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Bitácora mexicana: El Norte

by Kurt William Hackbarth
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 Llegamos a Tijuana en la madrugada y nos dirigimos al histórico Hotel Cesar ‘s. Además de ser el escenario perfecto para una novela negra de Raymond Chandler, el hotel goza de una fama más bien culinaria: aquí el primer dueño, un inmigrante italiano de nombre César Cardini, inventó la ensalada que lleva su nombre. Dada la hora temprana y las horas de viaje que llevábamos a cuestas, salimos a la calle en busca no de una ensalada, sino de un buen desayuno. La avenida Revolución, o de forma resumida la Revu, está llena de bares y clubes que ofrecen una clásica combinación de música fuerte y cerveza barata. Frente a nosotros en la banqueta, un grupo de turistas extranjeros rodea un burro pintado de cebra, práctica que se originó para que saliera mejor en la fotografía en blanco y negro. Y aunque las cámaras actuales disponen de colores y muchos megapíxeles, la imagen popular de burro, sarape y sombrero permanece tristemente congelada en el tiempo; el animal, por su parte, no parece nada feliz.

En la siguiente esquina, hay una clínica dental cuyo público meta son, claramente, los miles de estadounidenses desesperados —una migración en reversa— que cruzan la frontera cada año para practicar el turismo de salud. Un poco más adelante, un enorme casino, el Caliente, ocupa la manzana completa. En las farmacias, carteles en forma de flechas anuncian un surtido amplio de Bitácora mexicana: El Norte Entre marzo y julio del 2018, viajé por la República Mexicana cubriendo la campaña presidencial para el medio independiente MexElects. En esta segunda entrega, de una serie de tres partes, les ofrezco una crónica de mis andanzas por el Norte, concentrándose en dos ciudades emblemáticas: Tijuana y Monterrey. L Viagra, «¡4 tabletas por 2 dólares!». Como lo ha sido desde los años 20, cuando se llenaba de gente huyendo de la prohibición del alcohol y luego de la Gran Depresión, Tijuana es tanto proyección como depósito de los vicios de los vecinos del norte. Más tarde, pasamos el Arco Monumental — con una altura de 60 metros, fue construido para conmemorar el nuevo milenio— para ir a echar un ojo a la frontera. Quiero regresar al punto donde, como joven universitario de 20 años, crucé desde San Diego para pisar suelo mexicano por primera vez. En aquel entonces, entramos sin pasaporte con la meta mundana de hacer lo que no podíamos hacer en nuestro país de origen: tomar cerveza en un bar. De regreso, un tanto tambaleantes, nos apresuramos a mostrar nuestras licencias de conducir al oficial de migración estadounidense, solo para ser recibidos con la frase: «Avancen y salgan de mi vista». Casi veinticinco años después, esa experiencia parece nostálgica, incluso tierna. En lugar de la modesta instalación de aduana que recuerdo — acaso tramposamente—, hoy en día el Puerto Fronterizo El Chaparral es todo un complejo de edificios y garitas y escáneres de reconocimiento facial. Para acceder a la frontera, los peatones tienen que pasar por todo un laberinto de rampas y pasillos elevados que a nosotros, en aquel entonces, nos habría costado trabajo. Pero, con eso y todo, el flujo es constante: Tijuana es el cruce internacional terrestre más transitado del mundo, con 22 carriles de tráfico y al menos 50 millones de personas haciendo la travesía al año, muchos de ellos diariamente. Al día siguiente, tendremos la oportunidad de contemplar este cruce desde otra óptica. En la noche, visitamos la galería del artista Enrique Chiu. De origen jalisciense, Chiu es el fundador del Mural de la Hermandad, un proyecto que pretende revestir de murales el lado mexicano del «Muro de la Tortilla», la construcción de 22.5 kilómetros que corre entre Tijuana y la costa, extendiéndose, incluso, por el océano Pacífico.

Tras diez años en la ciudad —y habiendo vivido del otro lado, en San Diego— afirma conocer la tragedia de una frontera donde se mezclan los migrantes ansiosos de irse con los deportados que acaban de regresar. «Traté de hacer algo que fue más social, vincular el arte con la sociedad», dice, recalcando que el proyecto se ha realizado en colaboración con una serie de organizaciones como Los Ángeles de la Frontera y Las Madres Soñadoras. «Entonces —me dije— necesitamos algo que llame la atención, que sea algo grande, algo intencional para que pueda mandar un mensaje al mundo». Después de las elecciones estadounidenses del 2016, entendió que el muro era el espacio perfecto para que ese mensaje se comunicará. Le digo que me parece fascinante el hecho de tomar algo que es símbolo de la exclusión y transformarlo en un lienzo artístico. «Fue el momento adecuado —me contesta—. Démosle color, borremoslo, pintemos de azul cielo para que se desvanezca… El muro fronterizo que divide, con mi proyecto ha unido a mucha gente». Esto incluye a las más de tres mil personas que han participado en él hasta ahora, una cifra que incluye a gente de procedencia tan disímil como Honduras y Haití. «Los que están durmiendo entre las hierbas cerca del muro empezaron a pintar con nosotros —cuenta Chiu—, esperando que anocheciera para poderse cruzar. Otros me pidieron la escalera. “De volada”, digo, porque tenemos que seguir pintando. Claro que encuentras sentimientos encontrados, gente triste, otros con odio, esperanza». Recuerda la historia de un migrante que, deportado tras vivir en el estado de Ohio durante veinticinco años, llevaba tres meses rondando Tijuana. «¿Y qué vas a hacer?» —le preguntaba. «Pues, cruzarme». Al día siguiente, Chiu nos lleva a ver el trabajo. Empezamos el recorrido a un lado del Puerto Fronterizo El Chaparral; hoy, en lugar de formar como los afortunados poseedores de documentos, estamos mirando por medio de una ranura en la valla una camioneta de la Patrulla Fronteriza y, más allá, un centro comercial con su fila de tiendas, su estacionamiento ordenado y su cajero automático ATM prometiendo dólares a cualquiera que lleve tarjeta y pueda llegar hasta ahí. De su propia camioneta, Chiu saca unos aerosoles, botes de pintura y brochas: manos a la obra. Curiosamente, en esta zona el muro no sigue fielmente el curso de la frontera, sino que, doblegándose ante la geografía, pasa por encima del barranco que flanquea el lecho del río Tijuana. En lugar de eso, la línea divisoria más notoria del mundo es representada por una sencilla franja amarilla pintada en el suelo. Colocando un pie en cada lado de la franja, maldigo la capacidad humana de abstraerse —hasta el punto de morir por cosas inexistentes—. Confines. Contornos. Condenas. Por un lado, Nadia, una estudiante de la Universidad de Baja California, se ha alejado del resto del grupo para trabajar sola su sección de metal ondulado. Alcanzando, le preguntó qué está pintando. «Puse “el amor rebasa fronteras”», dice, junto con las letras PHX♥TJ, la abreviación de Phoenix y Tijuana. Su padre está viviendo en Phoenix, explica, pero, ya que no pudo renovar su visa, quedó en el limbo de tener que permanecer ahí para mantener su empleo; si regresara, no podría volver a entrar. Les toca a Nadia y a sus hermanos ir a visitarlo, algo que logran hacer solo una vez cada año o dos.

Y tienen suerte: los que no tienen manera de cruzar pueden pasar décadas enteras sin volver a ver a sus familiares emigrados. Generaciones de niños mexicanos crecen sin conocer a sus padres, excepto por teléfono o Skype. O por las rejas. En Playas de Tijuana, hay familias que hablan a través de las rendijas de la valla como si de una cárcel al aire libre se tratara. Mientras del lado mexicano no hay restricción alguna para aproximarse a la frontera —el muro no es asunto de ellos—, en Estados Unidos, por lo menos en esta zona, el acceso es limitado estrictamente: solo se permite en una pequeña y bien delimitada área del Parque de la Amistad [sic] con un máximo de diez personas a la vez, con autorización previa, los sábados y domingos de las diez de la mañana a las dos de la tarde, y por lapsos de no más de media hora. «Muy a veces —dice Chiu—, abren la puerta que me está señalando para que los familiares puedan tocarse más que las yemas de sus dedos por unos minutos». Aquí, además del mural —cuyos contenidos son apolíticos—, otros artistas han pintado la bandera estadounidense boca abajo con cruces en lugar de estrellas y, a un lado, los nombres e imágenes de los mexicanos que sirvieron en las fuerzas armadas de Estados Unidos, peleando incluso en Irak y Afganistán, solo para acabar deportados. César Orihuela, Fuerza Aérea. Arturo Vallés, Ejército. Héctor Ballesteros, Cuerpo de Marines. Y más, uno por listón. Como si quisiera aumentar aún más el humor lúgubre del lugar, el clima está agitado, con un cielo gris plomizo y un viento frío. En la playa, Nadia y sus amigos se amenazan juguetonamente con empujar al mar. Nuestra última parada en Tijuana es la Casa del Migrante, ubicada en las colinas de la Colonia Postal, al este de la ciudad. La visita empieza con normalidad: el administrador Gilberto Martínez Amaya nos ofrece un recorrido por las instalaciones antes de concedernos una entrevista. La ley migratoria del país, afirma, «tiene más agujeros que una casa vieja». Y no es solo cuestión de los que emigran al extranjero por razones económicas. «En cuestiones de migración, de movimiento de gente, no reconoce el desplazamiento forzado por violencia», precisa. «Tenemos gente saliendo de Guerrero… de Veracruz… de Michoacán, de diferentes estados por violencia, y México no los reconoce.

Y no los reconoce porque no se va a reconocer como un Estado fallido». Cuando salimos al patio para hablar con algunos de los internados, todo cambia. Luego de mirarnos —o más bien, a mí— con recelo, se nos acercan para desahogarse de sus experiencias como deportados; en todos mis años viajando y haciendo periodismo en México, jamás he sido recibido con tanta acritud. «¿Tú crees que vamos a robar a tu país?», me pregunta Francisco. «¿Tú crees que un güero que está estudiando —me pregunta, tocándome en el brazo para acentuar el punto— vaya a lavar platos por… siete dólares la hora, o va a ir a cortar jitomate y chiles? Nos tratan de rateros, nos tratan de drogados, nos tratan de lo peor». Antes de ser deportado, Francisco fue recluido en el Centro de Detención Otay Mesa operado por Core Civic, una empresa privada que apoya al Partido Republicano y donó $250,000 dólares para financiar los festejos de la toma de posesión de Donald Trump. Según Francisco, la empresa lo obligaba a trabajar por $1 dólar al día, sin máscara ni otra forma de protección, lavando las celdas de los enfermos. Nérida huyó de las pandillas de Honduras por no poder pagar el «impuesto de guerra» que le exigían. Cruzó México con una esposa embarazada que, además, sufre de epilepsia y los dos van a pedir asilo en Estados Unidos; me pregunto si saben lo difícil que se ha vuelto ganar un caso así. Samuel, oriundo de Michoacán que lleva veinte años trabajando en la construcción en California, dejó una familia atrás que necesita volver a alcanzar. Solo es cuestión de rebasar la franja amarilla pintada ahí afuera en el suelo.

Amanecemos en Monterrey, la capital del estado de Nuevo León, con otra noticia triste: la periodista Alicia Díaz González, colaboradora de los rotativos El Financiero y La Reforma, fue encontrada muerta en su casa. Con eso, suman cinco asesinatos de reporteros en lo que va del año; para finales del 2018, la cifra en México aumentará a doce, empatando con Siria y otorgándole el dudoso honor de ser el país que no se encuentra en guerra más peligroso para los periodistas. Ya que hay indicios de que Díaz vivió en un ambiente de violencia familiar y su exesposo está implicado en el crimen, la tragedia subraya el doble riesgo de ser periodista y, además, mujer en México. Me reúno con la periodista Melva Frutos, que colabora a su vez con El Universal, VICE México y Aristegui Noticias. Estamos sentados en un booth de un restaurante de cadena que pretende reproducir el ambiente de los restaurantes de Estados Unidos que, a su vez, buscan imitar los viejos comedores de antaño. Una doble imitación. «Como mujer periodista, definitivamente tienes que cuidar el doble… porque estás doblemente vulnerable», dice. Comentó que esta doble vulnerabilidad no le ha impedido cubrir temas de cierto peligro, como las cárceles, los migrantes y asuntos de seguridad. «Creo que si nos quedamos callados, pues ya valimos, ¿no?… Todos estos abusos que hay, el déficit que hay en los derechos humanos es algo que como periodista, si de verdad quieres hacer un trabajo en serio, lo tienes que expresar… Más que matarnos, deberían de respetarnos y que haya consecuencias de las cosas que damos a conocer». Consecuencias. Después de platicar con Melva, nos dirigimos al Barrio Antiguo: unas cuantas cuadras que representan lo único que queda del centro histórico de Monterrey; el resto —en una viva muestra de la despreocupación que sienten los regiomontanos por su propia historia— fue derribado en los años ochenta para construir la Macroplaza, el largo andador verde que comunica la ribera del río Santa Catarina con el Palacio de Gobierno.

En mayo del 2011, una balacera frente al Café Iguana, recinto emblemático de la escena musical local, mató a cuatro personas. En realidad, las incursiones del grupo delictivo Los Zetas habían empezado años antes, pero la matanza de esa noche, dijo un escritor, «bien puede ser vista como el último clavo del ataúd para el Barrio Antiguo». Y la última vez que vine, en el 2013, así parecía: además de una isla del pasado, un lugar fantasma. Ahora, cinco años después, las cosas van visiblemente mejor. Los negocios, cafés y restaurantes se han vuelto a abrir, la gente camina por las calles y la música emana nuevamente de los antros. Pero las cicatrices permanecen: en la fachada del Café Iguana, se han dejado deliberadamente sin resanar los agujeros de bala. En cuanto a la violencia, en lugar de terminar, sencillamente ha pasado a otras praderas. Subimos la Macroplaza hacia el Museo de Historia Mexicana, donde tuvimos una cita con Erick Muñiz, corresponsal del periódico La Jornada de Nuevo León. Antes de eso, sin embargo, queremos ver la Galería de las Castas Mexicanas: 133 pinturas que retratan las delirantes secuelas de la taxonomía racial de la Nueva España. Aquí, en manos de grandes maestros como Miguel Cabrera, José de Páez, Andrés de Islas y José Joaquín Magón, están plasmadas, serie tras serie, familias que representan, con su tez, sus trajes y tradiciones, las dieciséis (y más) variantes que se reconocían del mestizaje. Las secuencias son enredadas y no se ponen de acuerdo siquiera entre sí: por ejemplo, el niño de un negro y un indígena es un lobo, un lobo con otro negro es un chino, un chino con otro indígena es un cambujo, y un cambujo con otro indígena es un tente en el aire, claro signo de que ya se les habían agotado los nombres (también hay «torna atrases» y «no te entiendos», estos últimos una combinación de un tente en el aire con un mulato). Concebida como herramienta didáctica para que los reyes de España pudieran aprender algo más acerca de su distante reino, la práctica de las pinturas de castas floreció durante unos cien años antes de extinguirse con la Revolución de 1810. Pero la propensión de encasillar a la gente por su raza o etnicidad, lamentablemente, está bien vigente. Muñiz nos está esperando en el café del museo. Por un lado, un bote turístico pasa por el Canal de Santa Lucía rumbo al Parque Fundidora. Luego de charlar sobre el panorama político actual, le pregunto si las redes periodísticas que se están formando —él forma parte de la Red de Periodistas del Noreste— podrían jugar un papel en la protección de los reporteros frente a la violencia que los aflige. «Las redes surgieron primero para tener interacción entre nosotros para saber qué estábamos haciendo, protegernos… [avisar] a los compañeros por si pasa algo, sepan donde pasó. Mínimamente. Después de eso, pasamos a tener cierta comunicación con las autoridades cuando había abusos contra unos compañeros… vamos apenas en este punto, pero creo que falta todavía mucho». En eso, Muñiz tiene conocimiento de causa: en el 2012, luego de haber ganado el Premio de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) por un reportaje que le hizo recorrer la ruta de los 72 migrantes asesinados hacía dos años en San Fernando, Tamaulipas, se dirigió a Ciudad Hidalgo, en la frontera sur, para seguir el trabajo, entrevistando a migrantes y contando sus historias. En ese entonces, tras haber sido despedido de su antiguo trabajo por «poner en riesgo a los integrantes de la redacción», Muñiz trabajaba de stringer o freelance.

Cuando fue levantado por una patrulla, no sólo no contaba con ningún documento que demostrara su trabajo profesional, sino que había dejado su cartera y demás pertenencias en el hotel. «Ciudad Hidalgo está rodeada de monte —cuenta— y después de unos minutos, quizá 15 o 20, la camioneta se detuvo, se salió del camino y entonces el terror se volvió algo tangible y concreto, como un globo que se va inflando en el centro del pecho y se expande, se quiere salir por los ojos, por los oídos, por la boca y lastima». Los elementos lo golpearon, le colocaran el cañón de un rifle en la cara y solo después de mandar a su cuarto de hotel a alguien más (que robó todo: cámara de fotos, de video, laptop y libretas con el trabajo de una semana) para verificar su historia, lo dejaron, ensangrentado pero vivo, en el monte. Al regresar descalzo al hotel, el dueño, luego de recomendar que no hiciera ninguna denuncia, le explicó la movida. «Los policías locales, asociados con el cártel de Los Zetas, cobraban a los “polleros” o “coyotes” cuotas por transportar a los migrantes», explica Muñiz. «También los extorsionaban y si eran mujeres atractivas las violaban. Ellos eran los dueños de esas personas y cuando me vieron, pensaron que yo era un “coyote” queriendo llevarme migrantes sin pagar la cuota». Nuestra última parada en Monterrey es la Fonda San Francisco, ubicada en el barrio de San Pedro Garza García, al sur del río. El dueño es el chef Adrián Herrera, que se ha vuelto famoso como el juez de la mirada intensa en el programa Masterchef México. Pero no estamos ahí —o no solamente— para degustar sus tacos de fideo y su empalme «satánico», sino porque nuestro amigo, el profesor Jason Weidner de la Universidad de Monterrey, ha convocado una mesa redonda de expertos para ayudarnos a entender esta extraña tierra de nadie que es el norte de México. O los muchos nortes, precisa el profesor Javier Pérez Rolón, justo como hay muchos Méxicos. Y es cierto que la cultura de Nuevo León poco tiene en común, por ejemplo, con la Tijuana que acabamos de visitar. Lo que une toda la región, por supuesto, es su mirada hacia afuera. «Las comunicaciones simplemente son más fáciles hacia el norte que hacia el centro del país», explica el historiador Luis Alberto García García.

Y es cierto: los 225 kilómetros que separan Monterrey de la ciudad fronteriza de Laredo, Texas, se cubren en poco más de dos horas y media; un viaje a la Ciudad de México, en cambio, implica 900 kilómetros y 10 horas. Una disparidad que, antes de la llegada de los coches y las carreteras, era aún más evidente. Esto hizo que muchos de los empresarios regiomontanos se educaron en escuelas norteamericanas, importando modelos no solo de producción sino también de urbanización. Dada la falta de recursos naturales con respecto al sur, agrega Rolón, fue una cosa natural que la economía buscará otros ramos para desarrollarse aparte de la agricultura. «Y con fondos propios —matiza García—; Nuevo León es el único lugar en América Latina que se industrializó con capital nativo, no extranjero». Además de propiciar ciertas formas de desarrollo, la geografía de la región también sirve de otra cosa, más nefasta. «Nuestro mar mediterráneo es el desierto de Sonora», comenta Weidner. «Igual que la Unión Europa [con el mar], Estados Unidos weaponize el desierto… estratégicamente, intencionalmente, ha fortalecido las barreras y todas las instalaciones para canalizar el flujo migratorio hacia el desierto y de esta manera se ha convertido el desierto de Sonora en un arma». Y no solo en la frontera norte, agrega el profesor Henio Hoyo, sino también en la sureña con Guatemala, «pero en lugar del desierto… la selva. Encauzarlos a la fuerza».

Antes de partir de Monterrey rumbo a ese históricamente lejano centro de México, tomamos unas últimas cervezas en la cantina El Centenario. Ya que se encuentra frente a la Universidad Metropolitana, es un lugar de reunión tanto de estudiantes como de los empleados de los negocios aledaños. Y con temperaturas que suben hasta 45 grados en el verano, está dotada, felizmente, de aire acondicionado… o como se conoce en estos rumbos, de «clima». Salud, nos vemos en Morelia.


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