Revista GLOBAL

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El profesor de Sociologia José Vidal-Beneyto afirmaba recientemente que en nuestras sociedades prima el “chanchullo” generalizado y nadie se fía de nadie, ni siquiera generalizado y nadie se fía de nadie, ni siquiera de los campeones deportivos, y ponía como ejemplo los recientes juegos de natación europeos, celebrados en Ámsterdam, en los que se batió el record de los 50 y 100 metros libres. Los medios de comunicación, en vez de alabar la gesta de Alain Bernard, se dedicaron a preguntarse a qué treta se había debido y si el nadador “había añadido algún producto al submutamol que toma para su asma”.

Es tal el sentimiento de sospecha generalizada que reina en nuestras sociedades que los académicos han decidido estudiar el fenómeno para tratar de entender las motivaciones. Fernando Vallespín, de la Universidad Autónoma de Madrid, habla de ello en su libro El futuro de la política, y Josep M. Vallés, de la Universidad Autónoma de Barcelona, también trata este tema en su Introducción a la Ciencia Política. El francés Pierre Rosanvallon, del Collège de France, acaba de publicar un libro bajo el título La contrademocracia, la política en tiempos de la desconfianza. Y en Estados Unidos se han editado otros dos: The Crisis of Mistrust in American Politics, de Suzanne Garment, del Institute for Public Policy Research, y Hiding from Humanity: Disgust, Shame and the Law, de Martha C. Nussbaum, de la Law School de la Universidad de Chicago.

Todos estos trabajos, de una u otra forma, resaltan la falta de ejemplaridad de la mayoría de los líderes políticos como desencadenante de la desconfianza de los ciudadanos hacia ellos y hacia la acción política. Y esta falta de credibilidad está provocando una crisis de la democracia, ya que los ciudadanos tienen dificultades para entender su necesidad y utilidad.

Pero la utilidad de la política es evidente y hoy ningún experto duda de ello. Es verdad que en los años noventa, algunos intelectuales elevaron las bondades del mercado a la categoría de sagradas, afirmaron que la política había muerto y se precipitaron a enterrarla. Han tenido que pasar más de diez años para que esas teorías se desmoronaran y se volviera a reivindicar la política como una herramienta necesaria e imprescindible para prevenir y resolver los conflictos. En teoría está claro, pero en la práctica no lo está tanto y por eso es necesario tomar medidas para que la ciudadanía confíe en el Estado, en el sistema político y en las instituciones democráticas, porque son la clave del desarrollo económico sostenible de los países.

Analizar la paradoja

Los libros La política importa, editado por el Banco Interameriano de Desarrollo (bid) y coordinado por Edmundo Jarquín; ¿Democracia con desigualdad?, también del bid y esta vez coordinado por Fernando Carrillo y Carlo Binetti; La democracia en América Latina, hacia una democracia de ciudadanas y ciudadanos, del pnud; Democracia en la Región Andina, los telones de fondo, editado por Ágora Democrática, y Democracia en déficit, de nuevo del bid, son obras destinadas a analizar la paradoja entre la necesidad de que haya Estado y la desconfianza de los ciudadanos hacía la política. La democracia se ha generalizado en toda América Latina y se considera el mejor sistema político posible, pero eso no impide que siga creciendo el descontento popular, hasta el punto de llegar a desestabilizar, en ocasiones, a regímenes democráticos, tan costosamente alcanzados.

De la lectura de estos trabajos se desprende también que es necesario volver la mirada hacia la política de los comienzos de este siglo, si se quiere garantizar un desarrollo duradero. Como afirma Elena Martínez, asesora de Enrique Iglesias en la Secretaría General Iberoamericana

(segib), la política no es sólo lo que hacen los políticos sino también, y de manera muy sobresaliente, lo que hacen las ciudadanas y los ciudadanos y sus organizaciones, cuando se ocupan de los intereses de la colectividad y de la cosa pública.

El ejercicio de la política y de la democracia forma parte imprescindible de ese nuevo paradigma que se denomina desarrollo humano. No es un asunto en absoluto baladí este de la calidad de la política, sino que es imprescindible para comprender las crisis que están ocurriendo en la región: internas, en Bolivia, Nicaragua y Venezuela, y entre Estados, en el caso de la región andina, en la que la buena intervención del presidente Leonel Fernández fue fundamental para abrir una nueva etapa de diálogo constructivo.

Los conflictos internos que se dan en el subcontinente americano plantean los siguientes interrogantes: ¿Cómo podemos crear ciudadanos, con sentido cívico, comprometidos con la democracia? ¿Cómo conseguir sociedades más equitativas? ¿Cómo lograr unos Estados democráticos y unos sistemas de partidos que estén al servicio de la sociedad? ¿Cómo dignificar lo público y devolver a la política el papel central que debe tener?

Alain Touraine, en su obra ¿Qué es la democracia?, afirma que “no hay democracia sin la libre elección de los gobernantes por los gobernados, sin pluralismo político, pero no puede hablarse de democracia si los electores sólo pueden optar entre las fracciones de la oligarquía, del ejército o del aparato del Estado. Del mismo modo, la economía de mercado asegura la independencia de la economía con respecto a un estado, una iglesia o una casta, pero hace falta un sistema jurídico, una administración pública, la integración de un territorio, empresarios y agentes de redistribución del producto nacional para que pueda hablarse de sociedad industrial o de crecimiento endógeno”.

Disminuir las incertidumbres

La política se legitima socialmente sólo si contribuye a disminuir las incertidumbres que planean sobre la convivencia humana. Por tanto, partiendo de esta concepción, la política tiene que ser la encargada de gestionar pacíficamente los conflictos para que la democracia los resuelva –con la participación de los ciudadanos– en un proceso que presenta, según el profesor Josep M. Vallés, varias etapas: 1) identificación y selección de los conflictos a regular, 2) debates sobre las alternativas propuestas y 3) decisión final para seleccionar una de ellas.

En pocas palabras, la concepción de democracia que defendemos exige dos requisitos: deliberación y decisión, porque creemos que la política, además de decidir debe propiciar un diálogo libre y bien informado. No puede considerarse un sistema democrático el que niega capacidad política o participación a un grupo o a una comunidad.

Por otra parte, el fortalecimiento del Estado parece ya una condición imprescindible para consolidar las democracias. Las dificultades que, a veces, tienen los presidentes se explican, en gran medida, porque gobiernan sin un Estado con capacidad real para organizar políticamente a la sociedad y garantizarle el ejercicio de sus derechos. Otra causa generadora de inestabilidad es lo que se denomina déficit democráticos de la cultura política, que se manifiestan de diversas formas: unas veces por la ausencia de una cultura que admita, sin reservas, la existencia de una pluralidad de ideologías, y otras por la falta de respeto a las normas y al funcionamiento democráticos, incluso por parte de aquellos que se consideran sus máximos guardianes.

Si hiciéramos caso a los que dicen que la política es ya innecesaria, tendríamos que afirmar que las desigualdades sociales y las diferencias de todo orden han desaparecido de nuestro mundo o que todos los que lo habitan han decidido acabar con ellas y son buenos y justos. Pero reconocemos con el profesor Vallés que no es verdad ni lo uno ni lo otro. Es más, cada vez hay más diferencias entre países ricos y pobres y, dentro de esos países, entre los que más y menos tienen.

Más zozobra

Los ciudadanos de los países en vías de desarrollo –América Latina, Asia y África– acogieron la democracia con grandes expectativas, pensando que iba a ser capaz de mejorar sus condiciones de vida, de paliar la pobreza y erradicar la corrupción. Pero no ha sido así. Los sistemas democráticos no han generado, en la mayoría de los casos, bienestar social, coexisten con la miseria y la corrupción campa por sus respetos. Esto ha hecho que aumente la zozobra y que las personas tengan la sensación de que se les está robando el futuro.

Pero la disyuntiva no es política sí o política no. Ya está claro que es necesaria y ahora la elección está entre hacer una política de calidad, que favorezca el buen gobierno de la sociedad, u otra de baja calidad, que lleve a la desconfianza y la desesperación.

Un ejemplo del deterioro permanente y de ejercicio de la política de baja calidad es Italia, donde se da el caso de que el mayor detractor de la política y del Estado, el magnate Silvio Berlusconi, se presenta a las elecciones por segunda vez. Berlusconi, que tiene varias causas judiciales pendientes, ha creado un partido político y pretende presidir un Gobierno en el que no cree. El intelectual Umberto Eco destaca esta paradoja: “Berlusconi gana las elecciones porque dice que no hay que pagar impuestos. Y fomenta así la falta de sentido del Estado porque a él no le interesa”. Eco, totalmente pesimista sobre el futuro de su país, está convencido de que “como en Italia no hay sentido del Estado, la corrupción está generalizada”.

En Europa, Italia es el ejemplo del deterioro de las instituciones, como consecuencia de una reiterada mala política, en contraste con una sociedad vital que soporta resignadamente esa pesada carga. En América Latina hay otros ejemplos de malas prácticas. Pero la culpa no es ni del sistema democrático ni de la política en sí misma, sino de los que, como Berlusconi, la utilizan fraudulentamente para sus propios fines.


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