Revista GLOBAL

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Estados Unidos y América Latina Una Nueva Era

by Abraham Lowenthal
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Se me ha pedido hacer algunas reflexiones acerca del estado de las relaciones entre Estados Unidos y América Latina. Dados mis antecedentes aquí, voy a comenzar por destacar algunos de los cambios y continuidades importantes en esas relaciones durante los últimos cuarenta años. A mediados de los años sesenta, las relaciones interamericanas se caracterizaron por la “pretensión hegemónica”, o sea, la idea de que Estados Unidos era, y tenía el derecho de ser, el poder incuestionable en el hemisferio occidental, insistiendo en la solidaridad –para no decir la sumisión– política, ideológica, diplomática y económica en toda la región.

Durante esos años, Estados Unidos utilizó el poderío militar de los marines y de la 82 División Aerotransportada; la participación clandestina de la CIA; la consejería y tutela de los agregados militares; la ayuda para el desarrollo –y, a veces, la imposición de la AID–; las cuotas azucareras y otras formas de influencia económica; el activismo diplomático del Departamento de Estado; fondos y asesoramiento a partidos políticos; patrocinio público e información proveniente de la Agencia de Información de Estados Unidos (USIA); muchos instrumentos, cualquier que fuese necesario y sin importar su alcance, con tal de garantizar que partidos y líderes pro norteamericanos fuesen dominantes en América Latina y el Caribe. En los años cincuenta, la CIA orquestó el derrocamiento de Jacobo Arbenz en Guatemala. En los sesenta se produjo la invasión de Bahía de Cochinos y otros intentos para derrocar a Fidel Castro. Igualmente, el respaldo norteamericano a quienes complotaban contra Trujillo, demostraciones de fuerzas navales, promesas de ayuda económica, amenazas de retirarla y esfuerzos diplomáticos a favor del Consejo de Estado y la realización de las primeras elecciones libres en este país. También, financiamiento clandestino masivo para garantizar en Chile la elección de Eduardo Frei y la derrota de Salvador Allende, sin dejar de lado el activismo intervencionista en numerosos países. En los años setenta se realizaron esfuerzos organizados para evitar que tomara posesión de su cargo el eventualmente electo presidente Allende y, una vez que esto se produjo, se hizo lo posible para que fracasara. Fueron muchos los ejemplos de la conducta intervencionista norteamericana, que cubrió tanto a Argentina, Brasil y Uruguay, como a Bolivia, Guyana y Venezuela. 

En ese período, lo prevaleciente era la rivalidad de la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética, y esto motivaba a Washington a realizar extraordinarios esfuerzos para mantener a América Latina en su línea. Lo que ocurrió aquí en abril de 1965 y las semanas y meses siguientes era parte de una política global latinoamericana de Estados Unidos, aplicada en Brasil, Bolivia, Argentina, Chile, Perú, Venezuela, Ecuador, Colombia, América Central y el Caribe (la República Dominicana y Haití), siendo la excepción parcial México, donde se aplicaba una variante distinta, dada la cooperación con el PRI que garantizaba estabilidad. Clímax 

Esa tendencia marcadamente intervencionista de los Estados Unidos en América Latina y el Caribe tuvo su clímax hace cuarenta años, pero no terminó ni rápida ni fácilmente. La misma sirvió de contexto al papel jugado en Chile en los años setenta y luego al enfoque hacia América Central y el Caribe de la administración Reagan en los ochenta, en Nicaragua, El Salvador, Granada y otros lugares. Esta actitud persistió incluso cuando comenzó a debilitarse la Guerra Fría y cuando los cambios en la geopolítica y las tecnologías militares debilitaron la importancia del Canal de Panamá y las vías marítimas de comunicación. En los años ochenta no era fácil determinar por qué el liderazgo norteamericano consideraba todavía importante mantener un fuerte control sobre Granada, El Salvador y Nicaragua, pero el caso es que Washington seguía implementando políticas altamente intervencionistas. En mi opinión, estas actitudes no estaban condicionadas, como ellos decían, tanto por consideraciones de “seguridad nacional” como por razones de “inseguridad nacional”, es decir, un impulso psico-político: el temor de perder el control de lo que antes Estados Unidos controlaba y consideraba lógico controlar.

Esto reflejaba la inercia de la transferencia de actitudes y políticas formadas en otra era, ya no apropiadas –si es que alguna vez lo fueron–. Un punto neurálgico para sucesivas administraciones norteamericanas era Fidel Castro en Cuba, a apenas 90 millas de la Florida, que desafiaba a Estados Unidos y se mantenía fuera de su órbita en términos económicos, políticos, culturales y en lo que se refiere a seguridad y relaciones internacionales. Cuba era una preocupación por varias razones, pero sobre todo porque desafiaba la su premacía norteamericana en las Américas. El simbolismo de Cuba, mucho más que una amenaza real, convertía a ese país en problema permanente. La determinación de Washington de no permitir “una segunda Cuba” fue uno de los puntos cardinales de la política de Estados Unidos y sirvió de marco al enfoque norteamericano de Santo Domingo en los años sesenta. En contraste con lo que eran las relaciones entre Estados Unidos y América Latina al momento de la invasión norteamericana a la República Dominicana en 1965, demos un rápido vistazo a la situación contemporánea.

10 observaciones 

Y para ello, propongo 10 observaciones acerca de las relaciones contemporáneas en el hemisferio occidental. 

1. El elemento central en las relaciones interamericanas sigue siendo la enorme desigualdad de poder entre Estados Unidos y cada uno de los países de las Américas. Persiste un notable desequilibrio en cuanto al poder militar, económico, tecnológico e institucional. Estados Unidos es mucho más importante para cada país latinoamericano que ninguno de éstos lo es para Estados Unidos. Muchas cuestiones que son de vital importancia para América Latina –ya sean reglas comerciales, financieras o de gerencia– son determinadas por protagonistas o consideraciones externas, provenientes frecuentemente de Estados Unidos, pero también de Europa y Asia. Políticas que son decisivas para el futuro latinoamericano son generalmente forjadas en otros lugares y su impacto en América Latina es más residual que intencional. En numerosas cuestiones, los latinoamericanos siguen siendo muy vulnerables frente a acontecimientos, tendencias y decisiones de carácter exógeno. Esto queda ilustrado incluso en el caso de los países más grandes del continente, por el impacto que sobre Brasil tuvo la crisis financiera rusa de mediados de los noventa. Vistas así las cosas, es difícil exagerar en torno a la cantidad de cuestiones y relaciones que compiten con América Latina para llamar la atención de quienes formulan políticas en Estados Unidos. Lo cierto es que América Latina apenas les preocupa y eso no cambiará. Los frecuentes llamados a esos especialistas para que “presten mayor atención” a América Latina caen en el vacío y la única esperanza es mejorar la calidad del ligero interés por el continente, no esperar que aumente mucho. 

2. En su trato con América Latina, Estados Unidos nunca fue ese actor coherente, unitario y racional que a menudo se describe en los países del Sur, pero su pluralismo se ha acentuado en los últimos años. Los intereses de los variados componentes de la sociedad norteamericana son dispersos y a menudo contradictorios. Las políticas norteamericanas que afectan a América Latina están determinadas por la interacción de influencias provenientes de regiones, grupos y sectores diferentes: los negocios y los sindicatos; cultivadores, trabajadores agrícolas y consumidores; organizaciones de inmigrantes y cabilderos anti-inmigrantes; organizaciones étnicas y diásporas; gente de iglesias de variadas convicciones, fundaciones, centros de pensamiento (think tanks) y prensa; organizaciones criminales y policía, así como grupos formados para la promoción de los derechos humanos, de la mujer, la protección del ambiente y la preservación de la salud pública. En el difuso y permeable proceso político norteamericano hay muchos actores importantes que tienen acceso a quienes elaboran políticas. Esa característica hace que la política norteamericana sea relativamente influenciable, pero difícil de coordinar o controlar, incluso cuando se hacen esfuerzos concertados en un sentido determinado, lo que no es muy frecuente, ni lo será, dado que Estados Unidos está involucrado en demasiadas cuestiones. 

3. Ha crecido la relativa importancia de los actores privados en lo que se refiere a las relaciones interamericanas –corporaciones, sindicatos, centros de pensamientos, la prensa y las ONG, incluyendo las étnicas, comunitarias y religiosas–, mientras que se ha reducido el alcance e influencia de los gobiernos nacionales, incluyendo el norteamericano. En la práctica, en América Latina hoy son mucho más importantes Microsoft y Walmart que los marines norteamericanos. Tienen mucha mayor preponderancia American Airlines y United Airlines que la 82 División Aerotransportada. Asimismo, es mayor la influencia de la NN y la Bloomberg Wire que la Voz de Estados Unidos de América. La compañía de seguros AIG es más significativa que la AID y, en numerosas circunstancias, la organización Human Rights Watch es más poderosa que el Pentágono, aunque este último haya recuperado últimamente gran parte de su peso. Moody´s a menudo tiene mayor influencia que la CIA; y el Foro Económico de Davos, que es una organización privada, es más trascendente que la OEA. Esta es la realidad, de la que rara vez se habla, pero no por ello menos cierta. Contribuye a hacer más importante el impacto de Estados Unidos sobre muchos de los países de América Latina y el Caribe, pero es más difícil de controlar o dirigir.

4. A su vez, en lo que se refiere a la indudable y permanente influencia de los gobiernos, ha cambiado significativamente en las últimas décadas el poder relativo de los diferentes componentes que, dentro del aparato gubernamental norteamericano, se ocupa de las relaciones interamericanas. Así, para América Latina –o por lo menos para ciertos países–, hoy, el secretario del Tesoro y el presidente del Banco Federal de Reservas son mucho más importantes que el secretario de Estado o el jefe de la CIA. También es muy importante el representante del presidente para cuestiones comerciales. Tienen mucho mayor peso los gobernadores de California, Texas o La Florida que muchos funcionarios de Washington. A menudo es mayor la relevancia de los jefes de las agencias de Seguridad Nacional, de combate contra las drogas o representantes federales de la Justicia, que la del subsecretario de Estado para Asuntos Interamericanos. Para la mayoría de los países latinoamericanos, el Congreso norteamericano, en numerosos casos, es al menos tan importante como la Casa Blanca –a veces más–, ya que esta institución es más permeable a la diversidad de impulsos colectivos que el Poder Ejecutivo. Para un país latinoamericano como la República Dominicana, obtener resultados más favorables del proceso político norteamericano es obviamente un gran reto. Se dice que en los años cincuenta, el embajador boliviano en Estados Unidos pudo influir la política norteamericana hacia su país mientras jugaba golf con el presidente Eisenhower. La función del embajador de Bolivia o de la República Dominicana hoy es muchísimo más complicada.

5. La región también necesita cierta desagregación. Los países de América Latina y el Caribe, es obvio, difieren enormemente unos de otros. Así, las diferencias son tan marcadas entre Argentina y Haití, Perú y Panamá o la República Dominicana y Chile, como lo son entre Suecia y Turquía o Australia e Indonesia. Pero esas duraderas diferencias siguen creciendo, particularmente en cuatro dimensiones: por la naturaleza y el grado de interdependencia económica y demográfica con Estados Unidos; el nivel en el cual algunos países han integrado sus economías a la competencia internacional y la forma en que se relacionan con la economía mundial; la capacidad relativa de sus instituciones políticas estatales, y la solidez de sus normas y prácticas democráticas. En este momento, la creciente diferenciación a lo largo de esas cuatro dimensiones hace que el término “América Latina” sea de dudosa utilidad. Probablemente es tan esclarecedor como confuso. En realidad, ya Estados Unidos no adopta ni aplica una “política latinoamericana” común para toda la región.

6. Para comprender las relaciones interamericanas en la actualidad se deben, por lo menos, distinguir cinco grandes regiones: México, América Central, las islas del Caribe, las naciones del Mercosur y los países andinos. México, América Central y el Caribe juntos –en gran medida estas son tres regiones separadas– constituyen sólo un tercio de la población total de América Latina y el Caribe (LAC), pero allí se concentran casi la mitad de las inversiones norteamericanas en la región, más de un 70% de los negocios interamericanos, cerca de un 60% de la presencia de la banca norteamericana en la región y casi un 85% de la inmigración latinoamericana a Estados Unidos. Las naciones del Mercosur constituyen el 45% de la población de LAC, cerca del 60% del PIB de LAC, más del 40% (y la tendencia es a aumentar) de las inversiones norteamericanas y considerablemente menos del 10% de la inmigración latinoamericana a Estados Unidos. Las perturbadas naciones de la región Andina representan casi el 22% de la población latinoamericana, exactamente el 13% del PIB, cerca del 10% de las inversiones norteamericanas, menos del 15% de los negocios entre Estados Unidos y América Latina, pero casi toda la cocaína y heroína importada en Estados Unidos, aunque, por cierto, mucho de este tráfico pasa por México o los países del Caribe. Las diferencias entre los países de la región en su relación con Estados Unidos tienden a ser mayores con el tiempo.

Por ejemplo, aquellos países de América Latina y el Caribe, en la región de la cuenca del Caribe y la costa norte de Suramérica, que en 1980 enviaban a Estados Unidos el 40% de sus exportaciones, hoy exportan más hacia ese mismo destino. Los países de América Latina que enviaron menos del 30% de sus exportaciones a Estados Unidos en 1980, hoy generalmente exportan menos hacia ese destino. Por supuesto, la explicación principal es la geográfica, es decir, la proximidad. Pero la geografía es una constante y la proximidad ya no debería ser tan significativa, dados los avances de la tecnología. Las políticas –la Iniciativa de la Cuenca del Caribe, el Acuerdo de Libre Comercio de Norteamérica, y ahora el Área de Libre Comercio de América Central y República Dominicana– han venido reforzando un modelo marcadamente diverso de relaciones con los Estados Unidos. Los países de la Cuenca del Caribe por un lado y el Cono Sur por otro se están desplazando de manera muy distinta en cuanto a Estados Unidos se refiere, y el arco andino de crisis sigue por otro sendero, también diferente.

7. La naturaleza y la dinámica de las relaciones de Estados Unidos con México, América Central y el Caribe deviene aún más excepcional. Estados Unidos tiene una más aplastante influencia económica, cultural y política en toda su frontera, debido por un lado a la inmigración y, por el otro, a una mejora impresionante de las redes de comunicación y transporte. De la misma manera, las crecientes diásporas mexicana, centroamericana y caribeña están cambiando de manera irreversible el perfil de las relaciones entre Estados Unidos y sus vecinos más cercanos. Políticos, estrategas de negocios, los que hacen anuncios comerciales, banqueros, industriales, sindicalistas, educadores, policías y personal médico, todos saben que son porosas y hasta ilusorias las fronteras entre Estados Unidos y sus vecinos más cercanos. Es difícil definir la frontera funcional entre la América Latina y la América anglo, pero con toda seguridad está situada al norte de San Diego en el oeste y en Miami al este. Las remesas enviadas por las diásporas son vitales para las economías de México y muchas naciones de América Central y el Caribe.

En México, las remesas alcanzaron la suma de 16,000 millones de dólares en 2004 y dentro de poco llegarán a los 20,000 millones anuales, casi tanto como las inversiones directas. En América Central y la República Dominicana, las remesas sobrepasan como fuente de capital el monto de inversiones extranjeras y la ayuda económica. Las contribuciones a las campañas políticas y los votos de las diásporas son esenciales para la política local en esos países, al mismo tiempo que se constituye en factor creciente en la política norteamericana la participación electoral de los inmigrantes naturalizados. Pandillas juveniles y líderes criminales que se criaron en Estados Unidos causan estragos en sus países de origen, en numerosos casos, luego de ser deportados. Las pandillas hispanas son un elemento central en Los Ángeles y otras ciudades norteamericanas. En los próximos 25 años, las naciones del Caribe y América Central, incluyendo la República Dominicana, quedarán aún más absorbidas dentro de la órbita norteamericana, tanto por las tendencias subyacentes como por políticas como el acuerdo DR-CAFTA. Utilizarán el dólar como su moneda informal, y en muchos casos como la oficial; enviarán el grueso de sus exportaciones a Estados Unidos, dependiendo en gran medida del turismo, inversiones, importaciones y tecnologías norteamericanas; absorbiendo la cultura popular y la moda norteamericanas, pero también influyendo sobre la cultura popular de la metrópoli; formando jugadores de béisbol y de básquet para las ligas mayores norteamericanas y, quizás, creando sus propios equipos en estas ligas. Seguirán enviando emigrantes hacia el norte y muchos aceptarán como residentes a un creciente número de jubilados norteamericanos. Ciudadanos y redes transnacionales crecerán en importancia en toda la región. Todas esas tendencias sin duda que incluirán a Cuba, más temprano que tarde.

8. Las cuestiones que se derivan directamente de la excepcional y creciente interpenetración mutua entre Estados Unidos y sus vecinos más cercanos –inmigración, narcóticos, tráfico de armas, lavado de dinero, respuesta a los huracanes y otros desastres naturales, protección del medio ambiente y la salud pública, aplicación de las leyes y administración de la frontera– plantean desafíos complejos. Estas cuestiones “intermésticas” –mezcla de internacional y doméstica– son de difícil manejo. El proceso político democrático, tanto en Estados Unidos como en los países vecinos, impulsa la elaboración de políticas en ambos lados en direcciones que a menudo son diametralmente opuestas a lo necesario para garantizar la cooperación internacional exigida para resolver, o al menos lidiar, con problemas que trascienden las fronteras. Un ejemplo es el proceso de “certificación” con relación a las drogas. Este dilema –que las políticas más atractivas para el público local a menudo tienden a interferir con la necesaria cooperación internacional– no puede ser superado fácilmente y no está limitado a Estados Unidos. La tendencia a endosar la responsabilidad sobre el otro lado de la frontera cuando hay dificultades y a revindicar la “soberanía”, incluso cuando esto obviamente está ausente en términos prácticos, es recíproca e interactiva. Esta dinámica probablemente se intensificará en los próximos años, precisamente en el marco de las más intimas relaciones interamericanas, es decir, entre Estados Unidos y sus vecinos más cercanos.

9. Sin embargo, resulta irónico que la celebración de cumbres en las relaciones interamericanas florece en una época en que las políticas de alcance regional tienen menos sentido. Debido a las crecientes diferencias entre los países de América Latina y el Caribe –y especialmente por la acelerada y funcional integración económica y demográfica de México, América Central y el Caribe con Estados Unidos– las cumbres de todos los países de las Américas están condenadas a quedarse en el insignificante nivel de las exhortaciones y a limitarse a cuestiones de segundo y tercer orden. Estos encuentros periódicos obligan a dirigentes importantes del Gobierno norteamericano a prestar atención, aunque sea por corto tiempo, a las relaciones interamericanas. Pueden también ser útiles para el establecimiento de relaciones y formas de comunicación que podrían servir en el futuro, además de brindar un buen escenario para las fotos de todos los participantes. Pero fuera de eso, lo más probable es que no produzcan gran cosa. Esto no debe confundirse con los esfuerzos serios para resolver cuestiones importantes.

10. Comparado con lo que era hace 40 años, o de hecho, con el siglo pasado, los puntos principales de las relaciones entre Estados Unidos y América Latina tienen poco que ver con la seguridad y la geopolítica y menos aún con la ideología, al menos en un obvio sentido político. Las cuestiones de seguridad, geopolítica e ideología, inscritas en un contexto de competencia mundial, tendían a involucrar a Estados Unidos generalmente en un sentido regional, pero hoy las agendas son mucho más específicas y locales. Las preocupaciones norteamericanas con América Latina hoy tienen sobre todo que ver, por un lado, comercio, finanzas, energía y otros recursos, y, por el otro, con el manejo de problemas comunes que no pueden ser resueltos por un país actuando solo, como medidas antiterroristas, contra el tráfico de drogas y de armas, protección de la salud pública y el medio ambiente y el manejo de la inmigración. Con relación a todas estas cuestiones transnacionales o “intermésticas”, los elementos de cooperación y conflicto se combinan en las Américas de forma compleja y no necesariamente se corresponden con los marcos nacionales. En nuestros días, para lidiar con las cuestiones de mayor importancia en las relaciones entre América Latina y Estados Unidos se requieren coaliciones nacionales, transnacionales y multilaterales.

Modelo diferente 

Estos diez telegráficos puntos, simplificados en aras de la concisión, se agregan a un modelo de las relaciones interamericanas muy diferente al vivido aquí en los años sesenta, setenta u ochenta. A veces, para estar seguros, el modelo se asemeja superficialmente o tiene reminiscencias, como cuando Estados Unidos sustituye “terrorismo” por “comunismo” como un prisma distorsionador a través del cual percibir y tratar otras cuestiones, tales como las drogas o la inmigración. Igualmente cuando miembros del Congreso norteamericano hablan amenazadoramente de un eje “CastroChávez-Lula” o de una supuesta amenaza china sobre las Américas. Pero esas similitudes superficiales son solo eso, porque vivimos una época nueva y diferente. Ya la preocupación principal de Estados Unidos no es mantener a la izquierda latinoamericana fuera del poder y estar dispuestos incluso a intervenir militarmente para evitar que tomen el poder o lo mantengan. Es duro imaginarse al Washington de los años sesenta acomodándose a líderes políticos como Lula en Brasil, Ricardo Lagos en Chile, Tabaré Vázquez en Uruguay o Leonel Fernández en este país, aunque todos ellos son los herederos directos de los partidos y líderes contra los cuales Estados Unidos intervino en esos años. Y si bien Estados Unidos no es que acepte a Hugo Chávez en Venezuela, lo más extraordinario son los aparentes límites para poder intervenir en contra de él. En segundo lugar, a diferencia de los años sesenta, Estados Unidos ya no puede contar con la solidaridad panamericana bajo su liderazgo, cuando se trata de buena parte de las cuestiones del área internacional. Esto queda perfectamente ilustrado con el papel jugado por Chile y México durante los debates de las Naciones Unidas antes de la invasión norteamericana a Irak. Y no es el único caso. En otras cuestiones de gran importancia –subsidios agrícolas, propiedad intelectual y otros asuntos comerciales, que van desde el algodón, las flores y el jugo de naranja hasta los aviones de pasajeros y los productos en acero– los tratos de Estados Unidos con las grandes naciones latinoamericanas, especialmente Brasil, han sido hasta de rivalidad, no de aliados automáticos o de clientes fieles. 

Esporádico compromiso 

Tampoco puede Estados Unidos tratar a las naciones de la Cuenca del Caribe con su histórica actitud de esporádico compromiso, ignorándolas la mayor parte del tiempo pero interviniéndolas cuando piensa que sus intereses estaban amenazados. Años atrás yo llamaba a esta histórica política norteamericana la “doctrina Hallmark”, lo que significa que Estados Unidos ocasionalmente se preocupaba de manera tal del Caribe y América Central que entonces les enviaban “lo mejor de todo” (en este caso los marines), de la misma manera que uno piensa poco en alguna persona a la que un buen día envía una tarjeta Hallmark. Robert Pastor, un astuto analista de las relaciones entre Estados Unidos y el Caribe, describe ese ciclo como un “remolino”, explicando que EstaModelo diferente dos Unidos a veces se veía metido en el remolino caribeño, pero generalmente se mantenía del lado de afuera. Hoy, sin embargo, este país está necesariamente vinculado a sus vecinos de la cuenca del Caribe, unas veces más que otras, en numerosas cuestiones que se desprenden de la creciente interdependencia alimentada por las migraciones. Es importante que reconozcamos estas nuevas realidades y que los sabios de la República Dominicana y de otros lugares de la cuenca del Caribe, así como de México, piensen creativamente qué significa la creciente integración funcional de México, América Central y el Caribe con Estados Unidos.

Cuestiones de orden práctico 

No hablo de complejas teorías sobre la definición de lo que es nación e identidad, o del significado de soberanía y ciudadanía, aunque sean fascinantes cuestiones que preocupan a muchos de mis colegas académicos. Más bien me refiero a cuestiones de orden práctico como las que siguen:   

• ¿Cómo podemos garantizar que los hijos de los inmigrantes indocumentados se beneficiarán de la adecuada inversión en su educación, que va desde el jardín de infancia a la universidad y el postgrado, lo que no les beneficia sólo a ellos sino a la nueva comunidad, que necesita una fuerza de trabajo y una ciudadanía educada y capaz? 
• ¿Cómo pueden las autoridades profesionales de Estados Unidos, estados de la unión americana y las comunidades locales trabajar efectivamente con sus contrapartes de México, América Central y el Caribe para que mejore la seguridad humana de los ciudadanos y sean protegidos los derechos de todos, en lugar de complicarle el trabajo a los demás, exacerbar la inseguridad personal y pisotear los derechos individuales, tal como tan a menudo ocurre actualmente? 
• ¿Qué tipo especial de arreglos, infraestructura y servicios deben ser considerados para facilitar el retiro de jubilados norteamericanos en países vecinos, lo que redundaría en beneficio tanto para ellos como para los países receptores? 
• ¿Qué se puede hacer para mejorar la representación de las personas transnacionales que viajan de un lado a otro, entre sus países de origen y Estados Unidos y actúan en sus centros de trabajo, vecindarios y la sociedad civil de ambos países, sin poder participar muy activa y eficazmente en la política de ninguno de los dos países? 
• De manera más general, ¿qué tipo de integración funcional se requiere en términos de visión, de política, instituciones, recursos y modos de gobernar? 
• ¿Cómo serán afectados estos procesos integracionistas por nuevos cambios en la economía global y en las formas y modelos de producción? 
• ¿Cómo afectarán a instituciones que fueron diseñadas para una era y unas preocupaciones diferentes? 
• ¿Cómo pueden los vecinos cercanos de Estados Unidos proteger las ventajas competitivas que se desprenden de esa cercanía y de la interpenetración de un mundo globalizado, sin perder mayor control de sus destinos? 
• ¿Cómo esa creciente integración funcional con Estados Unidos afectará sus relaciones con Europa y Asia, dado el papel que juegan estas regiones en la economía mundial? 
• ¿Qué papel pueden y deben jugar las diásporas? ¿Cómo pueden ser movilizadas en su condición de recurso y puente, tal como trata de hacerlo este país bajo la iniciativa del presidente Fernández, sin dejar de considerar el nuevo compromiso que asumen por vivir en Estados Unidos?

En este contexto también es importante incorporar nuevas formas de pensar sobre el futuro de la mayor de las islas caribeñas, Cuba. ¿Cómo nos afectará a todos la reintegración de Cuba a relaciones normales con los otros países de la región, y cuál será y deberá ser el papel de la diáspora cubana en ese proceso? La gente ha estado hablando durante décadas acerca de la “normalización” de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos y otros países de la región, pero “normalización” con seguridad no puede significar volver al modelo anterior a la revolución cubana. ¿Cuál será el papel de Cuba después de Castro? Igualmente quizás sea también el momento de reflexionar sobre el tema de Puerto Rico y su estatus en un contexto regional cambiante.


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