Revista GLOBAL

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El artículo destaca el tradicional enfrentamiento que ha existido en América Latina entre el Estado y el mercado por un lado, y el Estado y los ciudadanos por el otro. Como excepción a este enfrentamiento destaca la experiencia chilena, que demuestra que es posible superar ese debate ideológico polarizado y excluyente, y que es posible construir una relación eficiente entre el Estado y el mercado. Chile es un país que, en democracia, ha consolidado la liberalización de su economía y ha conseguido altas tasas de crecimiento económico sostenido, aplicando al mismo tiempo un conjunto de políticas públicas exitosas. El caso chileno se destaca por su capacidad de hacer compatibles Estado y mercado, libertad y justicia social, mercado y bienestar compartido, afirmación nacional y apertura a la globalización.

Se me ha invitado a reflexionar, desde fuera de Chile sobre todo el significado que para la region latinoamericana tiene la experiencia chilena de las últimas décadas.

Para evitar ser atrapado por las pasiones vinculadas a la coyuntura –por ejemplo, la polémica desatada a partir de las intervenciones de los presidentes de Nicaragua y Venezuela en la Cumbre Iberoamericana de Santiago1 cuando se debatió sobre el tema de la cohesión social– voy a empezar con una perspectiva histórica de más aliento.

Lo hago tomándolo prestado de la Estrategia de Modernización del Estado del Banco Interamericano de Desarrollo (bid), cuya preparación me correspondió coordinar. Ahí se anota: “Históricamente ha existido en la región una relación inadecuada entre el Estado y el mercado, por una parte, y entre el Estado y los ciudadanos, por otra parte, que se ha traducido en una erosión de las posibilidades para un desarrollo sustentable y equitativo”.

En cuanto a la crónica ineficiencia en la relación entre Estado y mercado, el documento mencionado destaca los “fenómenos de autoritarismo, clientelismo, corrupción y ‘captura’ de las instituciones y políticas públicas por intereses particulares, que han conducido a intervenciones estatales desincentivadoras de un funcionamiento eficiente del mercado y promotoras del rentismo y la especulación”. Y en cuanto a la ineficiencia en la relación entre el Estado y los ciudadanos, se indica que esos mismos fenómenos de la premodernidad política de la región “han impedido que las políticas públicas puedan procesar, agregar y responder a las demandas de la mayoría de los ciudadanos, contribuyendo a la exclusión de amplios sectores de la población de los beneficios del crecimiento y a la deslegitimación del Estado”.

La política o el eslabón perdido del debate

En verdad, la falla en reconocer la incidencia de esos fenómenos que tienen su origen en el funcionamiento del sistema político, ha contribuido –además de razones ideológicas que tanta importancia tuvieron hasta el fin de la Guerra Fría– a la polarización excluyente con la cual se ha deba el papel del Estado y del mercado. O el uno, o el otro. “Independientemente de razones de índole estrictamente ideológica, es posible observar que la influencia de la política constituye el factor olvidado por parte de las posiciones extremas que antes mencionamos. Esta omisión del papel de la política ha conducido, por un lado, a atribuir a fallas del mercado lo que en verdad han sido fallas de la política. En el otro extremo, se ha atribuido a fallas del Estado lo que también han sido fallas de la política”.

En efecto, por una parte, se ha señalado un persistente fracaso de los mercados, cuando en realidad lo que se percibe como fallas del mercado son el resultado de fallas de la política y del sistema político que por clientelismo, amiguismo, corporativismo, corrupción sistémica, han conducido al rentismo de los mercados, a proteccionismos ineficientes, a intervenciones sesgadas, a mala asignación de los recursos públicos, a evasión fiscal, etcétera.

Este extremo ha conducido a las reacciones populistas: creer que falló el mercado cuando, en verdad, lo que había fallado era la política y el sistema político. Desde la otra perspectiva, y también por omitir o no valorar apropiadamente el papel de la política, se ha derivado a las reacciones antiestatales fundamentalistas: confundir malas intervenciones del Estado –por las mismas razones antes anotadas– con la idea que el Estado no debe intervenir del todo, o que deba ser un simple “facilitador” del mercado, como si no hubiese distorsiones o imperfecciones del mismo que solamente se corrigen desde las políticas públicas.

La conciliación ideológica

En la perspectiva de lo antes anotado, el mayor significado de la experiencia chilena radica en que demuestra, aquí, en nuestra región, que es posible superar ese debate ideológico polarizado y excluyente, y que, con determinadas condiciones institucionales y políticas, es posible construir una relación eficiente entre el Estado y el mercado, en cuanto a tener altas tasas de crecimiento sobre un período prolongado de tiempo y, a la vez, tener las políticas públicas que hagan posible que el bienestar derivado de ese crecimiento sea compartido por cada vez más población.

Durante una gran parte del siglo xx, Chile fue uno de los países en los que, por razones ideológicas, con más encono y polarización excluyente se discutió sobre el papel del Estado y el mercado. Tenemos en mente tanto las discusiones sobre “socialismo comunitario” de la democracia cristiana en los años sesenta y setenta, como las de inspiración soviética y cubana asociadas al Partido Socialista y el Partido Comunista. Diversos factores, pero notablemente la “ruptura” pinochetista, el impacto que la experiencia socialdemócrata o de la economía social de mercado europea tuvo en el vasto exilio chileno, y el fin de la guerra fría, han sido citados como los más relevantes para explicar el hecho de que la Convergencia chilena adoptara una posición programática que parte del reconocimiento de que son conciliables el Estado y el mercado, la libertad y la justicia social, el mercado y el bienestar compartido, la afirmación nacional y la apertura a la globalización. No poca cosa, de cara a los antecedentes del propio debate chileno y latinoamericano.

¿Porqué en un caso sí y en otros no?

Con el fin de la Guerra Fría se pensó que en el resto de los países latinoamericanos desaparecerían, o disminuirían radicalmente, los incentivos ideológicos para el mencionado debate polarizado y excluyente. Y en general, así fue. Pero en varios países de la región se ha roto el consenso que pareció establecerse en torno a la democracia liberal, el mercado y la apertura externa. ¿Estamos frente a otro radical movimiento pendular del debate sobre el papel del Estado y el mercado? En algunos casos pareciera que sí. En términos generales, el resurgimiento de fenómenos populistas se explica por el relativo fracaso de las reformas económicas liberales asociadas al Consenso de Washington, en cuanto a crecimiento económico y lucha contra la pobreza, ya no digamos contra la desigualdad.

Es de cara a ese resurgimiento del populismo que la experiencia chilena también entrega otra contribución al debate latinoamericano. Me refiero a las condiciones políticas e institucionales necesarias para que las reformas económicas liberales se traduzcan en el crecimiento y bienestar compartido que, en general, ha faltado en otros países de la región. Vamos a referirnos a unas pocas de esas condiciones que nos parecen ineludibles.

En primer lugar, la solidez del Estado de derecho chileno, sin el cual no existirían las condiciones de confianza y seguridad jurídica que le han permitido atraer un flujo significativo de inversión externa y, a la vez, incrementar la inversión nacional.

En segundo lugar, la existencia de una burocracia competente y cada vez más basada en el mérito.

En tercer lugar, una fiscalidad con unos mínimos en cuanto a la cantidad y calidad (progresividad) de los ingresos, y con unos mínimos en cuanto a eficiencia y progresividad del gasto.

Estado de derecho y burocracia profesional son condiciones indispensables para disminuir la “captura” de las políticas públicas y asegurar los mínimos de neutralidad del Estado necesarios para tener políticas públicas eficientes, entre ellas las fiscales, que agreguen y respondan a intereses societales y no de particulares grupos de interés.

Finalmente, un sistema de partidos políticos capaz de conservar, y renovar, un acuerdo societal básico en torno al mercado, la apertura externa, las políticas sociales y la democracia liberal.

Hay otras condiciones, pero las anteriores son el mínimo de las inevitables. Las limitaciones o relativo fracaso en un buen número de países de las reformas asociadas al Consenso de Washington se podrían explicar porque las mismas fueron instrumentadas sin considerar algunas o todas esas condiciones mínimas, y que también, en algunos países, estuvieron cargadas de un radical revanchismo ideológico antiestatal. De ahí las percepciones tan negativas que en algunos países hay sobre las privatizaciones y la globalización, que unido al hecho innegable del escaso crecimiento y el agravamiento de la desigualdad, en un contexto de persistencia de altos niveles de pobreza y pobreza extrema, estaría agitando las aguas que desembocan en una nueva oleada populista.

El viejo debate o la pregunta crítica

Se atribuye a Hirschman haber dicho que el error de los populismos económicos de los años sesenta y setenta fue pensar que la economía era absolutamente elástica frente a las demandas de la política, y que de ahí, pensar que se podían satisfacer demandas sociales expandiendo el gasto sin expansión de la base económica, vino el estallido de los grandes desequilibrios macroeconómicos. Lo contrario podría ser cierto a propósito de la experiencia del cuarto de siglo que va del inicio de las reformas económicas neoliberales a inicios del presente siglo: pensar que la política era absolutamente elástica frente a las demandas de la economía. Llegó un momento en que la ausencia de beneficios amplios y compartidos se ha traducido en insatisfacción política.

Lo peor que podría pasar a algunos países de la región es que la ausencia de los resultados previstos en las reformas económicas, en cuanto a crecimiento y bienestar, les conduzca al falso refugio del obsoleto debate sobre el papel del Estado y el mercado,9 y no a interrogarse por qué esas reformas no han dado los resultados esperados. Si se hacen esa pregunta, se encontrarán con la experiencia chilena, y mucho habrá en la misma de la cual aprender.

Global publica este texto gracias a la colaboración de la revista española Quórum.

Notas

Noviembre de 2007.

Modernización del Estado. Documento de Estrategia (GN-2235-1), bid, julio de 2003.
Ibíd., pág. 4.

“Democracia y desarrollo: impacto de la política en el desarrollo”. Ponencia del autor en el seminario Buen Gobierno y Desarrollo, realizado en Santiago de Chile en marzo de 2001, con motivo de la Asamblea Anual de Gobernadores del bid.
Ignacio Walter, Socialismo y democracia: Chile y Europa en perspectiva comparada, Santiago: Cieplan-Hachette, 1990.
Coalición de centroizquierda gobernante en Chile desde el fin de la dictadura de Pinochet.
“Entre 1980 y 2002, casi un cuarto de siglo, y antes de que se iniciara el actual período de auge económico de la región en su conjunto, Chile fue el único país que más que duplicó su ingreso per cápita (140%), mientras el promedio de la región en ese período solamente creció un 11%. Es decir, casi nada. En ese período, y partiendo de bases muy superiores, el ingreso per cápita de Estados Unidos creció arriba del 50% y el de los países de la UE muy cerca de esa cifra. Los del este de Asia acumularon tasas superiores al 200% y 300%.”, artículo de Edmundo Jarquín antes citado.

Que fue el caso de las intervenciones de los presidentes Ortega y Chávez en la Cumbre Iberoamericana.


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