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La covid-19 o la fragilidad de los modernos

by Ernesto Ottone
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El autor establece una relación entre la actual fase del proceso de globalización y los efectos que sobre ese proceso ha tenido la pandemia de la covid-19. El destacado sociólogo chileno analiza el papel histórico que han jugado las pandemias en el mundo y las características de la actual, sus efectos sanitarios y económicos, el impacto que puede tener en un mundo pospandémico, prestando especial atención a la situación de América Latina. 

Como todo proceso histórico, el de la globalización no tiene un significado unívoco, es ambivalente. Comporta grandes avances, desarrollos científicos y tecnológicos, particularmente referidos a las tecnologías de la comunicación, que han producido cambios enormes en la vida de las personas. 

La contracción del tiempo y del espacio que la caracteriza ha permitido que ingresen a la era de la información la gran mayoría de los seres humanos y que algunos países pobres alcancen altos niveles de desarrollo en tiempos mucho más breves de los que se demoraron en alcanzar el desarrollo los países que lo hicieron en la sociedad industrial. 

Le esperanza de vida ha crecido en todas partes y millones de personas han salido de la miseria. Pese a que sigue existiendo una pobreza extrema, no podría describirse la vida actual como lo hizo, con razón, Thomas Hobbes, al describir la vida de la inmensa mayoría de sus compatriotas en la Inglaterra de 1651, señalando «la vida del hombre es solitaria, pobre, animalesca, brutal y corta». 

La nueva realidad no significa que el proceso de globalización carezca de significados negativos y no entrañe niveles de riesgo e incertidumbre que haga a las sociedades y a las personas frágiles. La contracción del tiempo y del espacio implica que los cambios que antes se producían en el curso de varias generaciones hoy tienen lugar en el curso de una vida. 

Las sociedades y las personas se tienen que adaptar muchas veces con angustia a cambios abruptos en sus formas de vida, en sus oficios, en su ámbito laboral, en sus costumbres, se ven obligados a desarrollar nuevos e inesperados hábitos, a habitar sus territorios de diferentes formas. En no pocas ocasiones, sus habilidades laborales, que sellaban su identidad y autoestima, pierden gran parte de su valor social, dejándolos a la deriva. 

La contracción del espacio, a la vez que permite la información en tiempo real de lo que ocurre en el rincón más alejado del planeta, puede provocar acciones que generen violencias extremas como resultado de sucesos que ocurren a miles de kilómetros de distancia. Ya no existen lugares seguros ni refugios suficientemente aislados ni en el plano de la salud, ni de la economía ni de la política, todo está de una u otra manera al alcance de la mano. 

Continúa creciendo lo que Ulrich Beck denominó el «riesgo global». Vivimos, pues, en tiempos ambivalentes, de avances innegables en diversos aspectos, pero de peligros, promesas incumplidas y aspiraciones frustradas en muchos otros aspectos. 

En un primer momento estos cambios coincidieron en los dos últimos decenios del siglo XX con un fuerte dinamismo económico, impulsado por una expansión planetaria del capitalismo, cada vez más como único sistema económico existente. Durante ese periodo, en una economía mundial cada vez más unificada, tendió a predominar una visión híperliberal desregulada que favoreció la concentración del capital y el debilitamiento de la fuerza de trabajo, que aumentó la desigualdad a través de la concentración de la riqueza de una parte y el empobrecimiento relativo de los sectores medios y medio-bajos, de otra. Esta tendencia hizo crisis en el año 2008 en los países desarrollados, planteando la necesidad de cambios que se han realizado muy lentamente hacia una situación de mayor regulación y morigeración de la desigualdad. 

Tampoco en el ámbito político se han producido los cambios necesarios para una convivencia geopolítica más pacífica y siguen existiendo demasiadas tensiones en el ámbito internacional. Se pensaba que los sistemas democráticos iban a acompañar la extensión de la economía de mercado, el crecimiento económico y el desarrollo del comercio mundial, pero después de un momento expansivo inicial, las democracias, de la mano con las dificultades de la economía, han enfrentado duros escollos a través del surgimiento de tendencias autoritarias, populistas y nacionalistas, incluso en países de democracias antiguas, de cuya solidez no se dudaba. Con alguna razón, el economista Daniel Cohen ha descrito la actual fase de la globalización como una «fase triste», en la cual han tendido a crecer los aspectos más negativos y venido a menos los aspectos más positivos. 

Algunos sucesos recientes, como la salida de Trump y la llegada de Biden a la presidencia de los Estados Unidos de América, una cierta tendencia al reforzamiento de la Unión Europea y acuerdos multilaterales tendentes a una mayor equidad fiscal a nivel internacional, parecerían abrir un camino positivo, pero de otro lado se han agudizado los problemas, van creciendo las tendencias autoritarias de algunas democracias liberales y los rasgos más autoritarios en Rusia y China, de nacionalismos religiosos en Irán y Turquía, y también en antiguas democracias como India. Ello no nos permite pensar que estamos ante una situación claramente mejor, sino ante un futuro incierto. 

Las corrientes profundas que mueven las tendencias globales no cambiarán su estructura, no habrá un retroceso en el avance científico y tecnológico —esto pareciera no tener reversibilidad—, pero dichas tendencias no son garantía de un mundo mejor y más seguro, y puede perfectamente producirse un giro hacia la barbarie. 

Es posible imaginar otra globalización capaz de disminuir la inseguridad, extender la convivencia pacífica y aumentar el bienestar. Ello no es pura utopía, pero depende de la voluntad de los seres humanos y bien sabemos que esa voluntad es una mezcla de ángel y demonio, de pulsiones y de reflexividad, donde no siempre se impone el camino de la razón. 

Y en eso llegó la covid… 

Cuando el mundo vivía esos afanes, de improviso apareció algo inesperado, la presencia de una vieja compañera de la humanidad: la pandemia, la plaga, la peste, como se llamaba otrora. El nombre oficial fue covid-19, aunque al principio se la conoció con el nombre de la familia, coronavirus. Fue identificado en Wuhan (China), a fines del año 2019, y se trata de un nuevo virus en los seres humanos que causa una enfermedad respiratoria que puede ser letal y que se propaga de persona a persona, aunque el origen proviene de animales vivos. Se transmite fácilmente y algunas de sus cepas, como la cepa delta, originada en la India, puede contagiar aún más velozmente, en segundos. El contagio se produce a través de gotitas respiratorias, basta con la cercanía y apertura bucal, incluso la relación manual con un objeto en el que se ha depositado la feroz gotita recientemente a quienes las manos pueden acercar al rostro. 

Su expansión fue inevitablemente rápida en un mundo globalizado. Si su inicio hubiera tenido lugar en la China cerrada de los tiempos de Mao, antes de la incorporación de China a la economía global, probablemente se hubiera demorado mucho más en llegar de Wuhan a Punta Arenas, o quizá no lo hubiera hecho nunca. Los viajes, los aviones y el intercambio de bienes la colocó rápidamente en Europa; los italianos, históricos protagonistas de las pestes, tuvieron una experiencia rápida y brutal. 

Las pandemias virales, sin embargo, no estaban lejos en nuestra historia reciente, incluso en nuestro presente. En la década de los setenta del siglo XX se extendió el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH) que provocó el sida, de una alta letalidad, 25 a 30 millones de fallecidos. Pero esta pandemia tiene una transmisión más compleja y específica, a través de relaciones sexuales o por vía sanguínea. Frente a ella la medicina avanzó lentamente, sin encontrar aún una vacuna, pero progresando en los antirretrovirales de manera tal de llegar a bajar la letalidad a través de la medicación permanente. 

El ébola, un filovirus que se transmite a través de diversas secreciones, tuvo una expresión más extensa entre el 2014 y el 2016, sobre todo en África, posee menos capacidad contagiosa que la covid y pudo ser aislado con más facilidad a través de tratamientos y una vacuna experimental. 

Otras pandemias como el SARS, el MEERS y la gripe porcina han tenido una existencia más local. Fueron consideradas fenómenos terribles, con diversos grados de universalización. Sin embargo, en el imaginario de la baja modernidad, para usar el término de Touraine, se consideraba que, pese a su gravedad, el avance de la medicina podía finalmente controlarlas sin que se alterara el curso de la historia, que serían detenidas a las puertas del progreso y que irían desapareciendo cuando las zonas más atrasadas del planeta vivieran procesos de convergencia hacia niveles más altos de desarrollo. 

Las viejas pandemias 

En el zigzagueo de la historia, las plagas de origen bacteriológico y viral han estado siempre presentes, seguramente desde hace millones de años. Las primeras trazas históricas están débilmente documentadas, pero sabemos que en el mundo más remoto contribuyeron a hundir imperios como en la antigua China y a poner fin al siglo de oro de la Grecia antigua. Gracias al testimonio del historiador Tucídides, en su Historia de la guerra del Peloponeso, conocemos la peste entre los años 430 y 420 a. C., a la cual no sobrevivió Pericles, el enorme estratega y estadista. 

Marcó también al Imperio romano y al Imperio bizantino. En el año 81 d. C., pestes no identificadas mataron al emperador Tito, y en el año 150 d. C., las «pestes antoninas» causaron la muerte del 25 por ciento de los habitantes del Imperio romano. Entre los años 541 y 549, la plaga justiniana hizo lo mismo con el Imperio de Oriente, torciendo el rumbo del mundo de la época. En el siglo XVI, la viruela diezmó lo que habían sido los imperios precolombinos del Nuevo Mundo casi con más furor que la espada del conquistador ibérico. Después vendría el cólera que se llevaría a sor Juana Inés de la Cruz en 1695. 

Otras pestes modelaron siglos enteros. La peste negra, nos dice Walter Sheidel en su obra El gran nivelador, estalló en el desierto de Gobi en la década de 1320. Se trataba de una cepa bacteriana llamada «Gersinia Pestis» que reside en el tracto digestivo de las pulgas, hospedadas ellas a su vez en las ratas que les servían de transporte. De Crimea llegó a Italia en barcos genoveses y de allí se extendió muy al norte. En 1349 ya había llegado a Escandinavia. Sus efectos eran horribles y dolorosos; se inflamaban los ganglios y aparecían unos bubones oscuros formados por derrames subcutáneos; de allí su otro nombre de «peste bubónica». 

Agnolo di Tura dejó un escalofriante relato de lo sucedido en la ciudad de Siena, en la Toscana: «Los padres abandonaban a los hijos, las mujeres a los maridos y los hermanos entre sí, pues esta enfermedad parecía contagiarse con la respiración y la vista. Y así morían y no había nadie para enterrar a los muertos por dinero o amistad. Los miembros de una familia llevaban a sus difuntos a una zanja lo mejor que podían, sin sacerdotes, sin oficios divinos. Las campanas tampoco repicaban a muerto. Y en muchos lugares de Siena se cavaron grandes hoyos, donde apilaron hacia arriba multitud de difuntos. Y morían a centenares día y noche, y todos eran arrojados a esas zanjas cubiertos con tierra. Y en cuanto se llenaban esas zanjas, se cavaban más. Y yo Agnolo di Tura […] enterré a mis cinco hijos con mis propias manos […] Y perecieron tantos que todos creían que era el fin del mundo». 

La peste negra recorrió todo el siglo XIV y buena parte del XV en varias oleadas. Murieron millones de personas, señores y vasallos, ricos y pobres, aunque los pobres, claro, siempre eran más. Mató a pensadores como La Boétie, cuya agonía fue relatada por su amigo Montaigne. Inglaterra perdió la mitad de su población, Italia un tercio. Los ingleses recuperaron la población que tenía en el año 1300 recién en el 1700. La peste continuó regresando de cuando en cuando en el siglo XVIII y su última aparición parece haberse producido en Turquía en el siglo XIX. Atravesó e influyó un trecho de la historia, generó hambrunas, ritmó las guerras de religión, en algunas partes impulsó formas de producción más progresivas, con mejores salarios, en otras afirmó el régimen de servidumbre, acompañó tiranías y el Renacimiento, cambios civilizatorios y retrocesos barbáricos, y generó una literatura que se prolonga hasta hoy: Los novios, de Manzoni, La peste, de Camus y El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez, son los ejemplos más notorios. 

La indefensión sanitaria y social fue casi total. Los Estados premodernos estaban más preparados para la guerra que para la protección de sus habitantes y el valor de la vida. Especialmente para la gran masa plebeya, era muy relativa. La gente esperaba muy poco de sus señores, muchos creían que se trataba, simplemente, de la ira de Dios. 

Fueron muy pocos los gobernantes que trataron de mitigar los males y salvar al menos a los no contaminados, en algunos casos lo hicieron los religiosos y gente de bien. Así fue cómo surgió, quizá por pragmatismo, el concepto de cuarentena, inventada por los venecianos que no permitieron el ingreso de naves a la laguna durante cuarenta días, hasta que los infectados sanaran o se murieran. También inventaron los lazaretos, donde hacinaban a los enfermos, normalmente en espera de la muerte. 

La peste negra llegó a su fin cuando se agotó́ por sí misma. Siguieron después el sarampión, la malaria, la fiebre amarilla, el dengue, el tifus, el cólera, diferentes coronavirus, la poliomielitis y la listeria, entre otras. La gripe española, entre 1918 y 1920, parece haber alcanzado más de cincuenta millones de muertos, otras tuvieron un carácter más acotado. 

La peste actual 

En el siglo XX, la ciudadanía comenzó a exigir al Estado moderno el cumplimiento de deberes obligatorios respecto de la protección sanitaria, y la medicina progresó a un ritmo cada vez más rápido, mejorando en la medida en que se producían avances notables de desarrollo económico, políticas de prevención y estructuras sanitarias. La higiene se extiende salvando muchas vidas y también se multiplican las vacunas que, en algunos casos, detienen infecciones. Se produce el alargamiento de la vida, transcurridos los dos conflictos mundiales comienza una cierta disminución de las guerras y poco a poco la vida humana adquiere más valor que en todo el recorrido histórico anterior. 

De allí el estupor ante la universalidad de la nueva pandemia, su capacidad de parálisis de la normalidad existente, ella resultó inaceptable, produjo incredulidad, causó una herida profunda al ego de la modernidad. La rapidez de la contaminación, la letalidad inicial, la inexistencia de medicamentos adecuados que pudieran frenar la enfermedad planteó tempranamente la búsqueda de una vacuna y a ello se volcó el mundo científico en un esfuerzo gigantesco, sin precedentes. 

Claro, todo tiempo que trascurre bajo el miedo y el dolor resulta largo, pero los esfuerzos públicos y privados fueron cortos y exitosos, las vacunas surgieron de metodologías diversas, de competitividad y complementariedad con resultados de notable eficacia. 

Un tema distinto y más dificultoso ha sido la eficiencia de las políticas públicas para combatir la enfermedad, tanto en el período prevacuna como en el posvacuna, sobre todo los caminos para una respuesta equitativa, para soluciones y distribuciones inclusivas entre los países de mayores ingresos y menores ingresos, como también dentro de los países. La medicina y las políticas sanitarias han tenido que cambiar de orientación. La pandemia requiere una acción colectiva, no hay salvación individual sin conducta colectiva, sin reglas que no admitan excepciones. Ese esfuerzo colectivo es necesario para todos los sistemas políticos existentes. 

Como es natural, surgieron de inmediato teorías sobre qué sistemas políticos estaban más capacitados para responder a la pandemia. Hubo quienes apostaron al triunfo de la disciplina por el miedo, que daría ventajas a los países autoritarios, en los que la libertad individual casi no cuenta. Pero las cosas no se dieron así, las cifras no son coherentes con esa apuesta. En muchos países con democracias exigentes se dio una alta capacidad de gestión, protegiendo la seguridad sanitaria de sus ciudadanos sin clausurar la institucionalidad democrática. 

Observando las diversas experiencias, parecería que la mayor o menor capacidad para enfrentar la pandemia depende, al final del día, de múltiples factores. Se relaciona con el grado de exposición de las poblaciones a la globalización, con la eficiencia de las instituciones sanitarias para actuar en condiciones de emergencia y hacer cumplir las reglas adoptadas, con la calidad y la universalidad de los regímenes sanitarios, con la confianza de los ciudadanos en sus autoridades y con el equilibrio y agilidad de los gobiernos para cuidar las medidas sanitarias, sobre todo el proceso de vacunación y la capacidad de morigerar las consecuencias económicas generando las condiciones para el mantenimiento de las condiciones materiales de existencia y la recuperación de la actividad económica. Sin embargo, hasta las mejores experiencias como las de Corea del Sur, Israel y Nueva Zelanda pueden verse afectadas por nuevas cepas del virus de mayos capacidad de contagio. Se trata entonces de un proceso largo y sinuoso. 

No es casualidad tampoco que los países con altos niveles de contagios y mayor cantidad de decesos causados por el virus, como son los Estados Unidos de América, Brasil, India, Perú y Rusia, hayan sido dirigidos por líderes como Trump, López Obrador y Bolsonaro, de orientaciones nacionalistas y negacionistas en relación con la gravedad de la pandemia, reaccionando tardíamente a ella cuando la situación era catastrófica. Otros líderes como Modi y Putin, con un discurso más cuidadoso, tampoco prestaron la atención debida a la pandemia en un primer tiempo. En Perú conspiró la debilidad institucional, la desigualdad social y la ausencia de liderazgo. 

Es sobre todo en algunos países de Europa donde ha tenido una fuerte presencia mediática el «cretinismo cognitivo», en palabras del escritor y periodista italiano Francesco Merlo, movimientos minoritarios pero ruidosos consideran a la pandemia como una gripe leve y casi común que un complot de los poderosos, los laboratorios farmacéuticos y las fuerzas del mal han transformado en una dictadura sanitaria y plutocrática a la que se oponen en nombre de la libertad individual y sus verdades alternativas al consenso científico. 

Dejando atrás el delirio, el proceso de vacunación ha puesto al desnudo la gran brecha de desigualdad que el combate contra el virus refleja. Los países con ingresos elevados han administrado en promedio 79 dosis por cada 100 habitantes, aquellos de más débiles ingresos, en cambio, promedian una sola dosis cada 100 habitantes. Si bien se han hecho esfuerzos de morigeración de esa brecha a través de instancias multilaterales y bilaterales, los resultados aún no llegan. En los países de ingresos medios y medios altos los resultados dependen mucho de los esfuerzos endógenos. Es el caso de Chile, que tiene un porcentaje de vacunados más alto que la mayor parte de los países de altos ingresos. 

Con toda la cautela necesaria, y dejando abierta la posibilidad de futuros retrocesos, parecería que estamos en el umbral de una caída significativa de la pandemia y de salir de la caída de la economía mundial y de los indicadores sociales que se produjeron en el año 2020. Si bien esa recuperación tendrá un ritmo lento, es necesario subrayar que el retroceso económico global fue menos catastrófico de lo que arrojaron las previsiones que se expresaron cuando la pandemia avanzaba a pasos agigantados y la respuesta era aún muy incierta. Lo normal entonces, que el debate se traslade al tema del mundo pospandémico, ya existe toda una literatura en torno a ese interrogante. Revisando algunos de esos textos resulta claro que las diversas miradas aparecen muy marcadas por el momento de desarrollo de la pandemia cuando fueron escritas. Como siempre sucede ante cada crisis, reflejan una especie de aceleración del pensamiento de sus autores antes de la pandemia. Como suele ser normal, nunca faltan quienes consideran que ¡por fin! anuncia la caída definitiva del capitalismo, otros la leen como una suerte de prolegómeno de una revolución moral que cambiará de raíz el comportamiento humano. Otros, más prudentes, tienen una visión menos holística y se centran en los cambios que se producirían en el mundo laboral, en los mecanismos de integración social, en la centralidad creciente adquirida por la revolución de las comunicaciones e internet como parte decisiva de la actividad productiva, educativa, creativa, y de los mecanismos de sociabilidad en general. Sin duda, habrá cambios mayores. Por cierto, la investigación científica tendrá como elemento muy central la búsqueda de protección de amplio espectro frente a las pandemias del futuro, que se alineará en importancia con otros temas centrales como el cambio climático. 

En todo caso, el mundo pospandémico será, al menos por un tiempo, más pobre, más riesgoso, más impredecible. No sabemos que, tal como sucedió con las pestes premodernas, predominará una igualación hacia abajo o crecerá la desigualdad. Los datos actuales más bien sugieren lo segundo. Tampoco sabemos la densidad que tendrá como experiencia político-cultural que solo ha podido avanzar en su solución con un esfuerzo colectivo, para un repensamiento del híperindividualismo de los últimos decenios. ¿Se tenderá quizá a reforzar una individuación con más vocación de comunidad, que entienda que la libertad individual debe necesariamente tener bordes para que una convivencia social más segura sea posible? Todavía es muy pronto para saberlo, como tantas otras cosas. ¿Cuáles serán los cambios en el futuro de la educación? ¿Cuál será la relación entre lo presencial y la actividad a distancia? ¿Cómo se constituirá el mercado del trabajo y la actividad productiva? ¿Cuál será la huella psicológica larga del encierro prolongado? En fin, es muy difícil ver más allá de algunas pistas, solo podemos decir que la pandemia agregará nuevas complejidades a las espinosas dificultades que ya tenía el proceso de globalización antes que se presentara. 

América Latina a mal traer

América Latina ha sido la región más afectada por la covid-19 en el mundo. En esto coinciden todos los organismos que miden la situación socioeconómica, sean estos de las Naciones Unidas o académicos. 

Según la CEPAL, el PIB de América Latina cayó en un año el 7,7% y, a pesar de que los habitantes de la región conforman el 8,4% de la población mundial, el porcentaje de muertos a causa de la pandemia alcanza el 27,8% de las muertes en todo el mundo. 

Ha aumentado la pobreza, en particular la pobreza extrema, de manera importante. Lo que se había avanzado en años anteriores en disminución de la pobreza ha retrocedido 12 años y de la pobreza extrema en 20 años. 

Se han cerrado 2.7 millones de empresas y los empleos informales siguen creciendo por sobre los empleos formales, el hacinamiento ha alcanzado el 55% de los hogares urbanos. 

Para decirlo en breve, los latinoamericanos atravesamos una situación catastrófica. Es cierto que veníamos mal desde antes. Ya en el año 2014 la disminución de las desigualdades se había estancado, la pobreza había comenzado a crecer lentamente después de años de descenso, particularmente la pobreza extrema. La precariedad de quienes habían salido de la pobreza en el decenio virtuoso (2003-2013) estaba generando una vulnerabilidad creciente en un amplio sector de la población que comenzaba a percibir como una posibilidad real el regreso al mundo de la pobreza. 

Hay casos patéticos en el aumento de la pobreza entre 2017 y 2020 en algunos países. Es el caso de Ecuador, del 21,5% al 32%, de Argentina, del 32% al 42%, y de Colombia, del 32,5% al 42,5%. De todos los países de la región, los que han aumentado más levemente la pobreza son Chile, del 8,6% al 10,8%, y Uruguay, del 7,9% al 11,16%. Este cuadro condujo a un debilitamiento grave de los avances democráticos que se habían experimentado desde los años noventa en la región, produciéndose un aumento de la desconfianza y la desesperanza de la ciudadanía, cuando a los malos resultados se suman los casos de corrupción. Se provocaron así cambios bruscos en el estado de ánimo social y se generó́ un impulso a simpatizar con discursos extremos, simplificadores y autoritarios, de corte populista, ya sea de izquierda o de derecha. En este contexto, la pandemia causó estragos en muchos países de la región, su gestión ha sido muy mediocre y su capacidad de respuesta precaria. 

Afortunadamente, lo acumulado en el decenio 2003-2013 en crecimiento y políticas públicas permitió realizar cierto esfuerzo de protección social en tiempos de pandemia, sin el cual las cosas estarían aún peor. Incluso, aun cuando las tres economías de mayor tamaño de la región están en una situación sanitaria y económica muy comprometida, se hará difícil a la región en su conjunto levantar cabeza en el período pospandemia. 

América Latina, después del destello de esperanza de principios del siglo XXI, ha retrocedido y la pandemia la ha hecho retroceder aun más. La brecha de América Latina con los países desarrollados tiende a crecer, incluso su distancia respecto de Asia se ahonda. El esfuerzo de recuperación deberá ser gigantesco para evitar el camino de la mediocridad y decadencia que hará aumentar las tendencias que florecen en ese fango, autoritarismo, inestabilidad, demagogia, corrupción y criminalidad en el marco del aumento de la desigualdad social y la polarización política. El camino a seguir lo conocemos desde los últimos treinta años y pasa por la solidez democrática, la fortaleza de las instituciones y la transformación productiva con mayores niveles de igualdad. Los avances que se habían hecho en esa dirección están hoy muy golpeados. Quien prometa paraísos estará solamente creando infiernos. La única promesa creíble es la de redoblar esfuerzos compartidos para recuperar lo perdido y poder así avanzar hacia un futuro más próspero y mucho más justo.


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SLewispoido febrero 11, 2024 - 6:21 am

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(Moderator)
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