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El discurso visual de Manuel Montilla

by Delia Blanco
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Las décadas del cincuenta y del sesenta del pasado siglo XX conocieron una producción pictórica relevante en toda América Latina y en el Caribe, que se abrió al mundo con una impresionante fuerza de expresión gráfica y visual. Este espacio estético se identificaba ante todo por su imaginario literario, gracias a las obras universales de Miguel Ángel Asturias y Alejo Carpentier en la primera mitad del citado siglo XX, hasta que posteriormente se produjo el boom literario latinoamericano con Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez, entre otros, a la cabeza. Este fenómeno significó un diálogo de lectura abierta con los imaginarios, las leyendas, los mitos y la realidad histórica y social caribeña y latinoamericana. Por otra parte, el gran surgimiento de la expresión muralista mejicana, personalizada en la figura de Diego Rivera, marcó la historia del arte universal a través de sus exposiciones en París y en los Estados Unidos de Norteamérica, configurando un pensamiento estético nutrido por la conciencia de pertenecer a una identidad excepcional dentro del concierto de la civilización universal.

Otros maestros mayores, como Wilfredo Lam, aportaron sus huellas y señales en la producción artística internacional, abrazándose con los procesos de las experiencias y de las especificidades de las nuevas vanguardias e imponiendo sus procesos, sus códigos y materias en la producción artística universal. El Caribe hispano se midió con la academia clásica española con las propuestas de composición y expresión fragmentada del cubismo y el surrealismo. La República Dominicana tuvo un proceso muy significativo por la influencia de maestros nacionales como Jaime Colson, que residieron en Europa y a su regreso formaron y capacitaron a las L futuras generaciones y contribuyeron a la creación en Santo Domingo (entonces Ciudad Trujillo) de una Academia de Bellas Artes que educó a varias generaciones de artistas, tomando en cuenta un acontecimiento único en la identidad de la posmodernidad dominicana, que fue el aporte de los artistas españoles exiliados, grupo que participó de lleno en los cuestionamientos y los giros de la posmodernidad visual del país. Estos referentes deben ser analizados para comprender la gran significación de cada generación, y especialmente en lo que concierne a la estética y al discurso ético de la pintura dominicana que surge en los sesenta. Manuel Montilla pertenece a la sólida generación de la década del 70. Esta generación fue forjada por una Escuela Nacional de Bellas Artes en la que la enseñanza se recibía con el empuje de profesores y maestros que obligaban al estudiante a investigar y a formarse desde una perspectiva de compromiso y responsabilidad ciudadana. Aún la sociedad dominicana sollozaba por los dolores de la guerra de Abril de 1965, y por una transición democrática compleja en la que el autoritarismo no soltaba las riendas. Esta generación a la que pertenece el maestro Montilla comprometió su destino artístico, convencida de que podían cambiar el mundo, motivados por el impulso abierto logrado a través de los artistas españoles republicanos, quienes decidieron asentarse en tierra dominicana en los años cincuenta, aportando y trayendo sus experiencias y conocimientos de las nuevas vanguardias europeas. Estos estudiantes eran jóvenes soñadores, afianzados militantemente en el arte como un arma cargada de futuro, sin temor a enfrentar los riesgos que significaba entonces emigrar en 1977 a una España rebelde amortiguada por 40 años de franquismo. Uno de esos estudiantes fue Montilla, quien se la jugó y dejó la isla para trasladarse a su destino en el viejo continente y «ser artista, solo artista», costase lo que costase. Montilla se graduó con brillantez en la Escuela Nacional de Bellas Artes, y logró en 1974 el Primer Premio de Dibujo en la XII Bienal de Artes Plásticas de Santo Domingo.

Dibujante ante todo, la línea y la forma geométrica del maestro Montilla son un enjambre de múltiples códigos y señales que hacen fondo silencioso y prudente, ocultado por el pintor para que el vidente de su obra penetre en lo más profundo de la materia pictórica. Si el centro o el primer plano de su cuadro enfoca un cuerpo zoomórfico que evoca un manatí, o una cabra en gestación, esa misma masa puede transfigurarse en una mujer opulenta y danzante errante en las fiestas nocturnas de los cañaverales, porque el pie o la pezuña que marca una presencia bestial o humana permite evadirse de todas las periferias de la forma en un ritual en el que el ser humano y el ser animal se confunden en una misma celebración de magia y de vida, que puede ser el espacio antropológico de los ingenios de las ciudades de La Romana y de San Pedro de Macorís. Una armonía celestial nocturna se compone con todos los fetiches y amuletos que salpican internamente la pintura para hacer un equilibrio entre el discurso técnico y el discurso poético. Su alegoría visual está hondamente conectada con su entorno progenitor, precisamente con el medio rural azucarero de la provincia de La Romana, donde nació y correteó toda su infancia entre los cañaverales y los ingenios azucareros del Central Romana. Es indiscutible que los colores morados y fucsia de algunos fondos de sus telas surgen de la penca de caña, que los azulones nocturnos salen de las noches cerradas de enero y febrero que cubren los misterios y secretos del brujo del batey, que los verdes oscuros y musgosos derraman el brote de la caña prendida antes de volverse marrón oscuro y el color caramelo de la melaza y de la miel de azúcar. Esos colores tan precisos y específicos del pintor pueden de algún modo llamar a un diálogo antropológico con la obra. Una obra de un gran trabajo riguroso y pensado con alta preparación y método, sin refrenar toda libertad de expresión y lirismo. Manuel Montilla trabaja con acrílico para darle una consistencia de capas a sus obras que recuerda los óleos más clásicos del Renacimiento. La obra pictórica de este artista tiene la precisión, el detalle y la minuciosidad de los alquimistas.

Como la reina del panal, el pintor es un constructor, un armador de un sistema visual en comunicación y movimiento permanente entre el fondo y el primer plano. Los detalles contenidos en lo más profundo de las capas de pintura son las puntuaciones de la representación central, un collar, un amuleto, una cruz, un higüero, un palo de mando, una cinta perdida fundidos en la materia les ofrecen a sus masas danzantes y flotantes la ritualidad del carnaval, del gagá, de la fiesta de palos y de las ofrendas del altar mayor. Esta primera impresión nos confirma una vez más los matices, las alegorías y las convergencias visuales entre el sincretismo visual de la mágico-religiosidad caribeña y el surrealismo occidental. El conjunto de la obra de Montilla se mueve y se expresa en ese límite abierto y de fusión. Montilla llegó a Europa con una madurez visual muy confirmada. Se fue con su trópico y regresó varias veces a la isla con sus colores y sus luces, enriquecido por sus nuevas vivencias visuales en Madrid, adonde llegó y donde ha vivido por unos 30 años, adquiriendo un gran dominio de su técnica y de sus investigaciones en la Academia de San Fernando, donde practicó, experimentó y encontró toda la ciencia de la base de su obra y el lenguaje de sus contrastes y luces. Sabe trabajar en grande tanto en el sentido formal y literal como en el sentido metafórico, pues se toma todo el tiempo que le pide el tratamiento de la materia y de la tesitura impuesto por el sujeto central.

La exposición de las obras de Montilla tiene que manejarse con el discurso de la luz natural. En ese contacto se expresa su lenguaje visual que parte de la sombra y se aclara paulatinamente hasta encontrar el sol. Un fondo verde, azul o rojo movido en diferentes cambios de luz puede evidenciar un símbolo y un código mantenido secreto en la oscuridad. Cada obra de Montilla exige múltiples lecturas para lograr una interpretación y asimilación totalizante. Los detalles son una escritura por descifrar, un mensaje, una señal que puede expresar múltiples matices y complejidades que muchas veces parecen ocultos en masas y en estado de levitación o suspensión cósmica. Estamos frente a una situación visual bastante perturbadora que nos pone a pensar en la noche muy cerrada que encierra en la oscuridad los elementos vivenciales del día; así funciona la obra de este artista, invita a sacarle a lo oscuro todos los detalles del cuadro, evolucionando y evidenciándose a través del movimiento del sol. Él plantea en su ejecutoria plástica la interpretación de la imagen con un lenguaje que parte de lo figurado en la realidad, y lo interpretado logrado por la libertad del imaginario cuando la visión se hace semántica y discursiva de lo que se ve, y de lo que se siente, porque ver es también sentir y pensar, porque el color causa un efecto, una dinámica y una energía, y es ahí donde se comunican los dos imaginarios, el del artista y el del público, desatando un trasfondo de múltiples lecturas de una misma obra, provocando asombros, curiosidades y referentes compartidos o individuales. Esta obra se fecundó y se fortaleció en la partida de su país de origen hacia nuevos horizontes, nuevas luces y sombras. Si en España desarrolló nuevas investigaciones pictóricas, con una seria práctica y un trabajo continuo desde el taller, no es menos cierto que llevó de su tierra tropical, a través del recuerdo, del sueño, de la nostalgia y de la separación, toda la esencia poética de su trópico escondido en el fondo de sus telas. La factura de este pintor posmoderno es surrealista, pero con una intensa expresión de la trascendencia de la realidad sobre el sentimiento y las emociones. La obra pictórica de Montilla nos lleva a pensar en tantos conceptos que se manejan en una simbiosis de lenguajes, que a su vez se filtran sin límites de definiciones. Frente a la obra de este gran artista, nos sentimos invitados a analizar su discurso con la sabiduría literaria de una obra de Alejo Carpentier, donde, por encima de la realidad humana e histórica del Caribe, el escritor nos ofrece todas sus virtudes imaginarias en el arte de escribir para llevarnos a salir de la realidad y penetrar la visión barroca, sincrética y maravillosa de su mundo y, a través de este, engendrar el nuestro… Es como salir de la realidad social e histórica para entrar en el desenlace de la belleza, de la estética que hace arte, es decir, del duende compartido.

Es ahí donde entramos en lo más profundo de su musa surrealista, así como en Magritte y en «su manzana», que ya no era la manzana ofrecida al espacio real de su vista, como tampoco lo fue «la pipa». El Caribe atrae por la magia de sus imágenes existenciales de la cotidianidad, es un espacio que nos ofrece nuevas miradas hacia la realidad, siempre abrazada a situaciones que fecundan, tanto en los escritores como en los pintores, una asombrosa fuerza del imaginario que permite entrelazar los mitos y las leyendas con los acontecimientos históricos y las convulsiones políticas, como lo hicieron con excelencia Horacio Quiroga, José Eusebio Rivera, Miguel Ángel Asturias y el mediático García Márquez. Ellos manejaron en sus obras literarias una multitud de elementos semánticos para construir en sus frases un río frondoso de exaltaciones lexicales y verbales edificadoras y de abundancia múltiple y multiplicadora de cuentos, historias y fabulaciones, nutridas por el arte barroco de lo denso, lo intenso y arrebatador de la realidad, hasta entregarnos una visión del mundo donde nos perdemos y nos reencontramos bajo el ejercicio del explorador que corta la hojarasca para encontrar el camino en la selva.

Ahí donde Lam impuso un lenguaje propio como respuesta al cubismo y al surrealismo, escarbando en su entorno existencial, en su flora y su fauna insular, toda la magia del imaginario africano y amerindio para lograr el manifiesto de un lenguaje plástico y visual caribeño y universal en su emblemática obra La jungla. Estamos frente a una estética sincrética que integra todos los signos y códigos, todos los detalles materiales y espirituales de una misma realidad. Es esa abundancia que nos lleva hacia el espíritu del barroquismo clásico español, lo más para lo más bello. No importa la intensidad, lo importante es encontrar el hilo conductor de la belleza en el gran laberinto de las fuerzas obvias y ocultas de los misterios y de las revelaciones entre lo mágico y lo material. Entonces, surge una estética mágico-religiosa que integra estos elementos probablemente opuestos bajo el razonamiento occidental del recurso del método y del racionalismo en un equilibrio, una simbiosis, que van más allá del surrealismo académico y racional de Breton, porque su fuerza expresionista toca las emociones antes del proceso cerebral para componer el discurso. Montilla se mueve en esas dinámicas de la impresión y de la expresión que transmiten la emoción antes de la idea.

Las formas visuales logran a veces una perfección en la línea haciendo un trazado de un gran virtuosismo. Recordamos la forma de un trompo en una armonía casi monocromática con sutilezas de luz en la profundidad entre marrón y ocre, donde la forma geométrica central del trompo se mantiene sostenida en un fondo astral como en espera de un lanzamiento. En su masa arquitectónica, el trompo retiene una espiral de líneas que aguantan su dinámica energética. En esta obra presenciamos varias revelaciones en la fuerza de la línea y del trazo; la obsesión en la búsqueda de mecanismos geométricos para revelar la idea o el sujeto, y finalmente el diálogo visual entre lo real y lo imaginado… Los títulos de sus obras nos evocan espacios culturales dominicanos que transforman esa realidad social en alegorías de códigos y símbolos, pero, también, señales que se convierten en formas, colores, líneas y masas que nos inducen a reencontrar el origen en la realidad o en el sueño. El conjunto de dicha obra desde su origen tiene una coherencia fiel e insistente sobre las raíces culturales del artista.

Tanto en el dibujo como en la pintura y la escultura, la totalidad de la misma se mueve en línea y volumen en torno a una realidad visual vivida y pisada por el artista desde su llegada al mundo. Toda su obra es una invitación única para volver a la fuerza alegórica y semántica de los maestros de la generación de los años 70, donde él ocupa un espacio excepcional dentro del conjunto de pensadores, escritores y artistas cuyas obras literarias o plásticas marcan un espacio privilegiado en el que hay que considerar al Caribe como una cuenca de fecundidad ética y estética, capaz de cuestionar las propuestas occidentales y traer al mundo nuevos giros de interpretación y asimilación de la realidad.

Manuel Montilla aporta la excepción dominicana en este gran concierto barroco y mágico de la creación artística caribeña contemporánea, con los elementos de la mágico-religiosidad, con el discurso plástico y visual de un gran maestro de la pintura posmoderna dominicana perteneciente al mundo. Toda una carrera de arte, investigación y trabajo permite al público y a los coleccionistas pensar el entorno existencial con el duende de un imaginario envuelto en la libertad de lecturas visuales que muestra el juego de la mirada mágica y surrealista, una mirada suelta y libre, como un canto poético al universo.


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