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El fútbol del señor presidente: Crónica de Colombia en el Mundial de fútbol

by Vanessa Londoño
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En el Mundial de Italia 90, Freddy Rincón metió un golazo que puso a mi viejo a brincar en la cama y mandó a mi muñeca de plástico a volar contra el techo. Colombia clasificaba a octavos con un juego minucioso y una nómina inversosímil de melenas bien peinadas. Tuvieron que pasar cinco mundiales para que yo pudiera sustituir este recuerdo por uno mejor: Colombia, en cuartos de final, le ganaba a Brasil 1 a 2, en Fortaleza. Digo «ganaba», porque ganó el país aunque perdió la selección.

A Kid y a mí, papá nos enseño a ser hinchas del Once Caldas de Manizales, un equipo doméstico que en el 2004 dejó el hábito de la media tabla para ganarle a Boca Juniors la Copa Libertadores de América. Al Once le dicen el «blanco, blanco», no solamente porque el uniforme es del color de la cal, sino porque la afición les cobra a sus jugadores el impuesto de jugar limpio por el derecho a llevar la camiseta. Fue por el «blanco, blanco» que a mí, muy pequeña, me llegó la primera lección del fútbol: el corazón se vincula a donde el fútbol pertenece.

La segunda lección que aprendí por el fútbol fue viajar. Mi papá organizó siempre su agenda de viaje en función de la gira del Once Caldas por las distintas ciudades de Colombia. Fue a través del Junior que conocimos Barranquilla, y del dim, Medellín. Hace unos meses se le ocurrió que iríamos al Mundial con la excusa de conocer Brasil. Colombia venía de hacer una brillante campaña en las eliminatorias de la Confederación Suramericana de Fútbol y había logrado clasificarse segundo, después de 16 años sin ir a un Mundial.

El viaje, que incluía los tres partidos de la selección en la primera ronda del Grupo C, intuyo ahora, se refería más a una deuda que mi viejo tenía con sus hijas. La última lección del fútbol que estábamos a punto de aprender era que los colombianos no somos ciudadanos: somos hinchas. Sao Paulo El Mundial comenzó en el Aeropuerto Jorge Chávez, mucho antes que en Brasil. Luego de casi dos días de viaje, llegamos a Sao Paulo y a pesar de lo que decía el Lonely Planet, lo único que vi fue: A Pelé comprando una moto. A Pelé vendiendo un carro. A Pelé recomendando cremas para afeitar. A la carota de Pelé sonriente sugiriéndonos comprar un seguro. A Pelé vestido de traje anunciando la entrada a un car wash.

Cuando las estrategias mercodológicas que utilizaban a Pelé al fin nos dieron una tregua, apareció el Edificio Copán, que en 1952 fue diseñado por el arquitecto Oscar Niemeyer. Brasil es un museo viviente de Niemeyer, y el Copán parece una ola que ha sido importada de la playa a la ciudad con el encargo de quedar suspendida. La estructura tiene dos barrigas por cara y te hace olvidar que todo alrededor se compone de líneas rectas inflexibles. Si la miras desde abajo, te parece una bandera que ondula desde el asta y que va a despegar. Casi 5,000 personas se bañan a diario allí, en esa nube de concreto.

A las cinco de la tarde, luego de un sándwich de mortadela en el mercado municipal, y varios bidones de cerveza, subimos a la terraza del Edificio Italia. La solana rodea la estructura redonda, y mientras le das la vuelta el día tiene suficiente espacio para caducar. Entonces puedes ver Sao Paulo desde todas las perspectivas, y desde todas las perspectivas te parece lo mismo: una Nueva York soviética.

A Rodrigo lo conocí hace siete años en Londres. Es guapo con modestia y zurdo para encender los cigarrillos y beber. Vamos a encontrarnos en la Villa Madalena, en la Mercearia São Pedro, según me escribió por Facebook en la mañana. La Mercearia São Pedro no es ni más ni menos que una biblioteca-bar y forma parte de la vida paulista underground. Rodrigo es, además de un buen mozo tímido, filósofo y traductor.

–No quiero que Brasil gane el Mundial– me dijo de entrada.

De inmediato, me sentí culpable por haber venido. Bebimos Heineken y Brahma, para luego arrastrarnos por los grafitis de Os Gémeos hasta el cementerio de la Consolación. Pusimos a competir, durante horas, la grandeza de Dios contra la del Fútbol, y sobre eso discutimos. Para Rodrigo, Dios es una actividad y un principio eterno, y el fútbol está contenido en él. Pero yo le dije que Dios murió una vez, y que el fútbol nunca lo hizo.

Para la inauguración del Mundial tomamos la línea vermella hacia la Estación CorinthiansItaquera, donde está ubicado el Arena Sao Paulo. En el recorrido, conforme se avanza hacia la periferia, se percibe que los altos edificios paulistas empiezan a perder altura, tal y como le pasa a la vegetación cuando desciende en pisos térmicos. Aparecen los primeros barrios de tugurios, compuestos de habitaciones distribuidas en espacios mezquinos. Sobre las paredes de las construcciones más cercanas a la línea de metro podían leerse estos grafitis: «fifa go home», «Fuck fifa» y «We dont need footbal, we need food».

Tras las ventanas existía un Mundial, y dentro del metro había otro. Esta es la hipocresía con la que todos fuimos a Brasil. A la salida el ambiente se sentía abultado. Hinchas de todas partes del mundo cantaban. Se oían pitos, matracas, castañuelas. Los cánticos de un equipo chocaban en el aire con los de otros. Del cielo llovían flashes y espuma. Las banderas se tendían como rápidas escenografías, que servían para que los fanáticos se cuadraran delante y se tiraran fotos. En suma, es un escenario donde no existen los imposibles teóricos: vi a papas argentinos bendecir a dioses griegos, y a luchadores de sumo retar a los enmascarados mexicanos. Nadie tiene nombre más que el de su país, ni más profesión que la de hincha. Nos abrazábamos, nos queríamos porque sí. Esto debe ser la antípoda de la guerra mundial.

Mi papá, que llevaba puesta una peluca del Pibe, se hizo una celebridad instantánea. Todos querían fotografiarse a su lado. Unos, porque lo reconocían y le gritaban «Valderrama», que es el apellido del mítico 10 de la selección de Colombia. Otros, porque era solo un tipo con una melena extravagante y la gente hacía fila para posar con él. Y otros más, de rebote, querían fotos con Kid y conmigo, porque sospechaban que teníamos alguna relación con la fama. Al fondo empezaba a hacerse la fila para entrar a la inauguración. Como no teníamos boleta, mi papá sugirió que nos coláramos.

Belo Horizonte

Recuerdo que nos subimos a un bus que tenía la tapicería limpia y los asientos amplios. El conductor intentó explicarnos que el viaje duraría casi siete horas y que haríamos dos paradas. Pero como estaba lleno de colombianos, se oyó que gritaron:

–No paremos. Sigamos derecho. Sao Paulo es interminable y le cuesta mucho ceder el paisaje al campo, que no empieza sino hasta varias horas después, cuando finalmente todos los edificios descienden y las retículas se van desarmando hasta convertirse en casitas cada vez más aisladas, y luego, por fin, nada. En los últimos cables eléctricos podían distinguirse algunas cometas extraviadas.

Antes de salir de Bogotá, Darío me había regalado un libro de Machado de Asís. Una recopilación de cuentos de madurez, que retrataba la rutina de la vida portuguesa en Brasil. Digo «la vida portuguesa en Brasil», porque durante buena parte del siglo xix Brasil fue la sede del Imperio, al que trastearon todos los enseres reales, los bacalaos y las proclamas oficiales. Así me entretuve durante el viaje: las montañas las pasaba con cuentos de Machado de Asís, y luego me llevaba las montañas y los cuentos a los sueños. Hubo dos paradas: una en una tienda de carretera, llena de amasijos y dulces, y la otra, para un almuerzo exprés.

Era el primer partido de Colombia. La selección iba a enfrentarse con equipos con los que nunca había jugado. Kid y yo nos pusimos las camisetas amarillas. Ella, la de las eliminatorias, y yo, el nuevo y feo polo que en su haz está atravesado por unas líneas diagonales. A las camisetas se les atribuye ese poder de referenciar a los mundiales con precisión bíblica. En el imaginario colectivo está guardado el polito de gimnasia de Brasil 70, o el jersey alto de la albiceleste en el Mundial del 78. Mientras tanto, en mi papá, la peluca del Pibe obraba como una prótesis de su personalidad.

Tomamos una ruta de bus exclusiva para llegar hasta el Mineirão, el estadio donde luego Alemania descalificaría a Brasil. Desde adentro, se veía a los colombianos peregrinar las empinadas calles que terminaban en los primeros anillos de seguridad del estadio. Belo Horizonte se había convertido en el municipio más al sur de Colombia, y nuestra bandera de franjas sustituía en todos los rincones a la brasileña. Sentada en una de las cajas de los extintores, una mexicana, enteramente contagiada, cantaba «sí sí Colombia, sí sí Caribe». Llevaba un cartelito en el que ofrecía comprar boletas para el juego, y aspiraba a juntar el dinero pintándoles la cara a los colombianos con la tricolor. Lo que no sabía es que ningún colombiano iba a pagarle por eso ni por nada, y que, al contrario, era más probable que algún paisa le cobrara por dejarse pintar.

En un partido del Mundial todo pasa al revés: la gente se emborracha antes de comenzar, los rivales no rivalizan y las primeras rondas se juegan como finales. Colombia salió a la cancha que flotaba blandamente debajo del sol tras 16 años sin ir a un Mundial. Los pelados estaban vestidos con una especie de sobretodo impermeable, blanco, que cubría el uniforme tricolor. Los colombianos estamos acostumbrados a escuchar el himno nacional dos veces por día en la radio. A las seis de la mañana nos despierta para ir a trabajar y a las seis de la tarde clausura la jornada. Cuando suena, todos cambiamos las emisoras. Pero ese día, a instancias de un partido de fútbol, cantábamos para restituirnos, a pesar de que casi todos ignoramos lo que quiere decir la letra. Lo gritábamos y creo que los coros, en todo el mundo, salieron por fuera de los televisores. Ahora que reviso la grabación me doy cuenta de que cantamos cerca de un minuto por encima de lo reglamentario, y nadie pudo hacer nada para que callásemos.

Durante los primeros cinco minutos, Grecia escribió un juego enredado. Cholevas, Manolas, Samaras y Sokratis tendieron pases encerrados, que levantaban patios y meandros ciegos. Colombia se estrellaba con las vías muertas de ese juego laberíntico y terrestre. La salida solo llegó en el juego aéreo. Se necesitó que Carlos Zapata, interceptando un pase de los griegos, sugiriera que el juego debía hacerse por lo alto para que el balón volara por encima de las paredes de ese laberinto de Minos. Y así pasó. Colombia empezó a encontrarles salidas a los callejones. Juan Guillermo Cuadrado, el futbolista que luego sería calificado como el de más asistencias de gol, hizo una gambeta de ensueño y un pase al fondo para Miñía, que recibió al balón como si viniera viajando por un corredor. James lo esquivó para no interrumpir la perfecta trayectoria, y Miñía remató. El balón se metió al fondo, flemático y meditativo, como el ovillo de Ariadna que ha encontrado la salida en la esquina derecha del guardameta.

¡Gol! La jugada parecía una postal. La celebración, que se volvería una de las más significativas del Mundial y uno de los documentos más importantes de la historia nacional, fue dirigida por Pablito Armero, que los juntó a todos y entonó una coreografía de percusión chocoana.

Al minuto 57, Colombia probó que no solo había descifrado las grandes reverencias del laberinto griego, sino que al fútbol le estorbaban las leyes de la física. James Rodríguez, el 10, levantó el balón desde un tiro de esquina que interceptó, que sirvió Abel Aguilar y que Teófilo Gutierrez remató, privando al balón de tocar el suelo desde el inicio de la jugada.

¡Gol! Teo se acercó a la cámara, mientras yo me echaba la cerveza encima. El gol se lo dedicó a Dios, como casi todos los goles que se hacen en Colombia. Desde el picadito de barrio frente al taller de mecánica, pasando por el campeonato intercolegiado de fútbol, hasta el Mundial, en Colombia, todos los goles están encomendados al Altísimo. La Ilíada nos enseña que la fuerza física es la virtud griega. La Edad Media nos enseña que la fuerza espiritual es la virtud cristiana. Esos eran los términos del partido.

Al minuto 90, el cuarto árbitro, redundante, sumó tres minutos de adición al ya de todos eterno tiempo de los dioses. El público cantaba «olé olé» y se mecía. Si los dioses homéricos tienen nostalgia de humanidad, estos jugadores griegos tenían nostalgia de fútbol. En una entrega de taquito, sin ojos, Juan Guillermo Cuadrado se la sirvió a James, que remató en diagonal.

¡Gol! Al Pibe (mi papá) se lo había tragado su fanaticada. Kid y yo tomamos el bus para volver al centro de Belo Horizonte a encontrarlo. A la salida apareció una estructura de curso libre y redondo: era la iglesia de San Francisco, de Oscar Niemeyer.

Río de Janeiro «En tu carota, Grecia. ¡Mira lo que hicimos hoy con tu selección de fútbol y mira lo que vamos a hacer mañana con tu concepto de democracia!». Ese fue el tuit de Rafael García, alias @ GallinaAstuta en Twitter. El tercer tiempo contra Grecia lo jugábamos los colombianos, en efecto, al otro día, que era domingo electoral.

Oscar Iván Zuluaga, madurado a la sombra del uribismo, era el candidato pulcro, discreto y equilibrado al que se le fue desordenando el traje. Venía de ganar, en los primeros 45, la primera vuelta electoral con una goleada del 4% de diferencia al presidente en ejercicio y nuevo opositor de Uribe, Juan Manuel Santos. Mientras Zuluaga representaba el discurso guerrerista de liquidar militarmente a la guerrilla de las farc, Santos negociaba con esa guerrilla un procezo de paz en La Habana. En resumen, las urnas de ese domingo enfrentaban en un solo escenario la alternancia política del país en su historia moderna: guerra vs. paz. Pero eso no era todo. La campaña, una de las más sucias de que se tenga memoria, había privilegiado las acusaciones mutuas, las injurias y los montajes, por encima de las propuestas. Los electores, ya históricamente desgastados, resintieron el debate y no fueron a votar. La primera vuelta electoral registró en Colombia una dramática cifra de abstención: solo el 40% de los ciudadanos habilitados para votar lo hicieron. Ese era el país que iba a los estadios a odiarse al inicio del partido, pero a abrazarse sinceramente si había gol. Mientras los unos no estaban dispuestos a arriesgar el statu quo de su propiedad privada y su estabilidad económica, por temor a que el gobierno de Santos se inclinara a lo que parece ser una izquierda latinoamericana, los otros veían en Zuluaga una incontrovertible perpetuación de los abismos sociales. En Colombia, el discurso político es tan pobre que te obliga, forzozamente, a llenar una etiqueta: o eres facho o eres comunista. Pero hay algo que los colombianos, en conjunto, recordaron. En el 2012, cuando la clasificación para el Mundial de Brasil estaba embolatada, y Colombia corría el riesgo de perderse por cuarta vez consecutiva un Mundial de fútbol, Juan Manuel Santos había hecho una importante campaña para que José Pekerman fuera el técnico de la selección de Colombia.

Y Colombia clasificó.

Y Colombia, con un fútbol lírico, le marcó uno y dos y tres goles a Grecia. Cada gol de Colombia, literalmente, puso 860,000 votantes nuevos en la segunda vuelta presidencial. El capital político del fútbol redujo la abstención en 7%, y puso presidente en Colombia.

Brasilia

 Una mirada panorámica desde el puente de la Rodoviária muestra que Brasilia tiene un perfil sinuoso, como de mujer. Todo allí tiende a la simplificación porque los detalles de la domesticidad de Niemeyer están llevados a su arquitectura. A cada lado de la Vía Oeste se forman los bloques de edificios donde funcionan los ministerios del país: cajas traslúcidas y modernas que logran que los funcionarios del Estado no sean burócratas sino ciudadanos. Al fondo de la ancha vía, que permite una relación amable entre el tráfico y las personas, está el Congreso de la República. Los semicírculos expuestos, uno cóncavo y otro convexo, representan las dos cámaras en que está dividido el Legislativo. La estructura sugiere que, aunque separados, ambos órganos tienen vocación de pertenecer a la misma rama del poder público. Una rápida lectura de la ciudad permite concluir que Niemeyer, antes que arquitecto, es un estadista.

El 19 de junio, a las once de la mañana, Colombia se estaba jugando su clasificación a la segunda ronda del Mundial de fútbol. Entre los colombianos había una recién inaugurada camaradería que se extendería hasta el final del campeonato. Brasilia es una ciudad impecable, pero me parece que quienes la habitan transitoriamente ejercen como sus órganos vitales. Allí ni siquiera hay equipo de fútbol, pero los hinchas nos movíamos por las arterias de la ciudad con el mismo fluir de la sangre. En ese instante íbamos, como un torrente, a hacer latir el estadio Mané Garrincha. La entrada del estadio estaba llena de camisetas amarillas. No todas eran de Colombia: los brasileños había venido a «torcer» por el equipo que ganara. Había tanta urgencia en apoyar a Colombia por ser un país suramericano como en apoyar a Costa de Marfil por ser un país africano: los brasileños están en el medio de ambos, geográfica e históricamente.

 En medio de la uniformidad amarilla, yo buscaba a Felipe, a quien había conocido en Sao Paulo. Durante el partido de inauguración en esa ciudad, me explicó que necesitaba seis días para llegar a Brasilia. Debía tomar la ruta SP 330 hacia Ribeirão Preto y luego la BR 050 hasta Brasilia, escondido como polizón en los camiones de carga que llamamos tractomulas. Felipe está acostumbrado a esto, ya que viaja desde hace tiempo por Colombia siguiendo al Nacional, y guindándose de lado a lado de la carrocería de una de estas.

Cuiabá

Poconé es un pueblo fronterizo resignado a funcionar debajo del polvo, y en el que conviven, como en casi todo el Brasil, la prosperidad y el abandono. Hay a la entrada una especie de fortaleza medieval que da la bienvenida al lugar y que está adornada con murales vernáculos que, a fuerza de la ingenuidad de los retratos, hacen parecer doméstico aquello que es salvaje.

El pueblo transcurría en su rutina soñolienta, y hasta los perros corrían a preguntar quiénes eran esos tres turistas que fueron a hacer un safari por el Serengeti suramericano.

En Poconé se marca el inicio de la Transpantaneira, una carretera en línea recta que atraviesa una extensísima llanura. El agua accede a las heredades, sube y forma islas en las que los animales buscan consuelo. Esa vez nos internamos en esa honda planicie y pasaron horas sin que viéramos otra cosa que no fueran árboles monótonos. Yo me fui conformando a no ver nada exótico, pero me equivoqué, ya que a unos metros del carro, por entre el alto pasto algo se movía: tres hinchas japoneses, disfrazados de emperadores, caminaban perdidos.

Colombia tenía la clasificación en el bolsillo y este era el último partido de la primera ronda. Cuiabá, que es la capital del estado de Mato Grosso, queda en una zona límbica del Amazonas, entre Bolivia y Paraguay. El Arena Pantanal es un estadio nuevo que costó 97 millones de dólares por partido. Ya que el Luverdense, el mejor equipo de Cuiabá, apenas acaba de ascender a la segunda división y acumula una entrada promedio de 1500 asistentes por partido, el Gobierno federal estudia convertir el estadio en la Cárcel Pantanal.

El primer tiempo fue deprimente. A mi derecha había dos brasileños que por primera vez venían a ver un partido en su ciudad. Cuiabá, al igual que Brasilia, tampoco tiene fútbol.

 –Vinimos a torcer por Colombia –me dijeron, pero se marcharon luego de media hora de juego.

Cuando Cuadrado anotó un penalti luego de una falta que le hizo Yasuyuki Konno a Miñía, la selección se reunió para celebrar en una especie de baile zombi, y eso no pudo resultar más acertado: estamos volviendo de un juego muerto. La tribuna estalló: yo participé físicamente de la anotación del gol y besé la camiseta. Mi papá, con la peluca desordenada, me abrazó. «¡Estamos en segunda ronda!», me gritó, y lloró. Yo lloré también y me sequé las lágrimas con la camiseta.

Los japoneses, sin embargo, no paraban de corear «Nipón, nipón» y de mover sus inflables azules en coreografías aéreas. Los colombianos somos volubles y melancólicos. Los japoneses son, por el contrario, cabales y disciplinados. Saben sortear muy bien las viscisitudes de ser hincha. En el segundo tiempo, a Colombia no solamente le alcanzaba para ganar, sino para marcar un récord dentro de los mundiales de fútbol. Jackson Martínez, de zurda, marcó dos goles seguidos. Pese a que el partido estaba prácticamente concluido, los seis minutos restantes resultaban ser los más largos. El eterno arquero de la selección colombiana, Faryd Mondragón, entró para reemplazar a Ospina. Se convirtió en el jugador más veterano en disputar un partido de la Copa del mundo. Toda Colombia se emocionó hasta las lágrimas. La entrada de Mondragón marcaba, paradójicamente, la salida de una entera generación de futbolistas, y el brillante comienzo de otra.

Ya por los linderos del minuto 90, James Rodríguez, con dos gambetas líricas, marcó el cuarto y definitivo gol para Colombia.

Bogotá

La selección regresó el 14 de junio tras ser eliminada en cuartos de final, en un partido, donde, a pesar de todo, le ganamos 1 a 2 a Brasil: fue la primera vez que la selección de Colombia y Colombia representaron el mismo concepto. Siempre he tendido a pensar que la Selección de Fútbol de Mayores constituye un meta-país, o una utopía, de la que los colombianos somos ciudadanos.

Papá, Kid y yo habíamos vuelto unos días antes. Perder es más fácil por televisión.

200,000 personas reunidas en el parque Simón Bolívar bailaron la música terciana de la salsa choque, en un festejo preparativo para recibir a sus futbolistas que regresaban de un Mundial de ensueño. A diferencia de lo que pasó con las elecciones, ningún colombiano se abstuvo de ir.

Vanessa Londoño López es abogada del Colegio Mayor de la Universidad del Rosario de Bogotá. Estudió literatura en la Pontificia Universidad Javeriana. Ha trabajado en prestigiosas firmas de abogados y es profesora de la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad del Rosario, y de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad El Bosque. Aspira a una maestría en Bellas Artes de la nyu.


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