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Las Estrategias Del Terrorismo

by Ignacio Sánchez-Cuenca
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Desde los atentados del 11 de septiembre (11- S) de 2001, el terrorismo ha vuelto a acaparar la atención de políticos y analistas, esta vez a escala planetaria. A diferencia de muchas otras manifestaciones de terrorismo geográficamente localizado, parece que nos enfrentamos a una amenaza global que afecta a todos los países e intereses occidentales. Los ataques del 11-S y ahora los del 11-M han tenido un impacto extraordinario en la política internacional y parece que el terrorismo va a ser uno de los asuntos clave durante los próximos años. De ahí que sea imprescindible una comprensión lo más rigurosa posible del fenómeno al que nos enfrentamos, pues sólo desde un conocimiento detallado de sus motivaciones y estrategias conseguiremos evitar su reproducción en el futuro. Las primeras reacciones de Estados Unidos al 11-S no son nada esperanzadoras: ni la intervención en Afganistán ni la invasión de Irak parece que sean las medidas más adecuadas para combatir el terrorismo apocalíptico de organizaciones como Al-Qaeda. En estas páginas trato de delimitar el concepto de terrorismo, examino sus distintas manifestaciones, y sitúo dentro de ese marco el nuevo terrorismo internacional. Como se verá a continuación, el terrorismo actual de Al-Qaeda guarda un parecido innegable y sorprendente con el terrorismo anarquista que asoló muchos países de Europa a finales del siglo XIX y comienzos del XX. 

1. ¿Qué es el terrorismo? 

El terrorismo es una forma de violencia política claramente distinta de la guerra (al menos de la guerra en sus formas tradicionales) y relativamente parecida a la guerrilla. Podría decirse que la guerrilla es una forma mixta que combina elementos de guerra y terrorismo ¿Cómo pueden caracterizarse mejor estos términos? A fin de responder a una pregunta tan vasta, quizás resulte útil recurrir a la distinción hoy ya clásica que Thomas Schelling propuso en su libro Arms and Influence (1966) entre la fuerza militar y el poder de dañar al enemigo. La fuerza militar sirve para debilitar al rival, es decir, para adueñarse de sus armas o su territorio. En el modelo clásico de guerra, el vencedor es quien consigue desarmar al enemigo mediante la fuerza militar. El poder de dañar es más sutil, pues no aspira a neutralizar o destruir a la otra parte, sino que pretende más bien crear una situación insoportable en la que el rival no tenga más remedio que ceder a las exigencias de quien produce el daño. Las guerras modernas, frente a las guerras mundiales de la primera mitad del siglo XX, incorporan como un elemento esencial el poder de dañar. 

Este poder sirve sobre todo como arma negociadora. La parte que mayor poder de hacer daño muestre durante un enfrentamiento militar tendrá más capacidad de presión cuando llegue el momento de las negociaciones y los acuerdos. De hecho, en la mayoría de las contiendas bélicas posteriores a 1945 la negociación ha sido un elemento esencial: la violencia era un medio no para destruir al enemigo, sino para poder presionar más eficazmente en la negociación de los acuerdos de paz. 

Cuanto más desiguales sean las partes que se enfrentan violentamente, mayor importancia tendrá el poder de dañar, y menor la fuerza militar. En la medida en que las guerras tradicionales se han dado entre estados o bloques de estados de similar envergadura, es lógico que la única forma de zanjar el conflicto sea por medio de la fuerza militar. Sin embargo, cuando la violencia política se produce en el interior de un Estado, por ejemplo entre un grupo insurgente y el propio Estado, el combate suele ser muy desigual y, en consecuencia, lo único a lo que puede aspirar el movimiento insurgente es a dañar al Estado, creando una situación intolerable que le obligue a ceder a las demandas de los rebeldes. Por tanto, podemos esperar que las insurgencias, ya sean guerrilla, ya sean terrorismo, recurran principalmente al poder de dañar. La diferencia más importante entre la guerrilla y el terrorismo consiste en la presencia de un territorio liberado en el primer caso. En efecto, la guerrilla está formada por pequeñas bandas con armamento ligero cuya base de operaciones se encuentra en el interior, en el campo, en lugares difícilmente accesibles para el Estado. Estas bandas penetran en pueblos o ciudades y realizan acciones armadas con la intención de hacer imposible para el Estado el control del territorio. La fuerza militar no es irrelevante para la guerrilla, puesto que si consigue ir ampliando el área liberada del Estado, éste puede llegar a colapsarse. 

En el terrorismo, en cambio, la fuerza militar como tal no desempeña papel alguno. La organización terrorista no cuenta con un territorio liberado y su violencia consiste únicamente en el poder de dañar al enemigo atacando infraestructuras, instalaciones estratégicas, o asesinando a miembros de las fuerzas de seguridad y civiles. La violencia terrorista es entonces una forma de chantaje, de coerción. A veces, entre los estudiosos del terrorismo, se dice que el propósito último de la violencia es psicológico, en el sentido de que una sociedad aterrorizada y desmoralizada terminará cediendo a las exigencias de los insurgentes. Pero no hay nada psicológico cuando el terrorismo destruye la industria turística de un país o ahuyenta las inversiones extranjeras. La coerción que ejerce la violencia terrorista no tiene por qué ser entendida en términos psicológicos: puede ser también una coerción económica o política. Las fronteras entre guerrilla y terrorismo son porosas. Hay guerrillas en Latinoamérica, como las FARC en Colombia o Sendero Luminoso en Perú, que combinan la actividad guerrillera antes descrita con actos de terrorismo puro, como asesinatos selectivos de políticos y altos cargos del Estado, o bombas indiscriminadas en núcleos urbanos. Es más raro, sin embargo, pensar en organizaciones terroristas que se involucren en guerrilla, aunque, por ejemplo, en el caso del IRA irlandés, hubo a comienzos de los años 70 algún intento de lanzar un movimiento guerrillero en el campo, así como de establecer en Belfast y Derry zonas liberadas en las que no pudiera penetrar la policía (las llamadas no-go areas). El terrorismo, resumiendo, es una forma de violencia política que tiene lugar cuando hay una gran desigualdad entre los contendientes. Su actividad se centra exclusivamente en el poder de dañar, sin que la fuerza militar sea relevante. Se distingue de la guerrilla en que para su ejercicio no se requiere un territorio liberado del control del Estado. Una vez hecha esta primera caracterización del fenómeno, hay que analizar con qué fin utilizan los terroristas el poder de dañar, qué quieren conseguir con su violencia. Esto nos obliga a distinguir dos tipos muy distintos de terrorismo, el nacionalista o separatista, y el revolucionario. Vamos a ver que el terrorismo internacional de Al-Qaeda está mucho más próximo del revolucionario que del nacionalista. 

2. Terrorismo nacionalista. 

El terrorismo nacionalista aspira a liberar un territorio del control del Estado. El destinatario de la lucha armada está muy claro: el Estado que tiene el monopolio de la violencia organizada sobre el territorio en disputa. Asimismo, está también muy claro lo que se 65 Fotos agencias persigue: obligar al Estado a retirarse de ese territorio. Hamas quiere que Israel se retire de los territorios ocupados de Palestina, de la misma manera que Irgun quería tras la Segunda Guerra Mundial que Gran Bretaña se retirara de Palestina. El IRA luchaba para que Gran Bretaña abandonara el Ulster, de la misma forma que ETA sigue matando con la esperanza de que en algún momento España permita la independencia del País Vasco. Y así sucesivamente. Este tipo de organizaciones terroristas tratan de crear un daño tal que el Estado concluya que no le trae a cuenta permanecer en el territorio. La forma de interacción estratégica que se produce es el de una guerra de desgaste (war of attrition). Ninguna de las partes conoce el nivel de resistencia de su rival, por lo que tratan de aumentar la presión sobre el otro (a través de atentados en el caso de los terroristas, a través de la captura y, en ocasiones, de la muerte de los terroristas en el caso de las fuerzas de seguridad) con el propósito de intentar traspasar dicho nivel de resistencia. El primero que lo consiga obtiene la victoria. 

La guerra de desgaste se ha empleado sobre todo para entender la interacción de dos empresas en un duopolio. Cada una de las empresas intenta expulsar a su rival del mercado bajando los precios artificialmente. En esas condiciones, permanecer en el mercado es costoso, puesto que los beneficios resultan negativos. La empresa con mayor capacidad de aguante es la que termina siendo el nuevo monopolio. La analogía con el terrorismo nacionalista no es nada forzada, habida cuenta de que si el Estado se define por su monopolio efectivo de la violencia organizada, la aparición de una organización terrorista que reclama el control de un territorio rompe el monopolio existente y fuerza el tránsito a una situación de duopolio, sólo que ahora los costes no se derivan de una bajada artificial de los precios, sino del intercambio de muertos y detenidos. Un influyente estratega del IRA, Danny Morrison, resumía en los años 80 la estrategia de la guerra de desgaste: “No se trata de arrojar al ejercito británico al mar, sino de quebrar la voluntad política del Gobierno británico de permanecer aquí”. ETA, en el año 1978, lo expresaba en estos términos: “La función del enfrentamiento armado no es la de destruir al enemigo, porque eso es utópico, pero sí obligarles en una lucha prolongada de desgaste físico y psicológico a que abandonen por agotamiento y aislamiento nuestros territorios”. El desenlace de la guerra de desgaste depende en buena medida de cuánto valore el Estado el territorio en cuestión. Por ejemplo, los territorios coloniales no son nunca tan importantes como el territorio propio del país. Así, bastó la explosión de la bomba de Irgun en el Hotel Rey David de Jerusalén en 1946, que mató a 91 personas e hirió a 45, para que los británicos decidieran abandonar Palestina. En el caso de Oriente Medio, las tropas israelíes se han retirado del Líbano por la presión del terrorismo de Hezbolá, pero no lo han hecho de los territorios palestinos a pesar de que el nivel de violencia sufrido allí ha sido mucho más alto. No debería sorprender que la resistencia del Estado sea máxima en zonas como el País Vasco (que, históricamente, siempre ha sido parte de España) o en el Ulster (que pertenece a Gran Bretaña desde el siglo XVIII y tiene una mayoría de población protestante que se siente británica). 

3. El terrorismo revolucionario. 

El terrorismo revolucionario resulta mucho más difícil de caracterizar. Si nos fijamos en la actividad de organizaciones terroristas de las décadas de los 70 y 80 del siglo XX, como las Brigadas Rojas en Italia, la Facción del Ejército Rojo en Alemania, el Grupo 17 de Noviembre en Grecia, o el GRAPO en España, cuesta entender la finalidad de sus atentados. Por lo pronto, no estaba nada claro el destinatario de los mismos. En estos casos, las organizaciones terroristas no reclamaban nada concreto al Estado ¿Para qué mataban entonces? En realidad, la lucha armada era concebida como un instrumento destinado tanto a encender la conciencia revolucionaria de los oprimidos como a mostrar la fragilidad del enemigo, del Estado burgués y liberal. Se buscaba una dislocación del orden social que creara las condiciones para la revolución. Ahora no se le pedía nada al Estado, pues en última instancia lo que se aspiraba era a su destrucción. El que fuera líder de las Brigadas Rojas, Mario Moretti, lo expresaba con gran claridad: “Nosotros no pensamos en abatir el Estado. Pensamos mediante esta o aquella acción inducir una tensión, desarticular los poderes.” En efecto, la lucha armada debía poner de manifiesto que en el enfrentamiento entre trabajo y capital el Estado desempeñaba un papel absolutamente crucial como sostén de los intereses capitalistas. El conflicto laboral clásico de la fábrica, que no tenía en cuenta al Estado, no podía abordar las causas auténticas de la opresión. El terrorismo demostraría la insustancialidad del Estado, lo pondría en jaque. Y entonces la clase trabajadora recuperaría su conciencia revolucionaria… El propio Moretti, cuando explica el secuestro y posterior asesinato de Aldo Moro, dice que con una acción de esa naturaleza se agudizarían las contradicciones entre la elite dominante. Las tensiones en el seno de la Democracia Cristiana pondrían al descubierto la descomposición interna del sistema. En general, el terrorismo revolucionario suele estar asociado a la ausencia de revolución. Es decir, cuando la movilización de masas no es suficiente para hacer estallar una revolución, los activistas no tienen más opción que recurrir a una estrategia de choque como la de la lucha armada. El terrorismo de izquierdas surgido en Europa y otras partes del mundo en los 70 puede entenderse como la fuga hacia adelante de los individuos más frustrados con la pérdida de impulso de los movimientos radicales aparecidos en torno a mayo del 68, igual que el terrorismo anarquista en España o en Rusia a finales del XIX es consecuencia del fracaso de los movimientos obreros insurreccionales. Quizás sea en la violencia anarquista donde se perciban de forma más pura las características del terrorismo revolucionario. Sus rasgos, por así decirlo, se han acentuado al máximo, especialmente por lo que toca a la relación entre la organización y la clase obrera. Mientras que en el terrorismo izquierdista de las Brigadas Rojas se trata de despertar a los trabajadores, de radicalizar sus posiciones políticas y empujarlos hacia una guerra abierta con el capitalismo, en el terrorismo anarquista se produce incluso una cierta ruptura con sus potenciales seguidores: cabe detectar una cierta desesperación ante la actitud de las masas, lo que lleva a los anarquistas a actuar por su cuenta, con la idea de que sólo de las cenizas del orden social podrá surgir un verdadero espíritu revolucionario. El sistema está tan podrido que no resulta concebible que combatiéndolo desde la vanguardia obrera vaya a activarse ese espíritu: tan sólo florecerá cuando el sistema sea definitivamente destruido. La violencia del terrorismo anarquista es despiadada. Por una parte, se cometen toda clase de magnicidios. El zar Alejandro II es asesinado el 1 de marzo de 1881 por Ignatei Grinevitski, que muere con su víctima como consecuencia de la bomba que arroja; en Francia, el anarquista Caserio asesina al presidente de la República, Sadi Carnot, en 1894; en España, un terrorista italiano, Angiolillo, acaba con la vida del primer ministro Cánovas del Castillo en 1897. Y Bismarck fue objeto también de varios atentados frustrados. La lista se alarga muchísimo si tenemos en cuenta a ministros europeos de la época. Por otra parte, los anarquistas realizan atentados indiscriminados contra la burguesía, colocando bombas en lugares como la Bolsa de Francia o el teatro del Liceo en Barcelona. El ánimo destructor del anarquismo, especialmente en el caso ruso, hace que el anarquismo y el nihilismo queden fundidos en una extraña doctrina que se propone reventar el orden social. 

Su manifestación más impresionante es sin lugar a dudas el Catecismo Revolucionario escrito por Sergei Nechaev en 1869. Allí se puede leer que el revolucionario “es un enemigo implacable de este mundo y si continúa viviendo en él es únicamente para poder destruirlo con mayor efectividad.” El revolucionario “sólo conoce una ciencia, la ciencia de la destrucción”. “Su objetivo único y constante es la destrucción inmediata de este orden vil”. “Durante la noche y el día ha de tener un único pensamiento, un único propósito: la destrucción sin piedad. Con sangre fría y ánimo incansable, ha de estar preparado para dar su vida y destruir con sus propias manos todo obstáculo que se interponga en el camino hacia sus logros”. Combatir este tipo de terrorismo desprovisto de unas demandas concretas y sin conexiones claras con un movimiento social que lo sostenga es más complicado que en el caso del terrorismo nacionalista. No se trata de una guerra de desgaste, no vence quien resiste más tiempo. Pero tampoco hay nada que negociar entre el Estado y los terroristas. La única solución consiste en acosar policialmente estas organizaciones, infiltrarlas con agentes dobles, y evitar que adquieran legitimidad (como sucede cuando el Estado se embarca en operaciones de represión indiscriminada). Así se acabó con el terrorismo anarquista a principios del siglo XX y también con el terrorismo de izquierdas europeo de los 70 y 80. 

4. El terrorismo actual de Al-Qaeda. 

El terrorismo de Al-Qaeda y grupos afines como Yihad Islámica tiene grandes parecidos con el terrorismo anarquista decimonónico. El primero en haberse apercibido de este paralelismo es André Glucksmann (Dostoievski en Manhattan, 2002). Las acciones de este nuevo terrorismo no tienen un destinatario concreto. No se plantea una reclamación concreta que en caso de ser satisfecha pueda conducir al cese de la violencia. No se establece un pulso con el Estado. No hay una base social definida: el anarquismo apelaba genéricamente a los trabajadores y los oprimidos, igual que el islamismo se dirige en abstracto a todos los fieles de su credo. Además, el terrorismo islamista comparte con el anarquismo y el nihilismo su furia destructora y apocalíptica. Atentados como los del 11- S no pretenden, como a veces se dice, cambiar el Gobierno de Arabia Saudí mediante un cambio previo en la política exterior estadounidense; más bien, se trata de actos espectaculares que buscan golpear las conciencias musulmanas haciéndoles ver que Occidente, y sobre todo los Estados Unidos, no son invencibles. El objetivo consiste en golpear en el núcleo de la corrupción moral que emana de la sociedad occidental. Como en el anarquismo, hay un efecto simbólico y movilizador de los atentados que no está presente con la misma intensidad en los atentados de guerra de desgaste del terrorismo nacionalista. 

El paralelismo entre Al-Qaeda y el anarquismo se puede llevar incluso a aspectos organizativos. En ambos casos nos encontramos con formas de funcionamiento muy descentralizadas: pequeñas células completamente aisladas unas de otras y con un elevado grado de autonomía operativa. La conexión de estas células con el centro de la organización es tenue, lo que hace más difícil para los servicios de seguridad llegar hasta dicho centro. La forma de vida del terrorista anarquista descrita por Joseph Conrad en El agente secreto no parece ser muy distinta de la que pueda tener lugar en cualquiera de las células de las que se compone Al-Qaeda. Finalmente, cabe señalar que hay también una coincidencia en la presencia del martirio en los terrorismos anarquista e islámico. En ambos casos se atribuye una importancia al sacrificio personal, a la entrega de la vida por la causa. Como escribió Em68 GLOBAL ma Goldman en 1911, “es entre los anarquistas donde debemos buscar a los mártires modernos que pagan su fe con su sangre, que reciben a la muerte con una sonrisa, pues son ellos quienes creen, igual que Cristo, que su martirio redimirá a la humanidad”. Los primeros terroristas suicidas fueron los nihilistas rusos. 

Su entrega absoluta a la causa de la destrucción evidenciaba su indignación y su resentimiento con el mundo corrupto que les había tocado vivir, igual que sucede hoy con el islamista que se vuela por los aires para acabar con la corrupción moral de los infieles. Lo que esto muestra, en cualquier caso, es que el elemento religioso y la creencia en una vida después de la muerte no son elementos necesarios para el terrorismo apocalíptico del que estamos hablando. Tan sólo es necesaria una actitud de desesperación y rechazo de la realidad social. El interés de recordar la experiencia anarquista radica precisamente en el cuestionamiento de todas las interpretaciones del terrorismo islámico en clave religiosa que tanto abundan en los últimos tiempos. El terrorismo islámico de Al-Qaeda, como el terrorismo anarquista de hace 100 años, no tiene una base de operaciones fija en algún territorio. Opera en una red internacional, que cubre múltiples países, del mismo modo que los anarquistas en su momento formaban células repartidas por toda Europa. Por eso resulta tan absurdo el intento de combatir este terrorismo lanzando guerras tradicionales contra países concretos. Tales guerras no hacen sino reforzar el resentimiento entre amplias capas de la población musulmana que no pueden disfrutar de las ventajas del progreso y de la prosperidad. Se sienten tratadas de forma injusta y canalizan su frustración en un rechazo visceral hacia la civilización occidental encarnada en los Estados Unidos. Al igual que en el terrorismo anarquista, la única esperanza para mitigar el terrorismo islamista pasa por reventar sus organizaciones desde dentro y, fundamentalmente, por conseguir aislar y enemistar a estas organizaciones con su potencial clientela, grandes masas de musulmanes que no ven otro horizonte en sus sociedades que el del atraso y la opresión. De ahí la importancia de desactivar ciertos motivos de agravio permanente para los musulmanes, como la situación desesperada de Oriente Medio. Sólo entonces comenzará a ser ridículo a los ojos de esas poblaciones el comportamiento de mártires suicidas dispuestos a morir por la destrucción del mundo.


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