Me he sentido dominicano por el afecto, por la gratitud que tengo por este país, por el Caribe, por el cariño que siento por tantos dominicanos. Ya tengo, pues, tres nacionalidades, la mía, la del país donde nací, el Perú; la española, que vino a enriquecer mi nacionalidad peruana, y ahora la dominicana, que viene a enriquecer la española y la peruana. He llegado a una edad, 74 años, en la que se puede filosofar un poco sobre el destino humano, sobre esa geografía que está detrás de la historia de todos los individuos en la que intervienen múltiples factores, pero acaso, principalmente, el azar. A mí, el azar, hace 36 años me trajo a la República Dominicana por primera vez para hacer un documental patrocinado por la radiodifusora francesa; un documental que quería ser turístico, cultural, político, lo que me llevó a recorrer todo el país y conocer muchos dominicanos, escuchar de ellos anécdotas de la historia. Algo debió pasar durante esa semana en la que estuve trabajando, porque en mi memoria quedaron revoloteando muchas imágenes y una necesidad que fue creciendo con los días, con los meses, de volver.
Efectivamente, el azar volvió otra vez a organizarme la vida para que retornara a la República Dominicana en 1975. Estuve casi ocho meses con motivo de la filmación de una película basada en una de mis novelas. Fueron ocho meses importantísimos en mi vida, puedo decir que la marcaron de una manera sustancial. Durante esa época hice amigos entrañables, que siguen siéndolo, que han repercutido extraordinariamente y que además se lanzaron en una de las aventuras más ricas que he tenido como escritor de ficciones. Escuché tantas anécdotas, tantas historias, tantos hechos inverosímiles, increíbles, sobre los 31 años de la era de Trujillo, que sentí, como me ha ocurrido unas cuantas veces en la vida, la urgencia, la necesidad perentoria, de fantasear una novela a partir de esa fascinante y por supuesto, atroz y terrible experiencia que padecieron los dominicanos. Fue un libro muy difícil de escribir y, al mismo tiempo, una aventura fascinante. Fui entrando en las entrañas de un fenómeno que han padecido prácticamente todos los países latinoamericanos, el de la dictadura, el autoritarismo, el de la fuerza bruta convertida en poder. Todos los pueblos han sufrido dictaduras, pero ninguna con tanta atrocidad, tanta crueldad y también con tanto espíritu de resistencia y heroísmo como el dominicano.
Esa es la historia que quise plasmar en La fiesta del Chivo, una de las novelas que ha sido una de las mayores satisfacciones que he tenido en la vida como escritor, por todas las dificultades que he tenido que vencer para escribirla, pero también por la extraordinaria generosidad de tantos dominicanos sin la cual jamás hubiera podido terminar esta historia. Sin la ayuda de gente como José Israel Cuello y Lourdes Camilo de Cuello, Soledad Álvarez y Bernardo Vega, y tantos otros que facilitaron el trabajo proporcionándole libros, documentos, recortes de periódicos, y sobre todo sus testimonios personales; unos testimonios maravillosos a través de los cuales se podía revivir día a día, minuto a minuto, lo que significaron estos 31 años para la República Dominicana, para América, para la historia de la universalidad política. Este no es un libro de antología histórica, es un libro sobre el presente, sobre el futuro, sobre lo que no debe volver a ocurrir en nuestras tierras. Desde entonces, mi vida ha estado enredada con la República Dominicana donde he vuelto una y otra vez por distintas razones. Cada vez he visto con alegría la satisfacción profunda, personal, cómo este país iba derrotando ese pasado de violencia, de injusticia y de horror, cómo iba fortaleciendo sus instituciones democráticas, cómo iba prosperando económicamente, cómo la República Dominicana de hoy en día está verdaderamente a años luz de la República Dominicana que yo conocí hace 36 años.
La adopción de la cultura democrática
Este país, y con alegría lo digo, es uno de los pocos ejemplos que tenemos todavía en América Latina de cómo adoptando la cultura democrática, reforzando las instituciones, aprovechando el ejemplo de los países que han sabido derrotar a la pobreza y progresar, se puede ir venciendo al subdesarrollo creando una clase media creciente que ve estabilidad y seguridad en las instituciones. Todo eso ha venido ocurriendo en este país, que ya no solo yo siento como mío, también mi familia. Esa familia tribal, casi bíblica, que es la mía, ya no solo viene a la República Dominicana, la invade. Pero es una invasión cariñosa, cordial, afectuosa de mis dependientes que sé que al igual que en mi caso seguirán sosteniendo cada vez más en casa, como es mi casa. Porque esa es otra de las grandes virtudes dominicanas que admiro, ese sentido proverbial de la hospitalidad, esa manera tan generosa de abrir los brazos a quien pisa su suelo, su playa, su diversa geografía, y hacerlo sentir no un forastero, sino uno más del lugar.
El primer contacto
Mi primer contacto con la República Dominicana fue a través de uno de los grandes hombres que ha producido la inteligencia y la cultura en América Latina, don Pedro Henríquez Ureña. Lo descubrí cuando era un estudiante universitario en Lima, porque uno de mis maestros era un devoto lector suyo y él nos enseñó a leer sus ensayos y aprender lo que significa la cultura, una manera de romper con todos los provincialismos, con todas las orejeras, con todos los prejuicios, y una manera de llegar a sentir lo que es ser verdaderamente un ciudadano del mundo. Eso es lo que fue ese dominicano universal de esa generación de grandes hombres renacentistas que nacieron en América Latina, al mismo tiempo que Francisco García Calderón y Alfonso Reyes, continuadores de un Sarmiento.
Esos latinoamericanos, pese a ser de América Latina en su tiempo una región empobrecida del mundo, fueron sin embargo grandes creadores, grandes pensadores, capaces de traer el mundo del pensamiento, del arte y la cultura a nuestra región y también de volcar lo mejor que tenía nuestra región para el resto del mundo. Pedro Henríquez Ureña fue mi primer contacto, mi mejor contacto, con la República Dominicana. Por todos esos años es uno de esos autores que de tanto en tanto vuelvo, porque en sus páginas creo que todo latinoamericano descubre lo mucho que nos une y también la pequeñez, para no hablar de la idiotez, de todo aquello que a veces nos separa y nos destruye. Creo que ahora que recibo el reconocimiento de la Orden Heráldica de Cristóbal Colón Grado de Gran Cruz Placa de Plata tan generoso es el momento de recordar a un hombre como Pedro Henríquez Ureña. Otra demostración que con el esfuerzo, que con la voluntad, se pueden superar todas las limitaciones y alcanzar el mejor nivel.
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