Los brasileños se encuentran una vez más frente a un desafío y a una gran decisión: las elecciones del próximo 2 de octubre. Las encuestas sugieren que el gigante sudamericano va a confirmar el tercer mandato para el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva. Tras la elección del ultraderechista Jair Bolsonaro en el 2018, los brasileños se llenan de esperanza en un nuevo gobierno progresista. ¿Por qué este regreso a un pasado cercano? ¿Por qué Brasil intenta cambiar su rumbo nuevamente a la izquierda?
Tras más de dos décadas de la última dictadura civil-militar (1964-1985), la débil democracia reanudada en Brasil sufrió sucesivos golpes que parecían desplomar la esperanza de avances sociales, respeto a los derechos humanos y garantías a las libertades individuales. El primer presidente elegido por el voto popular, el derechista liberal Fernando Collor de Melo (1990-1992), fue derrocado tras un juicio por sospechas de corrupción. A continuación, Brasil eligió al presidente Fernando Henrique Cardoso por dos veces: en 1994 y en 1998. Las marcas de sus administraciones son la privatización, la destrucción de las empresas públicas y los tres acuerdos con el Fondo Monetario Internacional (FMI), este organismo que insiste en mantener a la región bajo sus préstamos y recetas de profundización de desigualdades. Las consecuencias del gobierno neoliberal de Cardoso son conocidas: devaluación del salario mínimo, crecimiento de las desigualdades y el hambre, que en el 2001 azotaba al 12.3% de la población, casi 22 millones de personas. Sin embargo, en el año 2002, Brasil elige por primera vez a un presidente de izquierda: el obrero y exsindicalista Luiz Inácio Lula da Silva, que se había postulado otras tres veces a la presidencia (1989, 1994 y 1998), pero sin éxito. El Partido de los Trabajadores, que Lula ayudó a fundar en 1980, mientras el país experimentaba la apertura política y la legalización de los partidos políticos, aunque todavía estuviera bajo la dictadura, llegaba finalmente a la presidencia de la nación.
La fórmula por la cual Lula fue electo daba el tono de lo que iba a ser su gobierno: una concertación con distintas fuerzas políticas, con distintos sectores de la sociedad. El izquierdista se postuló a la presidencia al lado de uno de los más ricos e importantes empresarios brasileños: José Alencar, fundador y dueño de una poderosa industria textil. De esa forma, Lula garantizaba la confianza del empresariado brasileño, que solía provocar a través de la prensa y de sus portavoces miedo de que la asunción de Lula a la presidencia significara el quiebre de Brasil, la toma de las propiedades privadas, la huida de capitales y otros absurdos, como adopción del comunismo y liberalización de las drogas y del aborto. Lo que no sorprende es que Bolsonaro utilizara las mismas estrategias para meter miedo a la gente y atacar a Lula y al PT en el 2022.
Apenas empezó el gobierno de Lula, la desconfianza del mercado hacia su postura y hacia las acciones de su gestión se esfumaron. Con políticas económicas liberales y respeto a los límites fiscales impuestos por leyes promulgadas en los gobiernos anteriores, Lula mantuvo el control de los gastos públicos y siguió con algunas de las recetas conservadoras para el presupuesto del Estado. Mientras tanto, sus políticas sociales empezaban a cambiar a la sociedad brasileña, una de las más desiguales del mundo en el 2003. Programas que buscaban reducir la pobreza y el hambre se hicieron conocidos en todo el mundo: el más afamado de ellos, Hambre Cero, se convirtió en un símbolo del gobierno de Lula. Con el refrán «lo que tiene hambre, tiene prisa», el programa enseñaba al mundo que el combate al hambre sería prioridad del gobierno brasileño.
Además, en lo diplomático, Brasil pasaba a establecer relaciones distintas de las que solía tener frente a otros países: más integración regional, con fortalecimiento del bloque Mercosur, acercamiento a los países de África —la estrategia diplomática llamada de Política Sur-Sur—, menor dependencia de los países ricos como los Estados Unidos y los de la Europa Occidental, y crecimiento del comercio exterior con China. En el año 2005, Brasil obtuvo un hito histórico frente a los organismos que representan el capital financiero: pagó la deuda con el Fondo Monetario Internacional, que contrajo el gobierno anterior, como ya he mencionado. De esa forma, Brasil dejó de ser un país endeudado y se volvió uno de los pocos países que le prestan dinero al Fondo.
Igualmente, se construyó una forma diferente de lo que solía ser la relación bilateral con el principal imperio del continente: los Estados Unidos. Cuando Lula asumió el poder en Brasil, el presidente norteamericano George W. Bush estaba listo para empezar la invasión de Irak, que llevó a una guerra a este país. El conflicto, que dejó casi un millón de muertos y costó 8 billones de dólares, fue rechazado por Lula en su primer encuentro con su par del Norte. El expresidente de Brasil recuerda este hecho como si fuera un chiste: «Mientras Bush me decía que quería contar con el apoyo de Brasil a la invasión de Irak, yo le contesté que mi enemigo no era Irak, sino que era el hambre en mi país». La relación entre los dos presidentes tuvo otros choques, pero se mantuvo cordial y con diplomacia. También en el 2005, en la Cumbre de las Américas que se desarrolló en Mar del Plata, Lula, junto con Néstor Kirchner y Hugo Chávez, entonces presidentes de Argentina y Venezuela, lograron derrotar al ALCA, el Tratado de Área de Libre Comercio de las Américas, impulsado por los Estados Unidos. En el balneario argentino, los tres presidentes diseñaron la estrategia para frenar el avance estadounidense del gobierno de Bush frente al novedoso e incipiente crecimiento económico y social de la región. Tras la derrota de los patrocinadores del ALCA, la unión de los tres países se fortaleció y profundizó la integración latinoamericana. Esta ha sido una de las semillas para la creación de organismos regionales de integración, como la UNASUR y CELAC, que adhirió la isla de Cuba al sistema interregional americano, pues sigue bloqueada por los Estados Unidos en otros sistemas, como la OEA.
Por consiguiente, y a consecuencia de sus políticas de soberanía, independencia y desarrollo social y económico basados en la intervención y la acción del Estado, Brasil experimentó una transformación de sus indicadores. El acceso de los más pobres a las universidades, a la vivienda y a un mercado de consumo de los cuales estaban alejados impulsó la economía brasileña y provocó una intensa movilidad social. La clase media de Brasil pasó de 66 millones en el 2003 a más de 100 millones en apenas diez años. El país, que siempre ha sido considerado uno de los más desiguales del planeta, redujo su desigualdad de una forma considerable en estos años de Lula: la pobreza bajó más del 50%. Brasil ascendió en su riqueza y se volvió la sexta economía más grande del mundo.
Por los éxitos de la gestión, Lula termina su gobierno con el 83% de aprobación de la población. Y este logro posibilita al Partido de los Trabajadores elegir en el 2010 a la primera presidenta de la historia de Brasil: Dilma Rousseff. Dilma es economista y se impuso en su primera postulación a un cargo público. Pero su historia política es tan larga como la de Lula: fue militante de grupos de resistencia a la dictadura militar de Brasil. En los 70, Dilma fue encarcelada y mantenida presa por dos años. Muchas veces torturada en la misma cárcel donde asesinaron al periodista Vladimir Herzog, Dilma aguantó los peores crímenes cometidos por los militares. Tras su excarcelación, expuso a los torturadores y asesinos de uniforme que reconoció mientras estuvo detenida. Una de las imágenes más conocidas de Dilma es la de su juicio en un tribunal militar. En el primer plano se ve a la joven combatiente con su cabeza altiva y su mirada firme. Al fondo, militares cobardes y avergonzados cubren su rostro para que nadie los identifique.
Respecto a su gobierno, Dilma avanzó en la agenda de su antecesor y compañero de partido. El programa Bolsa Familia fue ampliado y mejorado durante su mandato: la combinación del beneficio con otros programas y estrategias para detectar a la gente que se mantenía bajo la línea de la pobreza llevó a la creación del programa Brasil sin Miseria. El proceso generó una revolución en la desigual pirámide social de Brasil: 36 millones de ciudadanos ascendieron por encima de la línea de la pobreza. El ingreso de los más pobres marcó un incremento del 84%. En el 2014, Brasil dejó por primera vez el mapa mundial del hambre diseñado por la FAO, el Banco Mundial y la UNICEF. En el último año del primer gobierno de Dilma Rousseff, se registró la tasa de desempleo más baja de la historia: 4.6%, lo que se considera la única vez en la cual Brasil se pudo considerar en pleno empleo. Con el crecimiento de la economía, el alto nivel de empleo y los avances en aspectos sociales, Dilma logró su reelección en el 2014.
Pero apenas unos días después de su nueva toma de posesión, la oposición empezó a boicotear su gobierno. El más importante partido de oposición de entonces, el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), no aceptó el resultado y sostuvo que la elección no se había dado de forma justa, solicitando incluso un recuento de los votos. Esta maniobra echó leña en la fractura social de Brasil, que ya se había vuelto evidente desde la jornada electoral demasiado polarizada. Con el apoyo de la prensa empresarial, del mercado financiero, de los sectores conservadores y con el testaferro Eduardo Cunha, presidente de la Cámara de los Diputados de Brasil, se desarrolló el juicio político contra la primera presidenta de Brasil. El golpe del 2016 fue impulsado por su vicepresidente, Michel Temer, quien la traicionó y asumió su cargo tras el derrocamiento de Dilma. Todo el proceso de agresiones a la democracia llevó al deterioro de las instituciones y al ascenso de un sector protofascista en Brasil que supuso un giro a la ultraderecha. Este avance conservador promueve la persecución política que encarceló a Lula en el 2018 a través de estrategias de Lawfare (guerra jurídica y judicialización de la política), representadas por la operación Lava Jato y el juez Sergio Moro, y deja la carrera libre para la elección del exmilitar del Ejército de Brasil, Jair Bolsonaro.
Tras cuatro elecciones sucesivas en las que los brasileños eligieron a la izquierda, Brasil cambia su rumbo y vota a un ultraderechista que apunta contra el comunismo, contra los derechos sociales, contra las mujeres, los homosexuales, los sindicatos y los movimientos sociales. Apenas asumió el poder, Bolsonaro empezó a atacar los derechos laborales y a impulsar una agenda ultraliberal. Su ministro de Economía, Paulo Guedes, perteneció a la Escuela de Chicago, que tuvo su más importante modelo en el Chile de Augusto Pinochet. El gobierno de Bolsonaro impulsó la receta que recomienda el mercado: reforma de las jubilaciones, privatizaciones, cortes en el presupuesto del mercado y concesiones a la iniciativa privada. Y pasó lo que se esperaba: alza en la desigualdad social, los sueldos se devaluaron, descenso en el acceso a la universidad y Brasil volvió al mapa del hambre. Pero es necesario aclarar que el empeoramiento en la situación de los ciudadanos empezó con el golpe del 2016 y el gobierno de Temer. Bolsonaro siguió con las políticas económicas y sociales que estableció su antecesor. Con la pandemia, se agravó la situación sanitaria, política y social del país: las imágenes de ciudadanos buscando comida en la basura se hicieron conocidas en todo el mundo. Las carnicerías venden patas de pollo, huesos y cueros como proteínas a quienes no les alcanza para comprar la carne. La miseria explotó nuevamente por todo el país: en el 2021 casi el 13% de los brasileños viven en la miseria, es decir, 27 millones de ciudadanos están en dichas condiciones.
Como resultado de la catástrofe que significa el gobierno de Bolsonaro, su aprobación bajó en noviembre del 2021 a un 19%. El rechazo a su gestión llega a casi el 60% de los ciudadanos de Brasil. Por todo eso, Lula aparece como el postulante más cerca de la victoria en las jornadas de octubre. Las encuestas apuntan al expresidente como ganador en primera vuelta. Se puede tener esperanza en su victoria, pero Bolsonaro sigue como un fuerte postulante y todavía cuenta con un 20 o un 25% de los votos de la ciudadanía. ¿Qué se puede esperar de los próximos meses? A medida que los comicios se acercan, Bolsonaro intenta usar el poder del Estado y una de sus armas preferidas —las fake news— para evitar que el izquierdista logre su victoria en primera vuelta. Además del apoyo de ciertos sectores, Bolsonaro cuenta con las instituciones del Estado para respaldar su carrera presidencial y no se avergüenza de utilizar las estructuras estatales en su favor. Lula cuenta con el apoyo de la mayoría de los brasileños, pero tiene que enfrentar sectores que no quieren permitir otro gobierno suyo, a saber, la prensa comercial, el mercado financiero y los empresarios que intentan mantener a Brasil bajo la sumisión a los países de Europa y Estados Unidos.
En conclusión, la izquierda tiene la tarea de frenar el avance de Bolsonaro y de los grupos fascistas de Brasil. Lula, una vez más, busca repetir la estrategia de la fórmula que lo llevó al poder hace 20 años: pacta con un representante de la derecha, el exgobernador de São Paulo Geraldo Alckmin, y busca coordinar una concertación nacional en defensa de la democracia de Brasil. El exmandatario amplía sus alianzas y, por eso, recibe críticas desde todo el espectro político. Si lleva la razón y si logrará la victoria, solo lo sabremos el 2 de octubre (o quizá el 30 de octubre, en segunda vuelta). Esta es seguramente la elección más importante desde la reanudación de la democracia brasileña en 1985. Un país que mira al retrovisor con la esperanza de que un pasado reciente se repita muy pronto.
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