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PLD versus PRD: ¿Cuál ganó?

by Carlos Dore Cabral
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La victoria electoral del Partido de la Liberación Dominicana (PLD) y sus aliados ha sido motivo de más de una interpretación, que pretende no sólo invalidar ese hecho cierto, sino también, anclar en el imaginario colectivo el sentimiento de que el verdadero ganador fue el Partido Revolucionario Dominicano (PRD). Pero las pasadas elecciones pueden evaluarse distanciándose de una prefiguración del final que deseamos. Después de que la Junta Central Electoral publicara los resultados y el candidato del PRD, Miguel Vargas Maldonado, aceptara públicamente la victoria del PLD y su candidato, el doctor Leonel Fernández Reyna, se inició una avalancha (en la prensa radial, escrita y televisiva) de supuestos analistas independientes reflexionando sobre el proceso y sus resultados.

Pero como suele pasar cuando el punto de vista está comprometido fuertemente con un determinado deseo, la realidad se aborda ajustándola forzosamente al modelo, y, en el mejor de los casos, construyendo el hecho social enfatizando una/s de la/s parte/s y mostrándola/s como la totalidad. Solamente desde esas perspectivas, que adquieren en varios de los analistas el rango de dominancia, se puede entender la idea de que el gran ganador de las pasadas elecciones fue el Partido Revolucionario Dominicano. Pero una cosa es el enunciado y otra la comprobación; las trampas discursivas suelen dejar al descubierto inconsistencias metodológicas e históricas que terminan revirtiéndose en contra de sus propios demiurgos. Saturno se come a sus hijos, pero siempre queda un Júpiter que lo evade y destrona. En el caso que nos ocupa, Júpiter es el sentido común.

Debo decir también que conforme pasa el tiempo, el discurso se ha ido desplazando a la consideración de que el PRD, aunque no ganó las elecciones, fue el partido que más se fortaleció. Lógicamente, una afirmación varada sólo en el dato numérico, y sin considerar series históricas, puede lucir verdadera. Pero considerando que la volatil dad del voto en el país no deja lugar a dudas, el “crecimiento” electoral de ese partido no necesariamente indica su fortalecimiento ni mucho menos la expresión del tan cacareado retorno del voto duro a su morada original.

Aún así, me cuesta mucho tener que admitir como ganador y fortalecido a un partido que si bien obtuvo mayor número de votos respecto a las elecciones anteriores, perdió en la mayoría de las provincias y municipios; y perdió en las demarcaciones geográficas de mayor población electoral, incluyendo el Distrito Nacional, la provincia de Santo Domingo, y las principales ciudades. Todo el que tenga una idea elemental del proceso de crecimiento urbano, sabe lo que políticamente significa esa derrota perredeísta. Y no sólo se trata de centros urbanos, también perdió en la población entre los jóvenes y las mujeres.

Miniminización

Pero por otro lado, la pretensión de hacer creer lo bien que le fue al PRD impuso una línea argumental de minimización de lo alcanzado por el Partido de la Liberación Dominicana y su candidato. En la misma lógica, el hecho que ese partido haya individualmente obtenido un porcentaje menor respecto a la contienda anterior se vende como sinónimo de debilidad, inicio de una pendiente hacia la baja. Obviamente, ese interés de tapar el sol con un dedo hace caso omiso del contexto en que se desarrollaron ambas elecciones; así como lo que significa mantenerse en la cúspide de los partidos mayoritarios a pesar del natural desgaste del poder en una realidad impactada negativamente por factores de crisis que llegan desde el exterior.

De igual manera, el análisis tampoco se detiene a valorar la política de alianzas del partido gobernante, reduciéndola al fenómeno del transfuguismo y la relación clientelar con el poder. Si eso no es reduccionismo, que Dios nos agarre confesados, porque en el amplio espectro del denominado “Bloque Progresista”, resulta convincentemente mayoritaria la articulación de un pacto electoral basado en dos componentes principales: la adscripción a un proyecto de nación y la decisión de impedir el arribo del PRD al poder, por razones de todos conocidas, y que en la jerga propia de la propaganda electoral se sintetizó con el término que la mayoría de la población dominicana asocia al PRD en el Gobierno: retroceso.

También en ese caso nos venden una parte como el todo, penosa manera de caracterizar los hechos sociales, que, si bien desde una perspectiva epistemológica es cierto que también se “construyen”, en modo alguno significa que se inventen con fantasmagorías y ditirambos de una razón instrumental.

Los números

El boletín final (número 9) de la Junta Central Electoral declaraba al PLD y sus aliados los ganadores del certamen, desagregando los aportes individuales de cada partido a sus respectivas coaliciones, como demuestra el cuadro que sigue.

El PLD y sus aliados ganaron las elecciones presidenciales con 2,199,734 votos, equivalentes al 53.83% de los 4,113,644 sufragantes. Su más cercano contendiente, el PRD y aliados, obtuvo 1,654,066 votos, el 40.48%. Y el Partido Reformista Social Cristiano (PRSC), con 187,645, votos obtuvo el 4.59%. Estos tres partidos alcanzaron el 98.9% de los votos, pero más significativo aún es el 94.3% de la díada PLD/PRD y sus aliados respectivos. La totalidad de los otros partidos y coaliciones que participaron representa un 5.7% que, unido a la pérdida (¿coyuntural?) del PRSC de su condición de tercera fuerza mayoritaria, hace posible pensar en la posibilidad de un retorno del bipartidismo a la sociedad dominicana. De la comparación entre los votos alcanzados por el PLD y el PRD en las elecciones presidenciales de 2004 es de donde los analistas y opinadores sacan la conclusión de la ganancia y/o fortalecimiento del partido “blanco”, genérico que uso porque el otrora denominado partido del “Jacho Prendío” es un referente que se perdió en estas elecciones, en razón de que como estrategia electoral se prefirió ocultar en lo posible toda identificación con la agrupación responsable de la crisis económica, institucional y moral que padeció la sociedad dominicana en el cuatrienio 2000-2004.

Veamos los resultados electorales del 2004 en lo relativo a las tres fuerzas mayoritarias y específicamente el binomio PLD/PRD.

Considerando la diferencia entre los votos válidos en ambas elecciones (3,613,700 en 2004 y 4,086,850 en 2008), lo evidente es que el PLD y sus aliados consiguieron el apoyo de más ciudadanos en el recién pasado torneo electoral. Pero bajó en el porcentaje.

En el caso del PRD y aliados, se incrementaron los números absolutos y relativos: mayor número de ciudadanos los votaron al tiempo que subió su representación porcentual.

En el caso del PRSC los resultados bajaron en ambos aspectos.

Nos quedan entonces los dos partidos individualmente. El PLD obtuvo mayor número de votos en 2008 que en 2004 (1,836,468 versus 1,771,337), año en que la sociedad se volcó en su preferencia (57.11%) como rechazo a la mala gestión del PRD. Es decir, desde esa perspectiva no hay manera de asimilar el descenso como una debilidad cercana al inicio del deterioro en términos de preferencia electoral; situación que se ve más clara si analizamos series históricas de más largo plazo, lo que nos permite medir tendencias con mayor precisión. Si, por ejemplo, echamos una mirada a las elecciones del año 1996, veremos que el PLD y sus aliados obtuvieron tan sólo 395,653 votos, mientras que el PRD consiguió 1,188,391. Si ese fuera el punto de partida, es evidente cual de los dos partidos acusa un crecimiento sostenido.

Pero si considerásemos como punto de partida las elecciones del año 2000, entendiendo que la partidos políticos mayoritarios participaron solos, es decir, sin coaligarse entre ellos en la primera y única vuelta, veremos que el PRD obtuvo 1,432,548, mientras que el PLD logró 753,349. Con el aporte de los aliados (poco significativo en ambos casos) el resultado fue el que aparece en el cuadro 3.

Desagregado del aporte de sus aliados, el PRD obtuvo en esas elecciones el 44.8% de las votaciones, mientras el PLD, el 23.5%. En consecuencia, si estimásemos sólo el peso relativo de la representación partidaria en la elecciones (siguiendo la misma lógica de los analistas a que hemos hecho referencia), la realidad es que el PRD, entre 2000 y 2008, pasó de 44.8% a 38.5%. En cambio, el PLD ascendió de un 23.% a un 44.9%. El salto cuantitativo en el hoy partido gobernante no puede ser más espectacular y la tendencia decreciente del PRD está clara.

Cuando consideramos la media en el período 2000-2008, que incluye los altibajos de ambos partidos, igual sigue el PLD arriba con un 39.2 sobre 38.0 del PRD. Y como estadísticamente el promedio se ve afectado por los valores extremos, en este caso afecta al PLD por tener el extremo más bajo de la serie: el 23% del año 2000.

Entonces, ¿quién ganó?

No existe una relación directamente proporcional entre la ingenuidad de la pregunta y la respuesta, en razón del empecinamiento de algunos en revertir oníricamente el dato de la realidad. Porque aun sin considerar el escenario que para una eventual segunda vuelta se había proyectado en las encuestas que finalmente fue ron las mejores predicciones (dando como ganador al PLD y aliados con mayor margen), el descenso de la votación del PRSC con relación a lo estimado nos permite razonar sobre al desplazamiento a última hora de un porcentaje del voto reformista hacia el PRD.

La encuesta Clave-Noxa-Cies del 8 de mayo reveló que entre los votantes reformistas, sólo el 68% prefería a su candidato como presidente y tan sólo el 77% estaba seguro de que lo votaría. Además, el levantamiento en boca de urna realizado por otra firma confirmó la actitud del votante del PRSC: un porcentaje parecido al previsto (12%) votó por el PRD. Así las cosas, no es muy atrevido plantearse la posibilidad de que entre los que preferían al candidato Amable Aristy Castro (ante la imposibilidad del mismo de alcanzar un número que obligara a una segunda vuelta) votaran racionalmente a favor del PRD canalizando su antigobiernismo con la esperanza de impedir el triunfo del PLD en la primera vuelta.

Pero el cambio en la intención del voto en nuestro país suele ser mínimo faltando dos meses para las votaciones, y, mucho menos, el mismo día del sufragio. En consecuencia, nunca ha sido factor de variación de los resultados pronosticados. Estas elecciones sirven para confirmar esa tendencia. El partido político que se plantee como estrategia capturar votos ajenos (no hablo de los indecisos) tendría que contar con una intervención divina o un acontecimiento tan estelarísimo que produzca el primer sesgo de la serie histórica del comportamiento electoral del ciudadano dominicano. Y, precisamente, entender esa actitud constituyó un factor de triunfo (entre otros) de la candidatura del doctor Leonel Fernández.

Es que por más elemental que parezca, cualquier análisis de las elecciones recién culminadas debe partir de su primera característica: fueron nacionales. Y, por tanto, tienen una lógica distinta a las de medio término (congresuales y municipales), que obliga a la claridad política para entender la relación partido-territorio-actores. En ese sentido, los cambios estructurales que ha tenido la sociedad dominicana en los últimos decenios impactan en la relación partido/sociedad; es decir, en la representación y sus mecanismos.

Diluidos notablemente los referentes sociales que servían como base de la agregación partidaria (obreros, campesinos, cristianos, etc.) y trastocada la relación entre Estado y mercado, pierden centralidad y funcionalidad los anteriores mecanismos de agregación de intereses. De ese modo, lo programático pierde espacio frente al candidato; el metarelato frente a la impronta de lo cotidiano; el ejercicio doctrinal frente a la persuasión mediática, etcétera, porque básicamente nos encontramos en un escenario de lealtades frágiles de individuos ensimismados. Al mismo tiempo, se enfatizan las relaciones mercantiles en una sociedad dominicana cada vez más heterogénea.

Los militantes y afiliados siempre fueron menos, pero hoy más que nunca, a pesar de la explosión de pequeños partidos y movimientos que no mantienen en su mayoría una matrícula por lo menos estable, porque la relación entre sus miembros se basa en identidades más efímeras y puntuales, menos orgánicas. Pero en ese mismo sentido se encuentran las identidades sociales, disminuidas en tanto proyectos colectivos de larga data en el país (centrales y federaciones obreras, campesinas, de mujeres, culturales, organizaciones barriales, deportivas, juveniles, etc.) en sus referentes distintivos principales como la pertenencia clasista, sectorial, territorial, etc., cada vez más elásticos y, por tanto, variables.

En un escenario como el descrito, la lógica electoral de los partidos de cara a unas elecciones nacionales tiene por fuerza que cubrir esos vacíos donde se aloja el desencanto o la apatía por la política, al tiempo que fortalece los lazos de la representación aún vigentes y funcionales. Implica, tal y como lo hizo el PLD, una política de alianza amplia (no olvidar que mientras más heterogénea es la sociedad, más dispersos y brumosos los intereses sociales a agregar) en el denominado Bloque Progresista, y un adecuado uso mediático de la propuesta.

En el primer componente, el Bloque Progresista, se reitera y amplía una coalición electoral que, a diferencia de las anteriores en nuestra historia electoral reciente, tiende a desbordar la coyuntura y constituirse en un espacio concertado de fuerzas sociales y políticas, alrededor de un liderazgo integrador y un proyecto de nación más inclusivo. Un arcoiris cuya referencia principal sigue siendo el partido morado, garantía de que no predominen las fuerzas conservadoras que signan no sólo el contexto local sino el internacional, aún con los nuevos movimientos liberales que en América Latina empiezan a revertir esa oleada conservadora instalada desde la unipolaridad y la escalada neoliberal en el mundo.

Algo distinto ocurrió con el PRD. Su permanente conflicto interno entre tendencias agota las posibilidades de concertación con otras fuerzas. La inexistencia de un liderazgo (individual o colectivo), con una legitimidad que le permita guiar intelectual y moralmente a ese partido, le impide ser considerado un aliado confiable. Si comparamos los dos cuadros anteriores, notaremos que en 2008 el ya reducido número de aliados electorales se redujo aún más. En otras palabras, estamos ante la presencia de un partido cuya lógica de participación electoral se ha quedado estancada en el tiempo; aquel donde no existía una segunda vuelta y se ganaba con mayoría simple; donde el peso específico de un líder era el principal factor de consecución de esa meta; todavía no había perdido el monopolio de la preferencia entre los sectores populares; era menos borrosa la frontera entre lo conservador y lo progresista; los jóvenes y las mujeres no habían expresado con tanta claridad su posición demográfica en la participación electoral, y sin que los poderes fácticos tuviesen el recelo de hoy en día hacia un partido que el en poder tiene una nada envidiable propensión al fracaso.

Sin duda alguna, el PRD que participó en las elecciones de 2008 tenía todas las de perder, a pesar de que algunos pretenden vendérnoslo como el gran ganador de la contienda.

Por otro lado, el segundo componente, lo mediático, se puede en tender (como me temo se entiende en los partidos que no están en el poder) como otra posibilidad que brinda la “industria electoral” para compensar antiguos mecanismos de acumulación; o se entiende en la dimensión que ha adquirido en la esfera de la política y la contienda electoral. La era de la “vídeopolítica”, como la llama Giovanni Sartori, no sucede “allá”; está presente en un país como la República Dominicana, con un espectro de frecuencias de radio y televisión prácticamente copado en su totalidad y con un sector de las telecomunicaciones que se ha mantenido sostenidamente como el de mayor crecimiento dentro del PIB.

Los medios cubren ese vaciamiento de una parte de los ciudadanos que, como lo demuestran los estudios de cultura política en el país, aun cuando pierden interés por la política, siguen creyendo en la democracia y el papel de los partidos políticos como intermediarios entre Estado y sociedad. Ese ciudadano apático pero que forma parte de ese “voto flotante” tan determinante en los resultados finales puede evitarse un mitin, una conversación cara a cara, la visita de militantes en sus esfuerzos concentrados, e, incluso, puede evitar el contacto directo con el vecino, aunque éste sea uno de los candidatos. Pero ese ciudadano difícilmente escape de los medios, que penetran su casa sin ser invitados y tocan su área socioemocional en la intimidad hasta de su propia habitación.

El que la clase política del país haya tomado conciencia del papel de los medios en las elecciones no nos debe llevar a engaño; primero porque persiste la idea de “un mecanismo más para…” y, segundo, porque en la relación partido/ marketing político perdura una cierta confusión entre propaganda y publicidad y, dependiendo de las competencias entre los negociadores, predomina una sobre la otra con el natural desenlace de eficacia media o pobre.

De ese modo, el uso de un mayor volumen publicitario no asegura necesariamente una mejor venta del producto-candidato. Las ventajas que en ese sentido se le supone a todo partido en el gobierno pueden perfectamente remontarse con la eficiencia y la creatividad en las campañas. De no ser así, entonces tendríamos un partido repitiendo cada cuatrienio y hoy sería el ex presidente Hipólito Mejía quien se estuviera preparando para asumir la dirección del Gobierno.

Una mirada superficial del uso de los medios de comunicación masivos por parte del PRD indica que:

1.Empezó su campaña un año antes de lo previsto por la ley electoral vigente. En sus elecciones primarias cada grupo interno derrochó recursos económicos en materia de propaganda. Pero la manera en que lo hizo evidencia incomprensión relativa al predominio que en ese momento adquirían los mecanismos institucionales de la organización para conseguir adhesiones. Si miramos retrospectivamente la campaña en esa fase notaremos el énfasis dado a los mensajes dirigidos a la población en general, no a la estructura partidaria y su militancia.

Una vez seleccionado el candidato, se olvidaron de la fuerza de los símbolos del partido, pretendiendo borrar toda asociación con el gobierno perredista anterior. Me pareció una inutilidad. Fue olvidarse de los lazos emotivos, de identificación político-ideológica del perredeísta por tradición, segmento que había de asegurar en primera instancia y que se convertiría en factor multiplicador de simpatía.

2. Ante la ausencia de un candidato que proyectara los atributos que en general deben constituir una imagen más estandarizada para un ciudadano que primero actúa como “público” y que potencialmente podrá convertirse en “elector”, centraron su estrategia, despersonalizando la campaña. Fue en el inevitable último tramo cuando el candidato Miguel Vargas Maldonado sacó la cabeza y se atrevió a enfrentarse a la sociedad, exponiéndose en un tiempo mayor a los partes de prensa.

3. Obviando los estudios de cultura política y, sobre todo, las indicaciones de las encuestas electorales, los perredeístas centraron su campaña en denunciar supuestos actos de corrupción, primando el caso Sund Land. Pero todavía con mayor desatino no valoraron la percepción que sobre ese tema predominaba en la población sobre el PRD y su candidato. Percibidos como culpables de acciones depredadoras de bienes públicos, incapaces de predicar con el ejemplo, su estrategia no consiguió los efectos deseados, como lo prueba el estancamiento del candidato en la intención del voto hasta el último día de las elecciones.

4. Y, por último, ¡se olvidaron de los jóvenes y las mujeres!

Una actuación así solamente podría terminar victoriosa con una gestión tan pobre del gobierno del candidato presidente Leonel Fernández, que por lo menos se pareciera al anterior del PRD. Cosa que evidentemente no ocurrió porque justamente el mayor activo político ante la ciudadanía del doctor Fernández es el haber sacado al país de la profunda crisis en que lo dejó el gobierno del PRD.

A pesar de que las limitaciones de espacio que impone la dirección de esta revista nos impiden seguir analizando otros componentes del fracaso del PRD, o, mejor expresado, del triunfo del PLD, creo que estas pinceladas desmontan la falacia del PRD como el verdadero ganador.

Pero, ¿salió fortalecido el PRD?

Comparemos con el proceso del PLD. En la primera parte de este artículo quedó clara la tendencia de crecimiento sostenido de ese partido. Aún cuando perdió las elecciones del año 2000, como partido aumentó el doble en votos. Terminada la contienda, dejó atrás su antigua forma organizativa y pasó de ser un partido de cuadros a uno de masas y electoral. Después de esa transformación, ganó dos elecciones consecutivas, incluyendo la del año en curso, a pesar de la satanización de la reelección que prima entre los operadores y opinadores políticos. La debilidad institucional, unida al uso de los fondos públicos en los eventos donde un presidente se plantea reelegirse, son los principales ejes donde se asientan los argumentos anti-reeleccionistas.

A las reelecciones del doctor Joaquín Balaguer, todavía en el contexto de la Guerra Fría, además de los tradicionales argumentos, se adicionaban, con razón, la participación de militares a favor de su causa, la persecución política y el fraude electoral.

El otro ejemplo reciente es el del PRD, con su candidato presidente, ingeniero Hipólito Mejía. En esa ocasión, ese partido “progresista”, usando su poder mayoritario (casi absoluto) en el Congreso, y pasándole por arriba no sólo a su propio predicamento en tiempos de Peña Gómez, sino a un sentimiento ciudadano en contra de que la ineficiencia en la gestión de gobierno intentara reelegirse, modificó unilateralmente la Constitución y se lanzó tras el sueño de repetir.

Por supuesto, la compra de voluntades se inició antes de que el proceso electoral mismo, característica distintiva, –digámoslo así–, de la reelección perredeísta.

Apropiándose de un “mecanismo balaguerista”, la participación de los militares formó parte del paisaje. Todavía permanece en la memoria colectiva un pintoresco coronel que en su hoja de vida ya no tiene más espacio para más expedientes non sanctus. Con esos precedentes, una eventual reelección de Hipólito Mejía habría sido ilegítima.

En el caso del PLD y del presidente-candidato, Leonel Fernández, el panorama es diametralmente distinto. En su primer gobierno (1996-2000) respetó la disposición constitucional que impedía la reelección, cediéndole el paso a un compañero, el licenciado Danilo Medina, y se retiró a trabajar en el partido. Luego ganó las elecciones de 2004, sacó al país de la crisis económica en un tiempo que ni siquiera los técnicos de los organismos crediticios internacionales pudieron prever; se abrió un espacio en el liderazgo internacional, especialmente en la región; se comprometió con procesos modernizadores, y, sobre todo, mantuvo en la población (incluyendo una franja importante de perredeistas, como lo demuestran varias encuestas electorales) la percepción de ser un político que conoce y sabe enfrentar los problemas.

La campaña electoral se produce en sentido general dentro de los marcos que permite tanto la Ley Electoral vigente como la Constitución de la República. Finalmente, gana las elecciones, perdiendo un porcentaje mínimo, al igual que todos los presidentes reelectos en el continente (salvo el caso colombiano, por razones conocidas) en los últimos años.

Es decir, la reelección del presidente Fernández se da en un contexto latinoamericano donde este hecho es una tendencia creciente. La mayoría de los países de la región han asumido constitucionalmente el derecho de los presidentes a intentar continuar al frente de sus respectivos gobiernos. Daniel Zovatto afirma que la legislación latinoamericana en vigor se inclina notoriamente a la reelección (14 de 18 países la permiten, cfr. Zovatto, Daniel, “Fiebre reeleccionista en América Latina”, Transparencia Internacional, 21/10/2005). La reelección consecutiva está permitida en Argentina, Brasil, República Dominicana, Venezuela y Colombia.

Por otro lado, la reelección alterna es posible en Bolivia, Costa Rica, Chile, Ecuador, El Salvador, Nicaragua, Panamá, Perú y Uruguay. Los países latinoamericanos donde está prohibida –en cualquiera de sus modalidades– son: Guatemala, Honduras, México y Paraguay.

Como parte de ese espacio geográfico y político, la República Dominicana no escapa de la influencia de las ideas y prácticas políticas predominantes.

En lo local, se diferencia del abuso de poder cometido por el PRD para imponer una reforma constitucional a su medida y se transforma esta vez en la expresión mayoritaria de la población de premiar por su gestión a un gobernante. Por lo tan to, la reelección de Fernández no sólo es legal, sino que tiene toda la legitimidad que le confiere el haberla ganado sin la sombra del fraude que persiguió al doctor Balaguer (como lo testimonian la OEA y otros observadores internacionales) ni le acompaña el atropello al sentimiento ciudadano en contra de que Hipólito Mejía intentara reelegirse.

Desde esa perspectiva, en el país ha quedado demostrado que no es el uso de los recursos públicos lo que permite que un presidente se reelija. Es la evaluación del ciudadano común (ese que está en la esfera del voto flotante) la que premia o castiga. Por supuesto, con una plataforma partidaria eficiente y un candidato con las cualidades personales que le permitan articular una determinada imagen mediática con un proyecto de nación, una esperanza creíble.

El nuevo gobierno del PLD reitera su primacía entre los partidos mayoritarios. Ha crecido sostenidamente al tiempo que fortalece los vínculos con la mayoría de las organizaciones políticas del país, que, lejos de debilitarlo, lo reitera como la cabeza principal de un frente en el que está presente la diversidad de intereses sociales En el caso del PRD, el fortalecimiento tan proclamado está por verse. La volatilidad del voto, las pugnas internas que ya extemporáneamente empiezan a salir y la ausencia de un liderazgo integrador de la diversidad son obstáculos a los que se enfrenta ese partido; por lo tanto, pecan de excesivo optimismo algunas hipérboles que se hacen llamar analistas políticos.


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