosas para la democracia ya que establecen una brecha entre dos categorías de la población.

Están los ciudadanos totales, los que en teoría obtienen su independencia y su dignidad por el trabajo (los “que se levantan temprano”), y están los asistidos, los parásitos, los malos pobres, que viven principalmente a costa de los primeros. Ahora bien, detrás de estas condenas morales hay un déficit de ciudadanía social. Los que son así limitados a la indignidad de subciudadanos, la mayoría de las veces también son los perdedores en este nuevo juego de la competencia económica para la que no estaban suficientemente preparados para enfrentar. Es lo que se llama “amonestar a las víctimas”. La sociología puede ser útil en este caso al recordar que la capacidad de actuar como un individuo independiente no es un dato substancial ligado de manera eterna a la cualidad del individuo como tal: depende de los recursos y derechos que este individuo necesita para acceder a la ciudadanía social.

Cuando son muy numerosos los individuos que pierden estos soportes se observa un proceso de deslegitimación de la ciudadanía social, lo que ocurre desde hace más de treinta años y que corre el riesgo de provocar una deslegitimación de la ciudadanía política. La legitimidad democrática está seguramente cuestionada por transformaciones que afectan la esfera de lo político. Pero también está cuestionada por una separación que comienza a aparecer en el plano social entre los que disponen de las condiciones necesarias para jugar el juego de la ciudadanía y los que están privados de ella.

Nota: Este artículo fue tomado del libro Repenser la Démocratie (2010). Traducido por Morgane Richard y Claire Guillemin. A principios de junio, Robert Castel presentó este texto como su ponencia en Funglode.

Notas:

1-Peter Wagner, Liberté et discipline, les deux crises de la modernité, traducido al francés, París, A.-M. Métailié, 1996.

2-Eugène Buret, De la misère des classes laborieuses en France et en Angleterre, París. 1840.

3-Nota del traductor : en el texto en francés, “précariat”.


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