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Renato Rinino, el ladrón caballero

by carlosmmercedes
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Conocí la historia de Renato Rinino en primer término mediante un fugaz encuentro casual y posteriormente a través de la crónica policial de los periódicos. Hacía alrededor de un año que vivía en Savona, una provincia poco destacada del norte de Italia, cerca de Génova. Era una noche de septiembre del año 2003, ya comenzaba a soplar desde el mar una brisa fresca que prefiguraba la cercanía del otoño. Me encontraba junto a unos amigos en el exterior de uno de los bares del puerto charlando y bebiendo cerveza. En un momento me acerqué a la barra para encargar otra vuelta; cuando me disponía a pagar, uno de los billetes se deslizó de mis entorpecidas manos yendo a parar al suelo. Al agacharme para recogerlo sentí el tremendo pisotón de un enorme zapato sobre mis dedos. Apenas conseguí liberar mi mano recuperé el dinero –primero lo primero– y al alzar la vista con expresión hostil en busca del dueño del voluminoso pie me encontré con la espigada figura de un hombre de unos cuarenta años, de rostro caballuno, mentón prominente y ojos encendidos.

Formuló sus excusas de manera escueta, casi sin molestarse en dirigirme la mirada, y con el mismo paso rápido que llevaba antes de cruzarse con mi mano siguió hacia el fondo del local donde se alzaba un modesto escenario, se sentó sobre un cajón y junto con otros músicos improvisados se puso a tocar. Con el ánimo alterado debido a la ingesta alcohólica, me quedé observando tratando de dilucidar si lo había hecho adrede o no, pero el incidente parecía haberle importado tan poco que no tardé en imitarlo. Al volver con mis amigos vi que uno de ellos no le quitaba los ojos de encima y alcancé a oír que le decía a otro: «¿Sabes quién es aquel? Es Rinino». Le pregunté quién era el tal Reino y se limitó a contestarme que se trataba de un ladrón famoso de allí de Savona. No le atribuye demasiada importancia al asunto puesto que todos los pueblos tienen en mayor o menor medida su ladrón famoso así como su loco famoso, su borracho famoso, su mujer de vida alegre famosa y así sucesivamente, por lo cual proseguimos la noche bebiendo y conversando no sin antes, por las dudas, revisar mi cartera en el bolsillo trasero.

Todo estaba en su lugar. A los pocos días volví a toparme con aquel rostro llamativo, pero esta vez en la portada de los periódicos regionales. El titular rezaba: «Un killer asesina al ladrón que burló al príncipe Carlos». La foto que ilustraba la noticia lo mostraba recostado en una cama de vistoso respaldo, vestido con una bata de seda roja, una corona dorada en la cabeza, exhibiendo en sus manos cadenas con piedras preciosas y una maravillosa sonrisa desfachatada. Debajo decía: «Renato Rinino, il ladro gentiluomo». En seguida me arrojé de cabeza sobre el artículo y a través de esos párrafos y de los testimonios que fueron llegando a mis oídos más tarde fui reconstruyendo la cautivante historia de este personaje singular.

La historia

Cuenta la leyenda que la madre de Diego Maradona, momentos antes de dar a luz a uno de los más brillantes astros de la historia del fútbol, pisó una estrella que había pintado sobre una baldosa de la entrada del Hospital Evita, de Lanús. Vaya uno a saber qué fue lo que pisó la madre del pequeño Renato aquel 24 de noviembre de 1962 para que su hijo llegara al mundo trayendo debajo del brazo una prodigiosa habilidad para hacer desaparecer las cosas sin que nadie lo notase. Desde temprana edad hacía gala de su talento robándose juguetes y meriendas a sus compañeros del preescolar. Dicen que sus cabellos rubios y su sonrisa irresistible le bastaban para hacerse perdonar siempre. Con el pasar del tiempo, la preocupación de los padres fue creciendo ante la persistencia de dicho hábito y decidieron mandarlo a una colonia de monjas pensando que los consejos espirituales podían resultar de ayuda. Pero la idea no funcionó. Una noche Renato sustrajo el dinero de todos los niños y con dicha recaudación oculta en su mochilita huyó de la colonia y pagó el pasaje de regreso a su casa.

Con tan solo once tiernas primaveras ya había logrado forjarse un nombre en los ambientes marginales de la ciudad, tanto así que no tardó en llamar la atención de los servicios sociales, los cuales ante sus repetidos actos delictivos resolvieron despachar a Génova enrollandolo en el buque escuela Garaventa, célebre no solo por ser la más famosa escuela naval del país, sino también por oficiar de correccional de menores con el objetivo de alejar a la juventud de la mala vida y encaminarla a las actividades portuarias. La idea, como cabe esperar en estos casos, se reveló no solamente errada sino también profundamente contraproducente, ya que la embarcación se hallaba inevitablemente poblada por los más prometedores criminales de la nación, y sus días allí no fueron otra cosa más que un curso acelerado de delincuencia, un verdadero doctorado mediante el cual perfeccionará su innato talento. Una vez fuera del Garaventa, se dedicó a poner en práctica todos los conocimientos allí obtenidos desvalijando casas en ausencia de sus moradores. Esto le valió sus primeras visitas a la cárcel. Cuentan sus allegados que luego de aquellas experiencias intentó comenzar una vida normal, pero en el puerto de Savona, donde su padre había trabajado la vida entera, fue rechazado y los empleos con los que consiguió hacerse no le sedujeron lo suficiente como para torcer definitivamente su estilo de vida. Por eso continuó con su oficio natural, aunque cada vez con una mayor propensión a filtrar moralmente sus actos y la elección de sus víctimas.

Vale decir que trataba de robarles a aquellos que más tenían y de hacerlo de manera limpia tal como si se tratara de un juego o una demostración de destrezas. Su fama de no robarles a los pobres alcanza la cumbre cuando tras haberse enterado a través del periódico que había robado en la casa de una anciana pensionada, que se hallaba en penurias económicas, decidió restituir el dinero sustraído con un adicional de seis millones de liras –el equivalente a algo más de tres mil euros–, dejándolo en el buzón de la correspondencia. Fue por aquellos tiempos cuando las crónicas policiales comenzaron a denominarlo «el ladrón caballero», aunque popularmente se le conociera como «René» o con el más regional «Tinín». Claro que no todo era color de rosa. Durante los ochenta Rinino empieza a consumir heroína, flagelo que en gran parte de Europa y en particular en Savona diezmó una generación entera. A esta adicción se le sumaban sus constantes ingresos a las penitenciarías de Sant’Agostino, Génova, Marassi e Imperia. A los 32 años, la mitad de su vida había transcurrido entre correccionales y cárceles. Durante una de sus estadías en la cárcel muere su padre. Asiste a su funeral esposado y rodeado de carabineros. Antes de aproximarse al féretro pide ser despojado de los grilletes, pero se le niega la voluntad. Frente a la tumba jura que nunca más volverá a drogarse y que seguirá robando durante toda su vida. Y no quebró su promesa.

El golpe maestro

Fue en el año 1994 cuando, de manera prácticamente inopinada y auxiliado por un providencial golpe de suerte, concretó el robo que lo hizo famoso a nivel internacional y por el cual será recordado siempre. Había viajado a Londres con la intención de recomenzar su vida. Un día paseaba por la ciudad de Westminster y al llegar al palacio de St. James, que en su ignorancia confunde con un museo o una galería de arte, notó la presencia de un andamio que se erigía a lo alto de toda la fachada, cuya entrada se había dejado sin custodia. Sin pensárselo dos veces, Rinino, que solía repetir socarronamente que es la ocasión la que hace al ladrón, subió el andamio, forzó sin mayores dificultades una ventana y sin siquiera sospechar que se trataba del aposento del mismísimo príncipe Carlos, se introdujo en él, robó un puñado de objetos entre los que se encontraban cinco pares de gemelos Fabergé pertenecientes al zar Nicolás II de Rusia, un reloj pulsera, cinco broches de oro y dos cajas de plata –una de las cuales contenía tapones para los oídos–, y salió sin que nadie percibiera su presencia. Acto seguido acudió a una joyería y vendió parte del botín, cuyo valor jamás fue revelado con exactitud pero que se calculó en una cifra que oscila entre 25,000 y 75,000 euros, unas 450 libras esterlinas, o 750 euros. Una vez descubierto el robo estalló el escándalo en todo el Reino Unido.

Los periodistas hablaban de un golpe maestro, de un trabajo interno y de un operativo de inteligencia imposible de llevar a cabo sin contar con la debida información secreta. Se da el caso de que en el momento del hurto aterriza un ala delta en la azotea del palacio, por lo que se había desactivado todo el dispositivo de alarmas. Nadie podía siquiera concebir la sospecha de que todo había sido obra de un ladronzuelo de una provincia periférica italiana. Inclusive se llegó a formular la hipótesis de una operación de espionaje en la que se había secuestrado «comprometedora» correspondencia –supuestamente oculta en las cajas de plata– entre el Príncipe y Camilla Parker Bowles, por aquel entonces solo amiga del heredero al trono, con fines extorsivos. Claro que todas esas temerarias teorías se fueron al suelo cuando unos días más tarde, luego de que Scotland Yard difundiera los detalles de los objetos faltantes, el joyero que había adquirido parte del saqueo se presentó ante las autoridades a prestar declaración. Desde entonces la investigación se centró en un hombre corpulento, extranjero, con poco conocimiento del idioma inglés, probablemente italiano. Fue así como Rinino se convirtió en el hombre más buscado por la policía y los servicios de inteligencia británicos, los cuales llegaron a ofrecer 10,000 libras a quienes contribuyeron a su captura. No obstante, la pesquisa no llevó a ningún lado. Sería recién en 1997 cuando se descubrirá la verdadera identidad del autor del golpe.

Rinino, quien había regresado a Italia sin ningún inconveniente, espera que transcurran los tres años necesarios para la prescripción legal de los delitos cometidos en el extranjero, acude a los medios locales y se incrimina por el robo de las joyas reales, no sin antes declarar su entera disponibilidad para devolverlas con la única condición de estrechar la mano al príncipe Carlos. En principio, la realeza reacciona con cierta prudencia teñida de escepticismo, calculando que no se trata más que de un mitómano en busca de sus quince minutos de fama. Sin embargo, Rinino va en serio y a través de un intermediario legal ofrece garantías acerca de la posesión del botín y reclama la posibilidad de explotar comercialmente el suceso filmando la ceremonia de la devolución. La televisión tampoco quiso perder su tajada y difundió entrevistas con Rinino vistiendo una camiseta estampada con un dibujo de él mismo donde aparecía en medio de la familia real, concediendo así su momento de mayor notoriedad y convirtiéndolo en el ladrón más famoso del país. Inclusive se llegó a enviarlo nuevamente a Inglaterra, donde las cámaras lo captaron en primera fila observando una aparición pública de la reina Elizabeth II o posando con gestos pícaros ante la vidriera de una joyería. Luego de numerosas discusiones, especulaciones y controversias morales, la entrega de los objetos robados se efectuó en el año 2000 junto con una carta de disculpas que fue aceptada de buen grado por el príncipe Carlos, aunque el apretón de manos jamás tuvo lugar.

La celebridad

La fama de Ricino no alcanzó a extinguirse con el desenlace del affaire de las joyas reales.

Ante el auge de los reality shows y la «televisión verdad», a los medios les cuesta renunciar a un personaje de carne y hueso que más bien parece surgido de la pluma de Maurice Leblanc o de Ponson du Terrail, por lo que las entrevistas e informes sobre el estado actual de sus actividades persisten por algún tiempo. Resulta tan simpático y carismático que hasta le hacen propuestas de escribir sus memorias para llevarlas al cine o a la televisión. Uno de los pocos documentos audiovisuales de aquellos días que pueden encontrarse en internet lo muestra muy entusiasmado al respecto, esperando que alguna de esas propuestas llegue a buen puerto. «En última instancia, si no sucede nada, el trabajo no me va a faltar. Todavía tengo las dos manos», agrega con sorna al final de la nota. También de esta época data la noticia publicada en los periódicos sobre la vuelta a sus manos de un auténtico tesoro secuestrado de su habitación por la policía durante las requisas en busca de las piezas reales, y archivado durante cuatro años en el Palacio de Justicia de Savona, que constaba de relojes, broches, estatuillas, aretes, estilográficas, brazaletes y otros objetos a cuyos dueños legítimos jamás lograron contactar las autoridades. Al no ser reclamados por nadie se le restituyeron a Rinino, quien se obstinaba en afirmar que esos objetos le habían sido obsequiados por algunos amigos hacía varios años y  no guardaban relación con sus hurtos. En otro suelto posterior se informaba sobre el secuestro de su Harley Davidson –en cuyo tanque había  hecho pintar la imagen de Arsene Lupin– luego de haber embestido a una mujer. Enseguida se descubrió que durante años había manejado esa motocicleta sin haber obtenido jamás la licencia correspondiente, lo que le representó una contravención de 2,000 euros. Refieren también las crónicas de la época que cada vez que se presentaba a declarar por uno u otro delito terminaba por hacer desternillar de risa a policías, carabineros y magistrados.

El final

Su buena estrella se apagó la mañana del 12 de octubre de 2003 cuando un hombre bajó de un BMW y tocó el timbre de la casa que habitaba junto con su hermano y su madre en el Piazzale Moroni, conocido como el Bronx savonés. El hermano abre la puerta e inmediatamente es herido a pistoletazos en el pecho y el codo. En seguida el agresor se dirige a la habitación donde dormía Renato y luego de un breve intercambio de palabras le dispara en la cabeza y se da a la fuga. El ladrón gentiluomo moriría alrededor del mediodía en el Hospital Santa Corona de Pietra Ligure. Unas dos mil personas de todas las edades asistieron a la parroquia de la Santissima Trinità para darle el último adiós al Lupin de la Riviera Ligure. Su féretro fue despedido entre aplausos. Tenía casi cuarenta y un años. Las primeras especulaciones de la prensa sobre los motivos de su homicidio aludieron a un reciente vínculo con un traficante de droga de la zona que se hallaba prófugo y al proyecto de administrar un bar ubicado en el puerto, donde pocas noches antes se lo había visto discutir acaloradamente con una prostituta africana. Se habló de un acto frío y premeditado puesto que a esa hora no podía hallarse en otro lugar. Días más tarde la teoría de un ajuste de cuentas a cargo del narcotráfico, la mafia o la trata de blancas se desvaneció al saberse que el asesino era Antonio Scalise, un amigo de la infancia, pizzero de profesión y frecuente víctima del muchas veces cruel sentido del humor de Ricino, quien se había encargado de esparcir por toda la ciudad el rumor de que se acostaba con su mujer. Así que aquella mañana bajo los efectos de un cóctel de cocaína, hachís y alcohol, y preso de un brutal ataque de celos, optó por poner fin a la canallesca broma. Fue detenido en Portugal, desde donde pensaba embarcarse con destino a Brasil. En 2005 se le condenó a dieciséis años de prisión. Desde la cárcel de Marassi –que su víctima también conoció– manifestó su arrepentimiento y el deseo de resarcir de alguna manera a sus familiares.

El legado

La película o serie televisiva que debía basarse en las memorias que Rinino no consiguió concluir aún no se ha realizado. Sin embargo, en el año 2015, un joven romano estudiante del Centro Sperimentale di Cinematografía se encargó de saldar parte de esa deuda, realizando un proyecto que tituló Lupen  Romanzo di un ladro reale. Él mismo narró de esta manera el origen del proyecto: «Estaba buscando una historia a la cual dedicarme para el documental de examen que debía presentar al final del tercer año. Estaba desesperado porque pocos días antes de la fecha límite para presentar el proyecto no había logrado encontrar nada que me satisficiera. En una búsqueda azarosa en internet entre palabras que siempre me habían despertado curiosidad, di con la página Wikipedia de Ricino y al leerla quedé impresionado con su vida, hasta el punto de creer que se trataba de un montaje. Todo eso no podía ser verdad puesto que jamás había oído hablar de una historia tan clamorosa». Este documental de una hora de duración, basado en los testimonios de sus familiares y amigos más cercanos y de acotada distribución y comercialización, se exhibió por primera vez en el cine Diana de Savona. Acudieron más de doscientos espectadores. En una de las escenas, Paolo, hermano de Renato, muestra algunos de sus objetos personales entre los que se destacan sus herramientas de trabajo: un pasamontañas con linterna incorporada sobre la frente, un cinturón de cuero con bolsillo invisible para esconder el botín, una barreta y dos destornilladores.

«Mi hermano decía siempre que esos destornilladores bastaban para abrir cualquier puerta o ventana», se oye comentar a Paolo. Entrevistado en el estreno de la película, declaró: «La presencia de todas estas personas demuestra que muchos todavía están ligados al recuerdo de Renato, doce años después de su muerte». Razón no le falta. Todavía pululan por las calles de Savona infinidad de anécdotas y recuerdos –algunos verdaderos, otros inventados, muchos magnificados por el carácter mítico que adquirió el personaje– de aquellos que tuvieron la oportunidad de conocerlo. No hace mucho tiempo, otra noche de cervezas y conversaciones en el mismo bar del puerto donde vi por primera y única vez a Rinino, escuché esta historia en boca de alguien que se jactaba de haberlo frecuentado durante sus años mozos: «Yo lo conocí cuando era un jovencito durante las primeras salidas a las discotecas. Él era algunos años mayor y para todos nosotros, los jóvenes de provincia, era una leyenda. Aunque claro, no se trataba precisamente de un ejemplo a seguir. Una vez se nos unió un muchacho bastante fanfarrón que no lo conocía y que se paseaba pavoneándose con un Rolex en la muñeca, muy probablemente propiedad de su padre. Lupen –a él le encantaba hacerse llamar así por el personaje de los dibujos animados japoneses– se le acercó con gesto de admiración y le pidió que se lo mostrara, cosa a la cual accedió con toda candidez, y a los pocos minutos, aprovechando un momento de distracción, se lo quitó sin que se diera cuenta. Apenas notó la ausencia del Rolex se puso pálido como un papel, quizás adivinando la ira irrefrenable del padre, y se largó a llorar delante de todos nosotros.

Un llanto por cierto no muy decoroso a los ojos de las jovencitas que nos circundaban. Entonces Renato, con su increíble cara de bronce, le pone el reloj frente a los ojos y le dice: “¿No será esto lo que estás buscando? Estaba allí, tirado en el suelo. Casi lo aplasto”. Y al muchacho le volvieron los colores a la cara. A su manera era un ladrón noble, siempre dispuesto a ayudar al que lo necesitaba hasta desprendiéndose de los últimos billetes que se ganaba con tanto esfuerzo. Siempre decía: “Soy un ladrón honesto y arriesgo mucho, no como cierta gente respetable que roba sentada en una poltrona”. Nosotros nos reíamos. Qué idiotas. Personajes así ya no quedan. Ojalá hubiera cien mil Reinos en lugar de lo que anda dando vueltas hoy por las calles de Savona.» Ya casi amanecía en la dársena y entre las brumas del alcohol me pareció verlo en el escenario del fondo tocando el cajón, con una sonrisa beatífica cruzándose el rostro.


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