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Agenda 2030 y la crisis del multilateralismo

by Emil Chireno
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El pasado 9 de julio se inició la reunión anual del Foro Político de Alto Nivel de las Naciones Unidas, el mecanismo de seguimiento de los trabajos de monitoreo de cumplimiento e implementación de la Agenda 2030 de la ONU. Tuve el placer de participar en el foro por espacio de cuatro días, y las discusiones allí sostenidas han servido de base para esta reflexión sobre los Objetivos de Desarrollo Sostenible en el estado actual del multilateralismo.

En las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, luego de consolidar las bases de la Organización de las Naciones Unidas y el andamiaje institucional y financiero de Bretton Woods, las grandes potencias que resultaron ganadoras de la conflagración estaban de acuerdo en que el camino hacia la paz internacional y el desarrollo se encontraba en el trabajo conjunto logrado a través de instituciones multilaterales. Sin embargo, existían grandes discrepancias que crearon un orden bipolar, cuyo origen primario era la diferencia en el camino a tomar para alcanzar el desarrollo. Mientras en un orden se entendía que la generación de riqueza de la iniciativa individual era la vía correcta, en otros se veía en la planificación centralizada de la actividad económica un trayecto hacia una sociedad más pudiente y al mismo tiempo igualitaria.

Los Objetivos de Desarrollo del Milenio: un esfuerzo sin precedentes

La desaparición de la Unión Soviética dio lugar temporalmente a un breve pero intenso período de unipolaridad hegemónica estadounidense en el que el desarrollo económico, la apertura de mercados y el libre flujo de capitales se convirtieron en el dogma de las instituciones multilaterales. La democracia liberal y la globalización, según algunos pensadores contemporáneos, se convirtieron de facto en la brújula ideológica y programática del planeta.

En este contexto, los esfuerzos del multilateralismo se concentraron en integrar a las otrora repúblicas soviéticas y frenar el expansionismo militar de unos pocos regímenes autoritarios. Las principales organizaciones multilaterales se enfocaron sobre todo en encauzar las economías en desarrollo hacia el camino del crecimiento con el objetivo de reducir el malestar social que impactaba (y todavía hoy impacta) a una mayoría de la población mundial.

Con el advenimiento del nuevo milenio, durante la segunda mitad de la década de los noventa un carismático Koffi Annan impulsó de forma inequívoca una redefinición del enfoque de la organización recogida en su famoso reporte del milenio titulado «Nosotros los pueblos: la función de las Naciones Unidas en el siglo XXI», publicado en abril del año 2000. En ese mismo año se celebró la Cumbre del Milenio de la ONU, en la cual de forma unánime 191 jefes de Estado de la organización adoptaron la Declaración del Milenio, documento en el que se establecieron los ocho Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) que a su vez contenían 17 metas. 

Luego de dicha cumbre, la República Dominicana se convirtió en el año 2004 en el primer país del mundo en abrir una comisión presidencial para la implementación de los Objetivos de Desarrollo del Milenio.

El nacimiento de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible

La meta era, pues, alcanzar el cumplimiento de los ocho objetivos y sus metas para el año 2015, algo que, como se hizo evidente al final de la primera década del nuevo milenio, no se podría cumplir en los términos inicialmente aprobados. Es por esto que en la Cumbre de Río+20 comienzan los trabajos para un nuevo plan de acción de cara al 2030. La ambición que motivó los ODM y su alcance palidecen ante la envergadura de la nueva agenda de desarrollo. En septiembre de 2015, los Estados miembros de la ONU se propusieron alcanzar un total de 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) con 169 metas.

Funglode participó activamente en las numerosas reuniones del Grupo de Trabajo abierto, presentando varias propuestas institucionales sobre la naturaleza de las comisiones nacionales de implementación de la nueva agenda de desarrollo. La idea del establecimiento del Grupo de Trabajo abierto y el foro político fue contrarrestar la crítica al origen de los ODM, los cuales nacieron como producto de un proceso más vertical que horizontal, especialmente en lo relativo a la participación de la sociedad civil global en su diseño. Esta inclusividad y horizontalidad, como veremos posteriormente, tuvo profundas consecuencias.

Este año el foro, que juega un papel central en el seguimiento de la implementación de la Agenda 2030, tuvo como tema central la transformación hacia sociedades resilientes y sostenibles. La actividad contó con la participación de más de mil delegados de Gobiernos, del sector empresarial y de la sociedad civil. De igual forma, 47 países presentaron su Informe Nacional Voluntario (VNR, por sus siglas en inglés) de seguimiento de la implementación de la Agenda 2030, incluida la República Dominicana. También el secretario general presentó el informe con los resultados obtenidos hasta el momento, el cual discutiremos más adelante, pero ahora veremos algunos de los desaciertos de la agenda.

La inclusividad del proceso de confección de la nueva agenda global de desarrollo, a mi juicio, hizo que un amplio catálogo de intereses se conjugara en objetivos y metas tan amplios que probablemente no sean alcanzados en su mayoría. Es innegable que existe una creciente resistencia, especialmente en el norte, a los efectos económicos y políticos de la globalización. Nuevamente se populariza la idea de «tomar control» de los asuntos nacionales frente a instituciones multilaterales cuya legitimidad moral se descalifica y cuya efectividad práctica se cuestiona. Lejos estamos de los tiempos en que Koffi Anan y la ONU elevaron el papel de la organización al de una especie de árbitro moral global. Hoy, los efectos distributivos de la globalización y el nacionalismo montado en el caballo del populismo parecen galopar a toda marcha debilitando inexorablemente el multilateralismo.

Los ninis: ni globalización ni multilateralismo

Desde un punto de vista global, es imposible negar que uno de los mayores milagros económicos de la historia humana se construyó sobre los pilares de la globalización: 700 millones de personas fueron sacadas de la pobreza solo en China en las últimas cuatro décadas. China es hoy la segunda economía y el motor de manufactura del planeta. 

Miles de empresas deslocalizaron sus fábricas (y muchos empleos) y se mudaron al gigante asiático, hecho que ha tenido consecuencias en la generación de empleo en el mundo desarrollado. Naturalmente, este hecho no fue pasado por alto por algunos líderes políticos que construyen su discurso y agenda sobre la identificación de un enemigo foráneo a quien se achacan los males nacionales, tal es el caso de la controvertida Marine Le Pen, que llegó a definir globalización como «manufactura hecha por esclavos para vender a los desempleados» (Bremmer, 2018: 25).

Una realidad silenciosa que se magnificó luego de los devastadores efectos de la recesión económica de 2008 es que la interdependencia económica sobre la que se construye la globalización tiene consecuencias distributivas entre los Estados: mientras la brecha económica entre las economías emergentes y las desarrolladas se ha reducido lentamente, al mismo tiempo se ha incrementado la concentración de riqueza en las manos de unos pocos. La desigualdad está de moda, crece cada día.

Esta realidad estructural, en el discurso de los populistas, se debe a una agenda sistemática de las «élites» (término mal empleado, cuyo contenido nadie puede definir a ciencia cierta) que son a su vez los mayores beneficiarios de la globalización. Lo anterior, combinado con radicales avances tecnológicos como la automatización, el auge de la inteligencia artificial y las economías de plataforma que promueven el cuentapropismo (Airbnb/Uber), ha impactado de forma profunda la disponibilidad de empleos… ¿para todos? Pues no, más bien para los que cuentan con menos herramientas y habilidades útiles en la era de la economía digital.

Mientras en las últimas décadas ha ocurrido un impresionante desplazamiento de empleos del norte al sur, las industrias que requieren mano de obra altamente calificada –como las finanzas, el diseño de software y las empresas de servicios tecnológicos– han experimentado un crecimiento espectacular. Sin embargo, los mayores beneficiarios de los frutos de esa nueva economía, como era de esperarse, son los trabajadores que cuentan con las herramientas y habilidades que solo aquellos con la educación necesaria pueden adquirir.

Esta amenaza a los empleos de industrias tradicionales no es solo un fenómeno propio de los países desarrollados: la automatización amenaza por igual los puestos de trabajo de las economías en desarrollo, que en su mayoría emplean mano de obra barata, pero no tan barata como un robot que no se enferma, no tiene derechos laborales, no protesta y tampoco (por el momento) forma sindicatos. Quizás viviremos en un futuro no muy lejano en el mundo de Isaac Asimov…, pero, por el momento, la consecuencia tangible es la vulnerabilidad del empleo no calificado. 

La actual inseguridad laboral combinada con una estigmatización del creciente número de migrantes genera un cóctel molotov político de consecuencias devastadoras. Hoy tenemos más refugiados (a causa de la guerra de Siria) que en cualquier momento posterior a la Segunda Guerra Mundial, y enormes flujos de migrantes económicos del África subsahariana que se aventuran a cruzar el Mediterráneo para lograr una vida mejor en Europa.

¿Hasta dónde llega la sábana?

Es difícil en el contexto actual, a juicio de quien escribe, que unos compromisos de la envergadura de los asumidos en la Agenda 2030 puedan alcanzarse en los términos originalmente acordados. La dificultad, a grandes rasgos, radica en tres puntos esenciales: una agenda excesivamente amplia, una enorme brecha de financiamiento y grandes obstáculos técnicos para medir el cumplimiento.

La Agenda 2030 incluye objetivos tan disímiles como erradicar la pobreza, poner fin a todas las formas de discriminación contra todas las mujeres y las niñas, así como garantizar la igualdad de oportunidades y reducir la desigualdad de resultados en todo el mundo, solo por citar algunos ejemplos. Naturalmente, si la atención a los problemas es escasa y los recursos de la humanidad son finitos, tendría mucho más sentido concentrarlos y no disgregarlos.

Huelga recordar que no todos los países parten de un mismo punto, por lo que no pueden priorizar los mismos objetivos. Al estilo de la icónica pirámide de Maslow, existe una jerarquía de necesidades en los países menos desarrollados en los que, por citar un ejemplo, será mucho más importante reducir la pobreza extrema que reducir la acidificación de los océanos. Por otro lado, existe una gran brecha de financiamiento para alcanzar los objetivos. ¿O acaso se piensa que el cambio de matriz energética o las alianzas globales para alcanzar los objetivos no cuestan? Según las estimaciones del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), para satisfacer las necesidades sociales de la agenda (por ejemplo, reducir la pobreza extrema) se requiere una inversión anual de 66,000 millones de dólares hasta el año 2030.

Se suman a lo anterior, como bien destaca el reporte, «[…] las necesidades globales de inversión en infraestructura (agua, agricultura, telecomunicaciones, transporte, edificaciones, foresta) requieren una inversión de entre 5 y 7 billones (millones de millones) sin contar la inversión en “bienes públicos globales” como la mitigación de los efectos del cambio climático y la conservación de la biodiversidad que en sí mismos conllevarían una inversión de varios billones adicionales anualmente».

Otra razón que nos lleva al escepticismo es el método de medición del cumplimiento de los 17 objetivos y sus 169 metas. ¿Quién mide qué? La idea es que las oficinas nacionales de estadística de los Estados miembros de la ONU desarrollen las capacidades técnicas que les permitan medir el cumplimiento de objetivos y metas mediante indicadores para posteriormente, de forma voluntaria, presentar reportes nacionales de cumplimiento. Lamentablemente, existen brechas enormes entre la capacidad técnica de la oficina nacional de estadística de Benin y la de Dinamarca, por citar un ejemplo.

Hoy la meta es que cada Estado pueda medir efectivamente 232 indicadores que en algunos casos resultan complicados para países en desarrollo con escasos recursos, como, por ejemplo, «la proporción de reservas pesqueras en niveles biológicamente sustentables». Es de esperarse, entonces, que exista una brecha significativa entre lo que aspiramos a lograr y lo que efectivamente podemos medir con los indicadores.

¿Y cómo vamos?

Según los datos del último reporte del secretario general de la ONU sobre los ODS, el panorama es parcialmente desalentador. En sus palabras, se necesita otorgarle a la agenda un «sentido de urgencia» para su cumplimiento, pues solo nos resta poco más de una década para el año 2030.

Hay que tener en cuenta que en varias áreas no estamos progresando; por el contrario, retrocedemos. Tal es el caso de la alimentación, pues luego de un declive prolongado, la cantidad de personas subalimentadas en el planeta se incrementó de 777 millones en 2015 a 815 millones en 2016 (Informe de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, 2018: 2); además, 9 de cada 10 habitantes de ciudades respiran aire contaminado. 

Los fondos dedicados anualmente a la asistencia oficial para el desarrollo ascienden aproximadamente a 146,000 millones de dólares, cantidad ínfima cuando se valoran las necesidades globales de financiamiento de la agenda indicadas más arriba. 

Viniendo esta información de la máxima autoridad de la organización, me parece que la envergadura del reto que tenemos por delante es significativa. Esto de ninguna forma quiere decir que no se están logrando grandes avances en materia de acceso a la educación, reducción de la pobreza extrema y en otras áreas. Espero estar equivocado, pero al ritmo actual, con la Agenda 2030, no alcanzaremos el destino propuesto, aunque estimo que lograremos grandes avances que permitirán aliviar, así sea un poco, el malestar social de los más desposeídos, mejorando el acceso a los servicios de salud, reduciendo o eliminando la pobreza extrema, reduciendo la mortalidad infantil, ampliando el acceso a la educación pública y mejorando su calidad, entre otras cosas. Eso en sí mismo, aunque no sea lo que originalmente nos propusimos, es un avance extraordinario en la búsqueda de un mundo más inclusivo.

Bibliografía 

–Bremmer, Ian: Us vs. Them: The Failure of Globalism. Londres, Inglaterra: Portfolio, Penguin, 2018. 

–United Nations Development Programme: Financing the 2030 Agenda. An Introductory Guidebook for UNDP Country Offices, 2018. Recuperado de . 

— Informe de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, 2018. Recuperado.


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