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Florilegio 

by Rey Emmanuel Andújar
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La obra de Pedro Mir sigue influyendo a los escritores y poetas de las nuevas generaciones. Una muestra de esto es el siguiente texto. Pasando por el bachillerato hasta su periplo por otros países, pueden seguirse las múltiples aproximaciones del autor a la obra del poeta nacional dominicano, que van desde lo netamente social al ámbito exclusivamente literario. Todo este recorrido se encuentra puntuado por el poema Hay un país en el mundo. Reconociendo la deuda con Pedro Mir, Rey Andújar reflexiona sobre el peso de su obra y su vigencia actual. 

Sin importar cuánto admire a Pedro Mir, siempre voy a leerlo con una espina que me impedirá sentirme cabal, pleno. No se trata de los atributos de su escritura o la eficacia de su alcance… ni de la terneza de sus ideas. No. Se trata de una carencia propia; no dejo de culparme por haber leído a Mir de forma distraída, mientras que su poesía ha estado siempre en los episodios de mi vida de una manera sigilosa, humilde y puntual, comparable quizá a la secreta tenacidad de los grandes y verdaderos amores. 

Cursé la secundaria en el politécnico María de la Altagracia, en Villa Duarte. Tradicionalmente, los estudiantes de cuarto año debían recitar un poema de un poeta dominicano frente al acto de bandera, todas las mañanas hasta el día de la graduación. Siendo la República Dominicana un país de poetas, se podría pensar que esto no era un problema, pero hasta los poetas se acaban. Mir me vino a la memoria porque hacía poco lo habíamos «estudiado» en clase. No nos dieron el poema completo. De lo que había en el compendio de literatura, me aprendí hasta donde dice «Hay un país en el mundo donde un campesino breve / seco y agrio / muere y muerde descalzo […]». No me sorprendí cuando me dijeron que la opción estaba tomada; no pregunté a quién le tocó. Destaco ahora que lo segundo que me vino a la mente fue elegir a Juan Antonio Alix. Recité «Los mangos bajitos» y me suspendieron por dos semanas, pero eso es realmente otro cuento. 

Desde los balcones del politécnico se ve extenderse el Ozama sucio, repartiendo y gobernando. Largas tardes pasé frente a esas barandas pensando en el barrio hundido en el olor a melaza de Barceló, los primeros y buenos besos, creando sin saberlo personajes que me acompañan ahora y de los cuales me separa todavía aquel río. Parado ahí vi aparecer a Ilonda, entre unos platanales. Habíamos hablado poco porque siempre estuvo en otros cursos, pero estábamos en la mesa directiva de la promoción de graduandos, así que, por cosa obligada, nos encontrábamos colaborando en kermeses y ferias del maíz. Dijo hola y no sé por qué murmuré algo sin mirarla, con los ojos fijos en el contraste del Alcázar y los tejados de zinc brillando, calientes, cayéndose en el lado de Santa Bárbara. Sin que se lo pidiera, explicó que las ciudades rozadas por un cuerpo de río necesitan un balance: un lado pobre y otro lustroso. Con eso quedaba claro que Villa Duarte, raquítico, salía perdiendo en la ecuación y no la culpo por haber llegado a esas conclusiones: el sueño de toda alma latiente de Villa Duarte era mudarse para «aquel lado»: el lado en donde ella vivía, precisamente Ciudad Nueva, el misticismo, la constelación romántica de mi cursilería. Porque yo quería ser poeta, pero mis preocupaciones principales en ese cuarto año se limitaban al destino de los Metros de Nueva York, la rivalidad entre Olga Lara y Vickiana, y varios poemas de Neruda y Benedetti que mi abuela recortaba de Vanidades y la revista Mujer 2000 para calmarme la fiebre.

La muchacha siguió hablando –la quijada cuadrada de perfil con un sol de amarillo sereno golpeándole la boca, el cuello tenso y los hombros hacia delante–, hasta que tocó las hojas de un limonar y cantó: «Procedente del fondo de la noche / vengo a hablar de un país sencillamente pobre de población / pero no es eso solamente / natural de la noche […]». Y no dijo más; se fue sin decir adiós, rasgando el asfalto. Fue ahí que descubrí que metía, arrastrando, un pie cuando caminaba. Me dejó roto pensando en aquel poema que sonaba a verdad y jodido con la idea de que era coja y no me había fijado. 

Del trazo de poema que ella recitara aquel sábado se me quedó por dentro el verso «Procedente del fondo de la noche / vengo a hablar de un país sencillamente pobre de población». El lunes, frente a la bandera, ella notó la espina de desesperación que me dejó imposibilitado todo el domingo, con humor de perros; me costó reconocer que estaba pensando en ella, en verla de nuevo, su cojera, el poema. ¿De quién era? Bajo el mástil, una muchacha de trenzas pesadas llamada Mitzy se enredaba con la tricolor, equivocándose con versos de La criatura terrestre del poeta y pianista Manuel Rueda. 

Ilonda, consciente de mi desesperación y cumpliendo con rituales antiquísimos, me la puso difícil y se escondió durante el recreo. Aquellos fueron los 35 minutos más terribles. ¿Dónde estaba mi coja? A la salida, hacia las cinco de la tarde, pude encontrarla doblando por la factoría de Barceló en donde se reciben las botellas sucias de ron. Ese olor siempre me trae el Macorís de Mir, un domingo en la mañana, cuando la melaza se encuentra con el vinagre. Haciendo una seña, me condujo hacia los bajos del puente. Ahí estaba el río como un manatí manso, manchado del diesel que brotaba desde una planta eléctrica flotante. «Somos, mi familia, de San Pedro de Macorís», dijo. Reparo ahora en la coincidencia. «¿De quién es el poema que me recitaste?», disparé a boca de jarro. «De Mir, de don Pedro Mir», respondió sin mirarme. A los pies del Ozama, de este lado, un mulato estacionaba un motor y abrazaba una muchacha. Ella contó que el papá era de una cosa llamada Sitracode; habló de sangre y de motines y de abril de 1984. Lo contó con algo triste y pausado, con una seriedad que despierta en mí el signo del holgazán. 

Aclaró que aquello era parte de Hay un país en el mundo y que yo no podía saberlo porque, como toda la clase, me embotellé el trozo del compendio. Dijo que su papá se lo recitaba cuando chiquita para que se pudiera dormir. El sindicalista recitaba también cosas de Lezama Lima. Fui audaz y le dije que tenía dos cuadernos llenos de poesía. A ella se le iluminaron los ojos y habló con un dejo enamorador…, un brillo que va a rescatarla de cualquier vejez, siempre. «Si me enseñas tus cuadernos, te leo los míos», prometió. Era la primera muchacha que me hablaba de poesía. Traje mis poemas horribles, reescrituras del despecho entre Braulio de España y el Indio Duarte. Algo me dijo que la dejara hablar primero. No quiso leer sus poemas y arrancó con una retahíla: «y los brazos del hombre más simple son del ingenio y sus venas de joven calibre», «y las manchas de plomo en las ingles son del ingenio y las leyes calladas y tristes», versos recitados con una fuerza asmática que años después, en un sótano de Bellas Artes, descubriría con Loraine Ferrand. Era Mir de nuevo entre nosotros, pero yo no podía saberlo.

Una tarde compramos una botella de ron y nos sentamos en el faro de Sans Souci. Habló del papá preso y de cómo un sargento de la secreta se ofuscó con él. Cuando después de furiosas diligencias le devolvieron al hombre, se dieron cuenta de que algo se le había detenido. El dolor y la humillación son capaces de retrasar los relojes. Contó cómo recurrió al poema en las noches largas, cuando los colmadones se han agotado; le cantaba al papá, meciéndolo, para dormirlo así, pero también para despertarle aquel brillo que todos llevamos dentro. La seriedad de ella hacía que uno se sintiera rebajado. Pero mi padre y mi madre estaban sufriendo también a su manera. Todos tenemos un mártir por ahí. Le pedí que leyera un poema suyo, uno de amor. Pero nada, prefería seguir hurgando en esa especie de «florilegio» del gran resumen de todos nosotros que es don Pedro. «Y a la joven temprana cosiéndose los párpados / en el saco cien mil […]», «Y al perfil sudoroso de los cargadores envueltos en su capa de músculos morenos». Entonces nos besamos un poco. Hay un sabor a mentolado de fresa Halls en la reminiscencia. 

Cuando leyó el poema en el politécnico, la mañana que le tocaba, cogió todo el aire y nos mató el gallo en la funda. Una monja quiso detenerla cuando dijo «en el mundo fragante colocado / en el mismo trayecto de la guerra / traficante de tierras y sin tierra / material matinal y desterrado y así no puede ser / desde la sierra procederá un rumor iluminado», pero dos gordas que estaban en mi clase se lo impidieron. Y yo fantaseando, preguntándome si don Pedro Mir, en algún sueño caliente, se habría imaginado esta escena o si está imaginándome ahora en donde lo tiene Juan Rulfo: en un cielo aplacado por lo celeste.

Años más tarde estaba en Puerto Rico probando suerte como malabarista en el Circo Kibut del Deseo. Los performances se hacían de miércoles a sábado en una barra llamada Nuyorican Café, algo así como una extensión cósmica del original en Loisaida. Regularmente los sábados tomaba clases de literatura. Después de varios fracasos en restaurantes de comida rápida y de comida lenta, me puse a estudiar literatura porque el pupitre da estructura. Allí me encontré con Mir de nuevo durante una visita a una casa en donde también había una mujer coja. Mi vida se alineaba con Mir y dos mujeres cojas. Y digo con Mir porque ella tenía un libro en su biblioteca, una gran antología: Hay un país en el mundo y otros poemas. La coja habló de Bosch y de Alcántara Almánzar y de Mir con una autoridad que me hacía empequeñecer. Así me dio de golpe una verdad básica: mi conocimiento o interés por la literatura dominicana no pasaba de ser algo ligero, superficial. Ahora sé que mucho de ello tiene que ver con el miedo. Es duro verse frente al espejo, encontrarse desierto y deforme. 

Aquello me molestó tanto que me robé el libro, libro que he rescatado de naufragios posteriores y que camina conmigo como para recordarme que vengo de un hueso entre el eco y la carne del costillar, de una media isla, «silenciosa, terminante / sangre herida en el viento / sangre en el efectivo producto de amargura». 

El acto delictivo hizo revivir el poema en mí y desde el vapor de mi buhardilla del viejo San Juan, empecé a recitar retazos en voz alta para calmarme el estrés del circo. Trabajar en un circo es eso mismo, así como suena, «Quiero ver su amargura necesaria / donde el hombre y la res y el surco duermen / y adelgazan los sueños en el germen / de quietud que eterniza la plegaria». Mir tenía la facultad de rescatarme del tedio que flota en los restaurantes de pueblos turísticos en agosto, de la cosa maligna por lo melosa que se desliza a eso de las cuatro de la mañana en cualquier estación de policía. Uno se pasa negando sus barrios con el cuerpo y la imagen, pero estos siempre regresan; hay un momento cursi y desprevenido en donde aquellos olores y tropezones y trompadas regresan. Para mí será siempre la basura mezclada con excremento, sal y jaibas en el universo de los Molinos y Calero, Villa Francisca, y lo que es ahora el Barrio Chino, o el olor de las imprentas en la Noel o la Meriño, los sábados en la tardecita bebiendo ginebra con china y granadina en el Museo del Jamón y el aire acondicionado y el olor de los jamones y las muchachas bailando flamenco; mujeres esas, serias como toros de Guisando, que luego se iban a los bares parte atrás a bailar merengue y algo traían de aquel garbo y lo mezclaban con este caché…, mujeres altas y maquilladas todavía con aquel moño coronándolas. 

El semestre siguiente me pareció obvio tomar una clase con Miguel Ángel Fornerín. Aquello fue bueno porque me dio una perspectiva diferente de la literatura dominicana y quizá el estar en Puerto Rico, trabajando en un circo y sanquipanqueando de vez en vez, me abrió el chance de leer de forma desorganizada y con verdadero placer. Leer sin compromiso. Reconozco ahora que de no haber tomado esa clase, se me hubiese hecho imposible delinear mi tesis de doctorado. El profesor leyó aquel poema completo. Admitió su calidad y cualidad, aunque aclaró, para mi total sorpresa, que Mir era mucho más y que quizá la grandeza del poema, tan mal aprovechado por el oportunismo, impedía en cierto modo que la gente se lanzara al mismo sin restricciones o ideas preconcebidas. Dijo que Mir era también una novela, Cuando amaban las tierras comuneras

Hoy, que he cambiado el malabarismo por la contorsión y que digo «no» a los circos y a las malas noches, aunque de día también hay piedras y penumbras y yo sigo tropezando con ellas, he decidido dejar de admirar a los poetas muertos que pretenden estar vivos y regresar más al Mir de la novela, este Mir de mi madurez, que al poeta «ebrio de orégano y de anís / mártir de los tórridos paisajes». El Mir de Cuando amaban las tierras comuneras utiliza una prosa torrencial: no hay signos de puntuación, las pausas son escasas, es una escritura al galope, audaz por la manera en que respira. No puedo dejar de pensar en Ilonda y el asmático silbido de su recitar. 

El escritor utiliza la novela para atacar todo tema que podría pasar desapercibido en el fuero poético. Se explaya sin abandonar la poesía pero no se abandona a ella y el medio, lo narrativo, permite unos momentos de lucidez; dramáticos, por la destreza con que aborda el contexto socioeconómico de la República, Puerto Rico y Cuba Las partes iniciales de esta novela se prestan para trazar una comparación con La guaracha del Macho Camacho de Luis Rafael Sánchez y el preciosismo de Lezama Lima. Quizá los símbolos principales son el automóvil y la fuerza indómita de la juventud. El hombre de esta novela es uno abandonado a la contemplación de la miseria. Para Mir, la miseria del Caribe posee una fuerza parecida al salitre, que va corrompiendo, carcomiendo, con una falsa elegancia. Aquí es bueno recordar a William Faulkner y sus maneras de contar la miseria; la arenilla, el polvillo que brota de las colisiones entre la palabra poética y la de uso común. Quien escribe encuentra en estos pliegues o quiebres los sentimientos extremos de la gente, sus desesperadas manifestaciones de vida, o sea, sus maneras de aferrarse a la existencia por absurda que parezca en ciertas noches. Pienso en la novela y recuerdo que soy un contorsionista que antes hacía malabares en un circo «con la misma gracia de esas deliciosas criaturas que emergen temblorosas y fulgurantes de las mismas profundidades del mar o de las mismas entrañas del amor cuando es limpio el anzuelo y convincente la carnada y de paso es seguro el cordel y transparente la aurora»

Al final de mi último semestre, preparé mi mudanza a Chicago y presenté mi proyecto de tesis. En ese tiempo ya el profesor Fornerín y yo profundizábamos una amistad basada en esa cosa santa que arrastran consigo los inmigrantes. Entre los libros que me regaló, los tesoros, quiero decir, está la versión original de Escalera para Electra, el objeto de mi tesis. El hombre, que me sabe escritor de relatos y ha dicho públicamente que los disfruta, incluyó sabiamente en el paquete El escritor y sus fantasmas. Con Ernesto Sábato aprendí que los escritores, alejados de la bulla del aplauso nacional, desterrados, salvados de las trifulcas de las mesas de café, logran asediar lo fundamentalmente propio. Poco antes del final, el escritor errante descubre que no hay otro país que el inventado, que toda obra se levantará desde el fracaso anterior. Pero cuidado con confundir fracaso con derrota o desidia; la literatura también es una de las formas de la sorpresa y la alegría: cuando creí que había leído lo mejor de Mir descubrí al fondo de aquella caja Cuando amaban las tierras comuneras, con las notas a mano, las emociones, del maestro Miguel Ángel. 

Hay un país en el mundo es el poema que nos engloba, de eso se ha hablado mucho… Prefiero pensar en un país en donde está Ilonda recitando, haciendo viva cada palabra con el pecho erguido, el triángulo de sus caderas y el terso sudor de sus tobillos. O de nuevo su voz, ronca y anhelante, generando el vilo que arrulla a los hombres rotos en los balcones de Ciudad Nueva o a las mujeres fugaces, tragadas por el canal de la Mona, esperando por los delfines que trazarían la ruta. Mujeres y hombres sucumbiendo a la luminosidad. 


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