La autora analiza la alta consideración que otorga Pedro Henríquez Ureña a la mujer en la cultura, en la educación y en la escritura, poniendo de manifiesto que la mujer —norteamericana y europea— logró un gran espacio en su obra, al tiempo que integró a la mujer de su patria y de toda Latinoamérica en la cultura universal. Hay vidas que se construyen de espaldas al pasado. Otras prescinden de él, lo transforman, lo trascienden. Sólo por excepción el pasado se adelanta y desdobla en futuro.
Así ocurre con Pedro Henríquez Ureña. Su biografía sólo se entiende mediante la biografía de la República Dominicana —o, al menos— de su sector. Esto que señala Enrique Krauze adquiere un gran sentido no sólo para el tema del relieve dado a la mujer en su obra, sino para todo su pensamiento.
Es en el hogar dominicano en el que nace Pedro Henríquez Ureña donde adquiere no sólo una sólida educación sino el sentido de la cultura y el deber del intelectual que irá desarrollando y diseminando a lo largo de su vida, por cada «centro de saber» al que le llevó su continuo peregrinaje. Estos lugares, que serán, en su mayor parte, «hegemónicos» en el campo cultural, le permitirán fundar, crear debates o corregir visiones erróneas o nulas de la literatura hispanoamericana. En su ámbito familiar adquirirá las bases de educación y de cultura que le acompañarán siempre. En él adquiere un peso especial su madre, como mujer, como educadora y como poetisa (una vez que los años le permiten darse cuenta de su importancia).2 Esos primeros momentos vitales estuvieron unidos a un modo de integración de la mujer en la historia de la literatura; de hecho, las figuras femeninas con las que tiene contacto, que conformarán la primera promoción del Instituto de Señoritas fundado por su madre, ocupan un amplio espacio en sus primeros escritos.
Son muchas las páginas de sus Memorias, del Epistolario, en las que se refiere a esas primeras figuras femeninas, y a su importancia en el devenir de la cultura dominicana. Leonor Feltz será uno de los nombres recurrentes: «Es hoy la mujer más ilustrada de Santo Domingo. Fue siempre la discípula predilecta de mi madre. Bajo su influencia y estímulo, comenzamos [incluye a Max] una serie de lecturas que abarcan algunos campos diversos: el Ariel de José Enrique Rodó nos hizo gustar del nuevo estilo castellano […]; leímos a D’Annunzio […]; leímos Shakespeare en la traducción castellana de Mac Pherson; recorrimos diversas épocas del teatro español […] y leímos también novelas de Tolstoi y de autores franceses. […] Pero, lo que vino a dar carácter a aquellas reuniones y a aquellas lecturas fue el descubrimiento (sí, para nosotros no fue menor cosa) de Ibsen. Una estupenda sensación de asombro causó en nosotros la lectura de Los espectros, seguida inmediatamente por Casa de Muñecas y Hedda Gabbler; esta era, en verdad, una revelación de la vida moderna» (Memorias: 61).
Aparece esa primera intención de situar la cultura de las mujeres dominicanas en un nivel supranacional. Su coherencia a lo largo de toda su producción está centrada en no aislar sino en coordinar a la América Hispánica dentro del proceso de la cultura universal. Y no se referirá sólo a su importancia como educadoras y guías, en el caso de las hermanas Feltz, de sus primeras lecturas sino, sobre todo, de la cultura y el brío de algunas mujeres en Santo Domingo. De este modo, al referirse con anterioridad a las lecturas de Ibsen apuntaba: «[…] esta clase de humanidad era la que me parecía conocer, y no me explicaba entonces cómo había quien encontrase raros estos dramas: ¡cuando yo conocía más de una Ele- na Alving —más de una mujer superior— veía a otras muchas en la situación de Nora y presumía a las semejantes a Hedda Gabbler! En realidad, yo había tratado casi siempre con gentes de excepción; en mi país, sobre todo, me había tocado conocer a todas las mujeres superiores […] mi mundo, mis gentes, eran así, del temple de los personajes de Ibsen: ¿Por qué, entonces, se decía que estas escenas y estos tipos sólo se daban en el Norte?» (Memorias: 61).
Sus lecturas, desde bien temprano, incluyeron escritoras de todos los ámbitos, situadas al lado de las figuras masculinas que en ese momento conformaban lo que luego se llamaría el canon;4 al aludir a lo que pasó a llamarse entre ellos el «Salón Goncourt» de Leonor y Clementina Feltz (la casa de ambas hermanas) señala que «[…] hemos hecho lecturas de Oscar Wilde y Edith Wharton». A esta última le dedicará un extraordinario artículo, en 1906, cuando sólo tenía 22 años, que acierta a precisar de modo magistral las cualidades de su escritura. Para ese momento su obra más famosa es La casa de la alegría: «[…] en su obra literaria es el admirable producto de un talento cuyo radio natural se extiende en un mundo moral e intelectual mucho más extenso que el contemplado por su público, y que logra revelar la amplitud de sus concepciones en armonía con una forma que no hiere, de modo violento al menos, las ideas fundamentales y tradicionales de ese público».
A pesar del crudo dolor por la ausencia de la madre cuando apenas contaba trece años, él asumió, como homenaje póstumo, mantener la cultura como un imperativo ético que será una constante a lo largo de toda su obra y su vida. Y la primera muestra la tenemos en una precoz «sistematización» de las escritoras dominicanas:
«[…] de cuando en cuando tenía accesos de nostalgias y tristezas, en uno de los cuales escribí una larga poesía hablando de mi ciudad y de mis muertas (ver cuál). Comencé una actividad literaria febril, cuyo centro era el recuerdo de mi madre; formé una antología de escritoras dominicanas, con biografías y juicios, en la que figu- raban las poetisas Encarnación Echavarría de Delmonte, Josefa Antonia Perdomo, Josefa Anto- nia Delmonte, Isabel Amechazurra de Pellerano, Virgina Ortea, la novelista Amelia Francasci,6 la joven puertoplateña Mercedes Mota y las discípulas de mi madre: Leonor Feltz, Luisa Ozema Pellerano, Ana Josefa Puello, Mercedes Laura Aguiar y Mercedes y Anacaona Moscoso» (Me- morias: 49).
A la muerte prematura de Virginia Ortea le dedicaba desde Nueva York un artículo en la que la describe como un «alma […] delicadamente femenina [que] se derrama en versos líricos, a las veces becquerianos, y páginas en prosa, como la preciosa meseniana En la tumba del poeta, y su imaginación, viva y amena, produjo joyas como Los diamantes, cuento magistral, por el humorismo y por la invención, que tiene sabor exótico, sabor a cuento de Catulle Mendès o de Rubén Darío» (OC, 2: 240).
Pedro Henríquez Ureña tenía en muy alto rango la labor de la mujer y, de hecho, con algunas discípulas de su madre tendrá una correspondencia asidua en su primera estadía en Nueva York (entre 1901 y los primeros meses de 1903) como será el caso de Leonor Feltz o Merce- des Mota, de la que destaca su precocidad como maestra pero no deja de lado su escritura: «Como escritora, Mercedes Mota ha producido páginas vigorosas animadas por tendencias civilizadoras y llenas de hermosas doctrinas» (OC 2, I: 244-245).8 En una carta que le escribe Mercedes Mota en 1898 (18) a Pedro (14) señala: «Veo que ha sabido usted interpretar mi admiración por Nada- me [Vio]ayer [sic], pues ha tenido la amabilidad de copiar algunas de sus frases, que han hecho aumentar cada vez más, mi admiración hacia la mujer pensadora e ilustre […] Me alegro mucho de conocer a la mujer haitiana, pues sabía muy poco acerca de ella. Grande lástima en verdad que la mujer dominicana permanezca en la inacción, sin que descubra en ella la ambición de saber, la ambición que dignifica y engrandece» (Vega: 62).
Asimismo, es relevante la presencia de la mujer cubana desde Dulce María Borrero hasta Gertrudis Gómez de Avellaneda estableciendo, siempre que la ocasión lo merecía, su interacción cultural con otros universos: «La distinguida poetisa Dulce María Borrero de Luján es de abolengo glorioso, hija del poeta Esteban Borrero Echeverría, hermana de Juanita, la María Bashkirtseff americana […] La tendencia principal de su poesía parece ser filosófica, hacia un escepticismo sereno. Sepultus puede servir de muestra. […] En otros géneros, su poesía adquiere gran expresión sentimental, como en Fue un beso, una de las delicadas vibraciones de la lira cubana contemporánea […]» (OC, 2: 26). Y establece a la patria cubana como uno de los países principales de la poesía escrita por la mujer: «Dulce María Borrero forma hoy con la pensadora Aurelia Castillo de González, la vigorosa e inspiradora Mercedes Matamoros y la profunda y exquisita Nieves Xenes, el cuarteto de poetisas que honra a la patria de la Avellaneda: cuarteto superior, por el pensar y el sentir como por la versificación, a cualquier otro tipo de poetisas que pudiera presentar en este momento otro país hispanoameri- cano» (OC, 2:26).
Pedro se presenta en algunos momentos, sobre todo desde Nueva York, como guía de la lectura de Mercedes Mota, a quien conoció en Puerto Plata cuando su madre estaba ya muy enferma de tuberculosis: «He pensado enviarte algunos libros en inglés ¿leíste a María Bashkirtseff?». Y agrega en otra carta pocos días después (el 13 de octubre del mismo año): «¿No te agrada mucho María Bashkirtseff? ¿Te parece algo foolish?» (Vega: 81).
Es pertinente, al respecto, tener en cuenta su punto de vista sobre el feminismo y la mujer en general que expresó en varias ocasiones; en este caso en Un libro sobre feminismo 12 (1909), en el que tenemos tempranas aseveraciones para un tema que no cobraría relevancia hasta varias décadas después. Para ese momento el feminismo como tal en la América Hispana no tenía bien definidos sus perfiles y ni siquiera era un tema de discusión medianamente debatido. El crítico domini- cano afirma con contundencia: «El feminismo, por ser el movimiento social más importante después del socialismo, es tópico sobre el cual todos dispararon a su sabor: quienes lo combaten arguyen sofismas burdos; quienes lo defienden, predican candideces fantásticas; quienes ensayan conciliarse con la prudencia convencional, ofrecen soluciones anodinas» (OC 2, I: 417). Vemos aquí de manera sugestiva su prematura idea de feminismo a los 25 años y, asimismo, el gran conocimiento de la labor de la mujer. (Su hermana Camila hará su ensayo sobre feminismo muchos años después). Y la escritora, fotógrafa y directora del Museo Nacional Abigail Mejía no comenzará la entrega para el Listín Diario de su famoso Ideario Feminista hasta 1932 (publicado como libro en 1939). Al hilo del comentario del libro de Romera Navarro puntualiza claramente sobre los deberes por hacer de la lucha feminis- ta, sin considerar que el derecho al voto fuera la panacea:
«El movimiento feminista (pienso) abrirá campo a cierto número de mujeres capaces de desplegar sus energías en forma distinta de la tradicional. E impondrá leyes y educación que hagan a la mujer, como sexo, soberana de sus propios destinos y la formen “para ser del hogar lumbrera y guía”.13 En punto de derechos políti- cos, la mujer obtendrá con el tiempo los que con insistencia reclame; pero el sufragio no es la cues- tión capital del feminismo, bien que sea la más ruidosa» (OC 2, I: 417).
Refuta con firmeza traer a colación las tesis fisiológicas sobre la inferioridad de la mujer, como la del médico alemán Julius Moebius, que ya está demasiado superada para ni siquiera mencionarla:
«El autor se propone refutar la tesis de Moebius sobre la inferioridad mental de la mujer; y, en verdad, el insignificante folleto14 del presunto catedrático no merece tanto esfuerzo de discusión como no sea por lo mucho que ha circulado… en Alemania» (OC 2, I: 419). Frente a ello, Pedro Henríquez Ureña relata in extenso la actividad de la mujer a lo largo de la historia: «Podría recordarse como cada vez que la vida de ciudad ha sido amplia y activa, en las épocas clásicas de Grecia, de Bizancio, de Provenza, de Italia, España, Francia, la mujer ha terciado en las lides intelectuales con brillo sorprendente […] y que solo individualidades señala- das conservan hoy su antiguo prestigio, a través de sus obras: Safo y Erina en sus admirables fragmen- tos» (OC 2, I: 420).
Su conocimiento le permite añadir aspectos bien relevantes a la contribución de Romera Navarro en cuanto a la producción de la mujer, de ahí su intento de inclusión al canon; agrega la necesaria inclusión de excelentes escritoras en las letras españolas y europeas:
«Un corto grupo de talentos que florecen en las literaturas neolatinas desde el Renacimiento hasta el siglo XVIII, entre los cuales son universalmente conocidas la Reina Margarita de Navarra y Mme. de Sevigné, Vittoria Colonna y Verónica Gambara, y sobre todas, como soberbia torre, Santa Teresa, amén de otras ilustres espa- ñolas que el Sr. Romera Navarro no se ocupó en citar: Doña María de Zaya, Doña Oliva Sabuco, Sor María de Ágreda; y la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz» (OC 2, I:420).
Su sentido universal de la cultura le lleva a distanciar el ritmo del ámbito hispánico con respecto a otras latitudes con relación a la lucha efectuada por la mujer, y era así en ese momento en el que no había comenzado la labor de las mu- jeres que empezarán a hacerse visibles en los años veinte en la República Dominicana:
«Para el feminismo estamos todavía en pañales en los países de habla castellana. Entre nosotros, se mantiene a la mujer en situación casi medieval […]. Hay excepciones: hay grupos de damas intelectuales y hasta feministas en La Argentina, en el Perú, en Cuba, en Santo Domingo; seguramente los hay en España; pero, en general, la educación que se da a la mujer en las escuelas, casi una simulación, y en el hogar, una rutina deprimente; así, la incultura femenina es uno de los factores de desorganización en la semi-barbarie latente en que vivimos, bajo apariencias de prosperidad material».
El «No me interrumpas» que Victoria Ocampo señalará como oposición a la cultura patriarcal en los años 30 quedaría así refutado por Pedro Henríquez Ureña avant la lettre; incluso hay que puntualizar que cuando aparecen referencias a escritoras de la literatura universal, no se trata de una enumeración simple; detrás de la cita, del mero nombre sabemos que hay un acercamiento pleno: «[…] como su irrupción en la literatura se ha hecho formidable, hasta el punto de que, en algunos países, las escritoras igual numéricamente a los escritores, y de que no hay, en este momento una literatura que no cuente en la primera fila de sus literatos, entre los diez o doce más escogidos, una o varias mujeres» (OC 2, I: 421); y para corroborar su afirmación en nota recalca: «Mencionaré nombres: en Francia, la Condesa de Noailles; en Italia, Ada Negri, Matilde Serao y Grazia Deledda; en España, la Pardo Bazán [está hablando del siglo XIX]; en Inglaterra, Mrs. Humphry Ward; […] hasta el África del Sur, nos da el talento magnífico de Oliva Schreiner y la Rumanía los nombres estimables (ya que no insignes como los anteriores) de Carmen Silva y Elena Vacaresco» (OC 2, I: 421).
Muestra de ese canon inclusivo y de su amplio conocimiento debido tanto a la saga familiar de la que procede como a su estancia en Estados Unidos, desde los 20 a los 24 años, tenemos el artículo Literatura norteamericana en el que no solo exhibe un gran conocimiento de dicha literatura, sino que en un momento en el que la mujer apenas si ha entrado en el canon (claro está, más en Norteamérica que en el área latina), al lado de hombres que le parecen relevantes en dicha literatura aparecen escritoras, descritas apenas con una frase pero que será evidencia suficiente de que su competencia al respecto va más allá del nombre:
«En prosa, hay una legión de novelistas y ensayistas ilustrados y laboriosos […] Enumeración y elogio de cada uno de ellos sería empresa fati- gosa e inútil […] pero sería injusto negar una frase de admiración a los grandes prosistas que constituyen la aristocracia de la República: a Mark Twain, rey de los humoristas contemporáneos; a William Dean Howells Henry James […] la figura culminante de la juventud, la cultisima Edith Wharton, cuya novela El valle de la decisión es un magistral estudio de la vida intelectual de la Italia en la época de transición de fines del siglo XVIII, por último, a Gertrudis Atherton, cuya originalidad ha salido triunfante en todos los gé- neros y en todos los estilos que ha ensayado» (OC 2, I: 249).
Y, sin duda, será en sus Sumas literarias, las Corrientes literarias y en Historia de la cultura donde culminará la propuesta anunciada en Seis ensayos en busca de nuestra expresión, cuando señalaba «[…] Noble deseo pero grave error cuando se quiere hacer historia es el que pretende recordar a todos los héroes […] la historia literaria de la América española debe escribirse alrededor de unos nombres centrales»,20 y en esos «nom- bres centrales» no sólo no se excluyó a la mujer sino que se contó con sus aportes en relación a la educación, a su labor en la crítica, a su escritura, y lo que es bien importante, se la puso en interrelación con la cultura universal llevando la mujer al coto cerrado de la academia y poniéndola en el canon, así fuera en algunos casos en Notas, pero dichas Notas aciertan a describir y nombrar un gran número de escritoras en Hispanoamérica.
En el caso de las Corrientes sólo diremos acá de paso que fue doblemente relevante porque serán las conferencias que dio (en inglés) cuando fue invitado a la Cátedra Charles Eliot Norton de Harvard durante el año 1940-194121. Con ellas funda un canon claramente inclusivo. Junto a nombres como Sor Juana, «cuya vida es un caso prodigioso de devoción al saber», aparecen, en otro rango, Santa Rosa de Lima, «que encon- tró tiempo, entre los contados momentos que le dejaron sus oraciones y disciplinas, para escribir versos devotos, sencillos y delicados» (78); Sor Francisca Josefa de la Concepción (1671-1741) y la «Madre Castillo», quien «Escribió buenos versos y una prosa elocuente e imaginativa, en que hizo el relato de su vida religiosa, como su gran modelo» (79). Incluye también al ámbito brasi- leño: «En realidad las escritoras fueron muchas, una de ellas, la brasileña Rita Joana de Sousa (1696-1718) escribió un tratado de física: Tratado de philosophia natural, además de unas Memorias históricas» (79). Y destaca a Amarilis y Clarinda, dos de las escritoras que sólo obtuvieron entrada en el canon, y con no pocas dificultades, desde los últimos decenios del siglo XX: «Clarinda dedicó al poeta andaluz Diego Mejía un largo Discurso en loor de la poesía en tercetos (1608). Amarilis dirigió a Lope algún tiempo antes de 1621, una epístola en silva. Ambas se desempeñan a maravilla entre los hermosos recovecos de la poesía post-renacen- renacentista; sus brillantes versos son fruto típico de la cultura literaria de aquel virreinato. Un escepticismo mal fundado trata de despojar a las dos de su enigmática gloria. […] Yo no encuentro razones suficientes para ello» (Corrientes: 79).
Adquiere, sin duda, una posición relevante Gertrudis Gómez de Avellaneda, quien nunca perdió contacto con su tierra en medio de sus triunfos resonantes, y volvió a ella en la flor de su vida para ser coronada como gloria nacional» (Corrientes: 127). También en el siglo XIX incluye, al lado de nombres como Blest Gana, Zeno Gandía, en una época tan temprana a Mercedes Cabello de Carbonera o Clorinda Matto de Turner, las cuales no llegarán al canon, y eso lentamente, hasta el último tercio del siglo XX.
Realza el valor del primer «grupo» de mujeres que adquiere autonomía frente a los problemas del hombre: «las uruguayas Mª Eugenia Vaz Ferreira, Delmira Agustini y Juana de Ibarbourou, la argentina Alfonsina Storni, la chilena Gabriela Mistral y la brasileña Gilka Machado» (Corrientes: 190). En esta capacidad de síntesis y de integración están presentes las mujeres más destacadas en ese momento en el campo literario, y en su caso las incluye en el canon en una obra que va a publicarse primeramente en inglés y para un público especializado norteamericano:
«No rechazaban abiertamente las restricciones tradicionales a la vida de la mujer en los países de la cultura hispánica; se las saltaban, simplemente, cuando se ponían a escribir. Desnudaron su alma y hablaron francamente de amor y de pasión, de alegría, cuando la disfrutaron, pero más a menudo de desilusión y de vida frustrada. La más grande de todas, Gabriela Mistral […] Su obra, lo mismo en prosa que en verso, es una de las más notables de nuestro tiempo» (Corrientes: 190-191).
Aparece una nota extensa en la que incorpora entre otras a M.ª Eugenia Vaz Ferreira, Delmira Agustini, Alfonsina Storni, Juana de Ibarbourou. Y señala también: «simultáneamente nuevos tipos de mujer han aparecido en nuestra literatura»; y, atendiendo a su criterio «unidad no es uniformidad», las sitúa por países, entre ellas, sin abarcar toda la nómina de las que incluye, se encuentran mujeres tan señeras en la historiografía literaria hispanoamericana como Victoria Ocampo, Silvi- na Ocampo, M.ª Rosa Lida, Norah Lange, Ma- ría Luisa Bombal, Marta Brunet y Magdalena Petit en Chile; Rosa Arciniega y Magda Portal en el Perú; Lydia Cabrera y Dulce María Loynaz en Cuba; Camila Henríquez Ureña, Teresa de la Parra, Enriqueta Arvelo Larriva, Rachel de Queiroz, por mencionar solo algunas.
De este modo, como en respuesta a aquella reflexión que le hacía en carta a Alfonso Reyes:
«Mi vanidad me dice que yo, que a los ojos de unos cuantos mexicanos y cubanos soy una personalidad singular, corro el peligro de pasar, no diré a la historia, sino a la croniquilla literaria de América, como una leyenda engañosa: personaje de quien se cuentan cosas de interés espiritual, originalidad, influencia y demás y que en su obra resulta ser un escritor sin libros», hoy podemos decir que Pedro Henríquez Ureña fue el primer historiador de la literatura en la que puso a ésta en la escena mundial, sin dejar atrás a la mujer en ese proceso. Encontramos en la obra de Pe- dro Henríquez Ureña un ajuste más certero a una realidad que apenas en ese momento empezaba a cobrar vuelos y que será la base de muchas generaciones posteriores en el estudio de la literatura dominicana. Desde la visión de hoy sería fácil hablar de omisiones, de descuidos en el apunte sobre las mujeres escritoras, pero para los años cuarenta resulta completa y presentada en una síntesis bien elaborada.
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