Digámoslo de otra manera: si hay una metamorfosis, parece que tiene que ser sobre todo en el caso de países que han salido rápidamente y bien de la crisis sanitaria, y no deberse mucho a la experiencia de la pandemia, sino quizá a una aceleración, una amplificación de las tendencias que ya estaban encaminadas. El reputado sociólogo francés escribe para GLOBAL su interpretación sobre la forma que deben tomar los cambios a operarse en la era pospandémica.
La pandemia de la covid-19 ahora tiene su propia historia, sus recuerdos también. Tanto una como los otros varían de un país a otro, de un grupo social a otro. Es un fenómeno global que afecta al mundo entero, movilizando a diversos organismos internacionales e intergubernamentales, al mismo tiempo que es objeto de debates y políticas sanitarias que deben leerse en el marco de los espacios nacionales, y no solamente a la escala del planeta.
Es una cuestión de salud pública, pero cuyo impacto va mucho más allá, para que lo consideremos en términos de crisis —económica, social, cultural—, cuestión de que veamos allí la oportunidad de un cambio antropológico, o que examinemos la hipótesis, que no es contradictoria, de una emancipación permitida por la catástrofe, debiéndole todo al «emancipatory catastrophism» cuya formulación fue propuesta por Ulrich Beck en 2015.
Esta evolución no puede concebirse sin hacer referencia a un fenómeno crucial que la pandemia ha acelerado en todo el mundo: la digitalización de muchas actividades humanas, la entrada en el universo y la era digital. Aquí hay un hecho importante: la educación, la educación superior, la investigación, pero también el trabajo en las empresas y las administraciones, las relaciones interpersonales, que también se hacen cada vez más importantes para muchas personas a distancia, lo que modifica la organización social, en general, y en particular la de las empresas.
Las compras también se realizan cada vez más de forma digital, como lo demuestra el impresionante éxito de Amazon. La comunicación moderna se basa en internet y las redes sociales han llegado a desestabilizar y transformar la forma en que los medios de comunicación solían funcionar. Hay aquí un conjunto de elementos que por sí solos atestiguan una mutación real, y que exige investigaciones de tipo sociológico, en particular para revelar mejor la ambivalencia de las tecnologías de la comunicación, que pueden tanto aportar más humanidad y solidaridad, más progreso y conocimiento, como también lo contrario, el retraimiento sobre uno mismo y en grupos cerrados, la circulación de discursos de odio, o fake news.
Cabe señalar que las estrategias sanitarias de los países tecnológicamente más avanzados dependen en gran medida de las tecnologías digitales, aunque solo sea para detectar y aislar a los portadores del virus. También notaremos la existencia de profundas brechas digitales que separan, por ejemplo, los países ricos y equipados de los países pobres y subequipados, o también las categorías sociales más ricas y las más modestas, que a menudo solo tienen un acceso al internet «inexistente» o muy limitado: en tiempos de pandemia, estas fracturas solo podían empeorar.
1. La era del riesgo
¿Es posible, tomando en cuenta el inicio de la retrospectiva histórica, que tengamos un poco menos de dos años para tomar la medida de lo que ha cambiado o no, como resultado de la pandemia? ¿Podemos, en particular, decir que ha generado, para continuar en las categorías de Ulrich Beck, una metamorfosis, una transformación mayor del mundo y de las sociedades en las que vivimos?
El concepto de metamorfosis «a la manera de Beck» no debe confundirse con el del cambio. En efecto, cuestiona las categorías básicas del análisis, se interesa por la idea de una desestabilización de las certezas de las sociedades modernas y por procesos que ponen en tela de juicio los fundamentos más profundos de la existencia. Para hablar como Edgar Morin, firma el fin de un paradigma y el nacimiento de uno nuevo. Y aquí, de inmediato, surge una pregunta: si la pandemia es una ocasión de una metamorfosis, o de una aceleración de una metamorfosis, entonces, es necesario identificar los elementos precursores, aquellos que, antes de la crisis de salud, indicaban que la metamorfosis se avecinaba o se estaba preparando. Por lo tanto, la pandemia actual no debe analizarse solo, ni siquiera principalmente, como una nueva experiencia que viene sumándose a otras grandes experiencias del mismo tipo, de carácter epidémicas.
Numerosos artículos de prensa han buscado situar la actual crisis sanitaria en la serie de las epidemias y pandemias que marcaron el pasado: plagas, cólera, la llamada gripe española, la llamada gripe de Hong Kong, el sida. De este tipo de enfoque pueden surgir comparaciones: sobre rastros de memoria, sobre el funcionamiento de los sistemas de salud, sobre la contribución de la ciencia y, en particular desde Louis Pasteur, de las vacunas. Pero no nos ayuda a considerar la hipótesis de una metamorfosis. Porque esta pone en juego la propia historicidad de las sociedades involucradas, según el concepto de Alain Touraine, la capacidad de las sociedades para producirse ellas mismas, con su modelo cultural, su concepción de la acumulación, del trabajo, mucho más allá de los únicos desafíos que transmite una crisis de salud.
Por eso es más interesante, desde un punto de vista heurístico, considerar la pandemia actual desde el ángulo de la inseguridad y de la amenaza que constituye, y, por tanto, situarla en la familia de los grandes desastres ocurridos, no en todos los tiempos sino en la fase histórica que ha visto a las sociedades modernas entrar en la era del riesgo, desde, grosso modo, la década de los setenta y la entrada en lo que a veces se ha llamado la segunda modernidad.
La secuencia aquí incluye claramente al sida, a partir de mediados de los años ochenta en adelante, las catástrofes nucleares de Chernóbil y Fukushima, el terrorismo global, del que sin duda se dio un pico con los ataques del 9/11, los principales accidentes industriales o marítimos, los derrames de petróleo, los terremotos, tsunamis y otras erupciones volcánicas. El cambio climático es parte de este conjunto.
En algunos casos, el riesgo o la catástrofe son el resultado de fallas humanas. En otros, la responsabilidad humana no está completa, en otros más, la naturaleza sola parece estar involucrada. Pero, en general, el impacto, sea cual sea la causa, depende mucho de los humanos: ¿Se implementaron sistemas de prevención y alerta, se habían tomado todas las precauciones? ¿La epidemia no debe nada a patrones alimenticios, a falta de higiene, a una relación mal controlada con la naturaleza, comenzando por la promiscuidad con ciertos animales? ¿Tiene que ver con fallas en un laboratorio experimental?
Pensar en cuanto a riesgo y catástrofe implica romper con el evolucionismo, que, por el contrario, busca una cierta continuidad en el cambio, a veces incluso en las leyes, con la idea de que el mañana será una extensión del hoy, que las tendencias que hoy se pueden detectar son las que seguirán siendo observadas mañana. Por el contrario, se trata aquí de concebir una ruptura, y de otorgar un peso considerable, en la reflexión, no tanto a fuertes tendencias, sino de manera muy diferente a sucesos, a momentos poco predecibles, cuya probabilidad de que se produzcan es muy débil, pero cuyo impacto será, por su lado, considerable. Una planta de energía nuclear, por ejemplo, si se controla y mantiene adecuadamente, tiene muy poca probabilidad de explotar. Pero si eso sucede, el resultado puede ser catastrófico a gran escala. La era del riesgo, desde este punto de vista, es esa fase histórica singular en la que la previsión tiene poca probabilidad de ser realista, y en la que anticipar es prepararse para lo imprevisible.
La pandemia no solo ha llevado a reflexionar más sobre el riesgo y el desastre. También ha sido, de manera muy complementaria, un periodo histórico en el cual los desafíos de las principales movilizaciones de la naciente sociedad han podido seguir siendo discutidos. Así, el feminismo con #metoo, los nuevos compromisos antirracistas, especialmente tras el asesinato de George Floyd, con Black LivesMatter, #BLM, todo lo relacionado con el medioambiente y el cambio climático no se han debilitado ni fueron reducidos al silencio por la pandemia, y, por el contrario, no han dejado de aparecer a la vanguardia de las noticias.
2. La larga duración
La pandemia actual, por tanto, ha pesado de repente sobre debates vinculados a diversas actividades humanas que comenzaban a dar testimonio de la entrada en una nueva era, en la que tales cuestiones —feminismo, etnicidad, medioambiente y ecología, ética, todo lo relacionado con la vida y la muerte— se inscriben en un panorama social y cultural en transformación. Acentuó las reflexiones y modificó los comportamientos de quienes pudieron y quisieron acelerar la metamorfosis.
Pero aquí ciertamente debemos distinguir el corto plazo del largo plazo: en realidad, solo a la escala de este último, en unas cuantas décadas, será posible evaluar adecuadamente el impacto de la pandemia y validar realmente la hipótesis de una metamorfosis. Un desvío histórico nos ayudará a mostrarlo. Nos lleva al siglo XVI aproximadamente, y nos servirá de guía un libro estimulante, el del historiador Philipp Blom que examina lo que se transformó́ en las sociedades europeas cuando el clima cambió fuertemente, desde 1570, y que, hasta mediados del siglo XVIII, Europa vivió́ una «pequeña edad de hielo», también conocida como «pequeña glaciación» o «pequeño periodo glaciar». El fenómeno podría deberse a una fuerte erupción volcánica que impulsó una nube de cenizas a la atmósfera, oscureció el planeta y provocó un invierno a escala mundial.
La catástrofe climática trajo, primero, su parte de tragedias sociales. Pero dice Blom, resultó de esta una «gran revolución social, económica e industrial»: «El cambio climático fue por un lado un catalizador que aceleró estos procesos, y por otro lado un factor de presión duradero que favoreció o impuso nuevos trastornos porque antiguas estructuras hasta entonces estables se derrumbaron».
Hubo momentos de celebración durante la catástrofe, como en Londres las «Frost Fairs», ferias de heladas, pero, sobre todo, trágicas hambrunas y epidemias, violencias, guerras. Persecuciones, cacerías de brujas, respuestas religiosas dementes, salvadores, charlatanes, ocultistas, fantasías del fin del mundo… tal vez podríamos generalizar la observación y decir que las fake news, los rumores de todos los géneros, encuentran un espacio ampliado en la fase inicial del trauma, al comienzo del cambio que se siente o que se experimenta, pero que no se explica, salvo para imputarlo a Dios, al Diablo o a una naturaleza desconocida.
El mundo de la «pequeña edad de hielo» parecía inicialmente estar muy lejos de saber cómo recurrir a la razón, hasta que esta se abrió camino. Blom evoca a Pierre Bayle, por ejemplo, quien critica a quienes asocian la catástrofe con la trayectoria de los cometas, un tema inquietante de esa época: «Hay pues cometas sin desgracias y desgracias sin cometas». También habla de René Descartes, de la separación de Dios y la naturaleza, del cuestionamiento de la religión, y de Spinoza (y no solo de la religión judía). Describe una vida científica abierta e internacional, con sus lugares, sus eruditos, así como la apertura mercantilista y, por lo tanto, un cambio económico mayor. Las migraciones también, que permitieron que floreciera una vida intelectual rica e innovadora, especialmente en los Países Bajos. Los profundos cambios conciernen también a la estructura social y al Estado naciente. Nuevos pensamientos políticos se desarrollan, planteando la cuestión del poder o la de los derechos humanos. «Las intervenciones de Spinoza y de Locke jugaron un papel decisivo. Su idea de los derechos humanos universales derrocó el orden moral hasta entonces vigente al fortalecer los derechos de los individuos sobre los de la colectividad».
Inicialmente, señala Blom, el cambio climático fue visto como un castigo de Dios. Luego eso cambió, la razón despegó. La catástrofe, para seguirlo, habría desencadenado o acelerado repentinamente procesos que llevarían al mundo a la modernidad de la ciencia y la razón, de la internacionalización del comercio, pero también del comercio de esclavos y la colonización. Las transformaciones de la estructura social estuvieron marcadas, en particular, por la formación de una burguesía urbana y por la crisis del mundo rural y de la aristocracia. Algunos de estos procesos se originaron en el periodo anterior, en el Renacimiento, como ilustra Blom al referirse a Da Vinci, Gutenberg o Lutero. Pero, según él, eran en general impensables antes, e incluso durante la glaciación. Las nuevas ideas de antes del desastre ya no eran suficientes, podían parecer insípidas, débiles, insuficientes, inadecuadas.
Las afirmaciones de Blom no siempre son del todo convincentes o demostrativas, y tal vez haya algún exceso que atribuir con tanta claridad como es la entrada en la modernidad, a largo plazo, al fenómeno fundacional de la pequeña glaciación. Muchos otros factores pueden haber influido. Pero lo esencial está en otra parte. Se basa en la idea de introducir la larga duración en el análisis del impacto de un evento o de un proceso de transformación. En este caso, lo importante es que Blom sugiere que una catástrofe, aquí climática, nacida de un hecho preciso, la erupción de un volcán, ha podido provocar, amplificar o acelerar transformaciones que, a lo largo de un siglo, o incluso de dos, desafían lo que la imaginación podía contemplar, sin excluir necesariamente ciertas evoluciones que ya estaban en marcha. Una metamorfosis. Quizá no deberíamos atribuir solo al cambio climático todos los cambios que evoca Blom, o al menos matizar sus comentarios, no seguirlo en todo su desarrollo, que podrían incitar a reducir a una única o principal causa, transformaciones considerables con ciertamente múltiples fuentes. Aun así, su método de enfoque llama a que hoy en día las implicaciones de toda una serie de desastres se consideren sobre el largo plazo, siendo la pandemia de la covid-19 solo la más reciente, que advierten desde los años setenta y ochenta la entrada en la era del riesgo. Más allá del corto plazo, de la crisis económica, de las dificultades financieras desiguales según los países, más allá de los nuevos equilibrios políticos, incluso de las transformaciones del sistema político, más allá, también, de los cambios geopolíticos, ¿no deberíamos considerar que se debe concebir un proceso de metamorfosis en la duración y que tomar la medida de este proceso de metamorfosis solo será posible en varias décadas?
La pequeña edad de hielo estudiada por Blom duró más de un siglo. No sabemos qué será en el futuro de la pandemia de la covid-19 y de posibles avatares por sus «variantes». Pero, más que verla como una experiencia particular, es interesante insertarla dentro de una cadena de desastres y riesgos que no son exclusivamente epidémicos, y en un proceso de invención, de aprendizaje y de aceptación colectiva de la entrada en formas de pensar, de vivir y de actuar radicalmente renovadas.
Agreguemos que, si bien es determinante distinguir el corto y el largo plazo, también es necesario considerar temporalidades distintas, según se trate de áreas diferentes de la vida colectiva: el tiempo de la salud no es el de la economía, el cual no es el de la cultura. Las temporalidades, además, se cruzan, se chocan, y su jerarquía puede variar según las fases históricas.
Continuemos nuestra reflexión por un momento más, refiriéndonos a la investigación de Philipp Blom y recurriendo nuevamente, rápidamente, a la comparación histórica, en el espacio y en el tiempo.
En primer lugar, en el espacio: si trata del conjunto de Europa, este historiador no la convierte en un continente homogéneo en sus reacciones al desastre. Señala que mientras la modernidad se construye en los Países Bajos o en Inglaterra, España, en cambio, está entrando en un declive profundo y duradero.
Y, en el tiempo, sugiere que episodios de una gravedad comparable han podido haber tenido un efecto diferente, y conducir al colapso de sociedades enteras. Es así, apunta Blom, que «algunos investigadores establecen un vínculo entre el declive del Imperio romano y un período de frío que se produjo a mediados del siglo V de nuestra era, tras una fuerte erupción que propulsó a la atmósfera una nube de cenizas y así provocó un invierno volcánico».
Aun así, surge la pregunta: ¿Cómo saldrá este o aquel país de la pandemia? ¿Será capaz, o no, de ser uno de los países que está liderando y manejando el cambio a escala del planeta? ¿Debilitado y cada vez menos en condiciones de preparar su propio futuro, o capaz de demostrar, por el contrario, resiliencia y dinamismo?
3. Una metamorfosis con geometría variable
La pandemia de la covid-19 llegó y afectó al mundo de forma diferenciada y variable en el tiempo. Algunos, al menos temporalmente, se han podido salvar prácticamente, debido a una preparación real, o parecieron estar haciéndolo rápidamente. En Asia, China y Corea del Sur, quizá solo temporalmente; Taiwán, Japón —que había experimentado el desastre nuclear de Fukushima ocho años antes—, Singapur y Vietnam dieron al menos inicialmente la imagen de una capacidad para proyectarse hacia el futuro sin demora, a no perder el control en la catástrofe, o no empantanarse en ella. ¿Podría ser el resultado de la tradición? Una explicación culturalista que enfatiza la especificidad de las culturas de esta parte del mundo considera que estos países encuentran su vitalidad contemporánea en un pasado más o menos lejano en el que se construyeron como grandes naciones valorando lo colectivo antes que lo individual. Al contrario, Francia, un país individualista y latino, ¿no sería algo indisciplinada? De hecho, las explicaciones de este tipo solo pueden decepcionar. Ignoran los cambios impresionantes que han transformado las culturas nacionales, tanto en Asia como en otros lugares, postulan para estas una especie de fijeza, que solo las obligaría a reproducirse, cuando se caracterizan mucho más por sus evoluciones, y que se producen mucho más que se reproducen.
Estos países, con inmensas diferencias entre ellos, por supuesto, han sido capaces de desplegar modos de desarrollo hipermodernos, utilizando la ciencia y la tecnología al mejor nivel, y al servicio de una idea de progreso que se ha marchitado en Europa. A diferencia de Francia, figura extrema de la lógica del abandono de la producción industrial, no se desindustrializaron, y descubrieron los encantos de la sociedad del consumo, e incluso el lujo para las categorías más pudientes. No han abandonado la idea de un porvenir mejor, de un futuro por construir. Al contrario, se la han apropiado. La confianza en la ciencia en Asia es considerable; e incluso si China da la imagen de un autoritarismo triunfante, el deseo de democracia sigue siendo fuerte en esta parte del mundo; lo vemos explícitamente en Hong Kong y Taiwán, o incluso en la glotonería con la cual los surcoreanos consideran las experiencias democráticas occidentales. Al situarse en el corazón de la globalización económica, y no en sus márgenes, algunos grandes países asiáticos han jugado menos que otros, en otros lugares, la carta de la disociación de la economía y la política, y su desarrollo ha traído masivamente a la hipermodernidad a poblaciones que habían sido hasta entonces totalmente externas, campesinos sacados del campesinado, mujeres, en particular.
Además, si se trata de las democracias de Asia: Taiwán, Corea del Sur, y Japón en particular, estos países han dado la imagen de la cohesión social, querida por el padre fundador de la sociología, Emile Durkheim, al valorar al mismo tiempo la solidaridad entre los individuos y la conciencia colectiva. Y esta cohesión social se ha prolongado con una relación de confianza con los que detienen el poder estatal. Las poblaciones, en general, demostraron espontáneamente civismo y mostraron que internalizaban sin dificultades las expectativas de las autoridades electas pidiéndoles que aceptaran medidas de «rastreo» para seguir el progreso de la covid-19 que, en Francia, más que, en cualquier otra sociedad, muchos encontraban liberticidas. Finalmente, las sociedades en cuestión no tienen ciertamente la misma relación con el riesgo y la inseguridad que los países occidentales.
En lugar de detenerse en la idea de una oposición entre democracia y autoritarismo, útil, pero que no permite comparar las democracias entre sí, es mejor considerar la relación de cada sociedad con su futuro, su capacidad de pensarse en términos históricos, de inventar un futuro posible. Lo que la crisis sanitaria resaltó, o, por lo menos, acentuó, es tal vez también el hecho de que ciertos países se presentan ante todo bajo el ángulo de la economía y de la participación en la economía mundial. Es el caso de algunos países de Asia, es también el caso de los Estados Unidos, allí donde otros países tienden a definirse ante todo por su modo de gestión social, es más bien el caso de algunos países europeos o de América Latina.
Una reinvención en la dirección de la metamorfosis podría convertirse en algo de actualidad. ¿Debería dar un lugar de honor a la subjetividad de los individuos, que quizá las experiencias de Asia que acabamos de mencionar parecen evitar hasta ahora? La cuestión es delicada, porque si no hay movilización sin conciencia, no hay actores sin sujetos. También vemos que la exacerbación de subjetividades puede llevar a la destrucción de cualquier proyecto colectivo.
Los países que, en Asia, parecían más y más capaces de salir de la pandemia desde arriba, al menos en el 2020, no fueron el escenario de una febril imaginación desenfrenada llevando a plantearse una ruptura antropológica mayor que estaría causada por este desastre. Deberían seguir su camino, quizá acentuando o acelerando la metamorfosis hipermoderna mayor iniciada antes, en continuidad con lo que ya habían comenzado a realizar antes de la crisis sanitaria. Pero para otros, especialmente en Europa, la pandemia, más que la ocasión para proyectarse con confianza hacia el futuro, ¿no habrá constituido una etapa dentro de un estancamiento, incluso un declive que al mismo tiempo redistribuye las cartas de la geopolítica global?
Digámoslo de otra manera: si hay una metamorfosis, parece que tiene que ser sobre todo el caso de países que han salido rápidamente y bien de la crisis sanitaria, y no deberse mucho a la experiencia de la pandemia, sino quizá a una aceleración, una amplificación de las tendencias que ya estaban encaminadas. En otros lugares, la idea de metamorfosis bien podría ser solo un sueño despierto, una utopía ajena a las tendencias muy reales al estancamiento o la decadencia, tanto más devastadoras a medida que prosperan las identidades culturales, nacionales, religiosas y con ellas las fracturas y los riesgos de violencia.
Algunos han reclamado, e implementado, bajo la modalidad de la ejemplaridad, otros modos de consumo, más cercanos a la naturaleza, más ahorrativos, más saludables. Las concepciones de la movilidad, ya sea laboral, de los negocios, del turismo o vacacional, han cambiado drásticamente, en detrimento en particular del tráfico aéreo y, por tanto, de las industrias de la aviación. Otros, a menudo con el mismo espíritu, han insistido sobre la idea de la desglobalización, proponiendo comprar solo lo que se produce localmente.
(Traducción del francés por Claire Guillemin)
Bibliografía
Ulrich Beck, The Metamorphosis of the World, Polity Press, 2016.
Edgar Morin, Le paradigme perdu: la nature humaine, éd. du Seuil, París, 1973.
Alain Touraine, Production de la société, éd. du Seuil, París, 1974.
Anthony Giddens, Les conséquences de la modernité, L’Harmattan, París, 1994. Philipp Blom, Quand la nature se rebelle. Le changement climatique du XVIIe siècle et son influence sur les sociétés modernes, París, éd. de la MSH, 2020.
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