Revista GLOBAL

[custom_translate_tts_widget]

Estéticas combatientes

by Eliades Acosta Matos
218 views

Desde lo que supuestamente es una de las terrazas de la Casa Blanca, Donald Trump observó el eclipse total de sol del pasado 21 de agosto. Fotografiado hasta la saciedad en un gesto que parece ser lo más cercano de lo que es capaz para expresar interés en algo que no sea su propia persona, el presidente norteamericano fue mostrado con gafas de protección y sin protección alguna. El gesto no era inocente: cada espectador, según su canon particular y preferencias, tenía la posibilidad de identificarse con la imagen que mejor respondiera a sus expectativas. Para unos, un estadista políticamente correcto cumplía los consejos de los especialistas y daba ejemplo de cómo mirar, disciplinadamente y sin transgredir, al sol evanescente; para otros, un rebelde consumado desafiaba las normas y desmentir a los sabihondos, poniendo en peligro su propia salud, logrando, como los héroes de la Grecia antigua, desafiar el destino trazado por los dioses y vivir para contarlo. ¿Dónde buscar la realidad objetiva del gesto? ¿Cómo comprobar dónde empieza la verdad, termina lo aparente, o nos imponen un burdo montaje destinado a vendernos una u otra imagen icónica? ¿Qué criterio permite al ciudadano decidir entre dos posturas, dos filosofías y dos estéticas opuestas si ambas le son ofrecidas en igualdad de condiciones, sin mediar explicación alguna? Esas dos imágenes del imposible Trump astrónomo, que, en rigor, sólo lee libros de autoayuda o que versan sobre sí mismo; la del mortal supuestamente deslumbrado ante la majestad y misterio de la naturaleza, y que apenas hace dos meses retiró a su país del Acuerdo de París contra el cambio climático, son la mejor explicación para quien se pregunte qué es la post verdad, y cómo funciona su mecanismo perverso de embelesamiento colectivo. Hasta hace unos años, en Oslo, la capital de uno de los países más desarrollados, apacibles y mejor educados del mundo, los dos diarios de mayor tirada y con más lectores eran uno de derecha, y otro de la izquierda radical llamado –y no por casualidad– La Lucha de Clases. Por entonces no había eclosionado aún el fulgurante mundo de las redes sociales.

Hoy, gracias a ellas, no necesitas contrastar opiniones para llegar a conclusiones propias, pueden constituirse en tu propia agencia de noticias, en tu oráculo privado, elegir lo que deseas saber, censurar lo que te incomoda, codearte solo con gente que piense como tú, bloquear (o hacer desaparecer) a los molestos discrepantes, construirte, a fin de cuentas y a un costo ínfimo, el espejismo de un mundo, de una sociedad, de un arte, de una política, de una vida sin contradicciones, a tu gusto y para tu confort. Dicho así, parecería que habríamos arribado al mejor de los mundos posibles, a ese dulce marasmo de molicie que se vislumbra hasta el infinito, donde no pasa nada, no hay guerras, epidemias, pobreza, hambre, corrupción, engaños, injusticias, enfermedades, angustias, refugiados y desafueros que combatir; ese horizonte predicho por Francis Fukuyama, hace ya 25 años, donde el último hombre sería inmensamente feliz tras la victoria inobjetable de la sociedad liberal, el enterramiento de las luchas de clases y de la siempre molesta historia.

Solo en Irak, de entonces a la fecha, lo que sí sabemos a ciencia cierta que se ha sepultado es más de un millón de muertos, y no precisamente de tedio, holgura o felicidad. Gozando de los fabulosos avances tecnológicos y de comunicación del mundo globalizado, capaces de provocar en la humanidad un salto cualitativo en su desarrollo antes jamás soñado, a la vez nos está faltando comunicación humana, puntos de referencia, criterios y sentido a nuestras vidas. Los canales de comunicación e información se multiplican hasta el infinito, nos acompañan a toda hora, estamos súper conectados en tiempo real, podemos indagar, traducir, acceder, no hay límites para preguntar y hallar respuestas, pero la cultura hedónica del selfie, la banalidad atorrante de Facebook, lo balbuceante de los micromensajes de Twitter, donde la riqueza del idioma y de la argumentación ha de constreñirse a 140 caracteres, no nos hacen más sabios que quienes hace más de 26 siglos formularon los rudimentos del pensar filosófico occidental, o que quienes les precedieron muchos siglos antes, en otras culturas remotas. Tampoco somos mejores, ni más altruistas, ni más buenos, ni más humanos, ni más solidarios, aunque hayamos aprendido a respetar los árboles y los ríos, que otros siguen talando y contaminando, y nos rebelamos contra el maltrato animal, mientras arrasa el género zombie en el cine, donde se trucida, aplasta, destripa, mutila y devora a los seres humanos. Pero no siempre fue así.

Las interminables guerras culturales Con 152 años de retraso, en los Estados Unidos se libran por estos días las batallas decisivas de la guerra de Secesión. No se trata de ninguna de las 390 que enfrentaron a unionistas y confederados, como la de Gettysburg, donde las más de 52,000 bajas de ambos bandos dan fe de su carácter enconado y estratégico. Lo que causó los enfrentamientos y disturbios trágicos en Charlottesville fue la percepción cultural y la interpretación histórica de aquellos hechos. Antes, balas, cañones y cargas de caballería enfrentadas; hoy, banderas, símbolos y estatuas. Por las armas, entre 1861 y 1865, se resolvió la contradicción entre dos economías irreconciliables que convivían en el seno de una misma nación: la esclavista feudal sureña y la capitalista antiesclavista norteña. Lo que se intentó resolver en esa ciudad de Virginia, siglo y medio después, fue la sobrevivencia o no de los símbolos culturales de entonces, en este caso específico una estatua del general Robert E. Lee, defendida, de un lado, por racistas, neonazis y ultraconservadores, y atacada, del otro, por representantes de las minorías raciales, antifascistas y liberales. Lo encarnizado y decisivo de las guerras culturales se revela aquí. Aun cuando se firmen armisticios y se reconcilien las partes, el imaginario grupal y colectivo sigue batallando, atrapado en la inercia del enfrentamiento concluido. Descansan los ejércitos, pero siguen peleando las ideologías, las políticas y las estéticas. No descansan, aunque pasen siglos, hasta que se consiga la derrota total y efectiva de uno de los oponentes. En este terreno no valen los tratados de paz, solo cuentan las rendiciones o la aniquilación. Son conflagraciones totales. Por estos días Francia, España, Venezuela y la República Dominicana también libran sus combates particulares. En París, los miembros del Consejo de las Asociaciones Negras de Francia claman por el retiro de la Asamblea Nacional de una estatua de JeanBaptiste Colbert, ministro de Finanzas de Luis XIV, promotor del esclavista Código Negro de 1685, y fundador de la no menos esclavista Compañía Francesa de las Indias Orientales. También, por sustituir el nombre que ostenta una calle en honor al general Antoine Richepanse, un héroe defensor de la Revolución francesa que, al ser nombrado por Napoleón gobernador de Guadalupe, restauró entre 1802 y 1803, a sangre y fuego, la esclavitud antes abolida por la propia Revolución. En España se debate si retirar o no de sus calles, bajo lo establecido por la Ley de Memoria Histórica, numerosos nombres, símbolos y estatuas de militares y altos funcionarios del franquismo o sus precursores, entre ellos José Calvo Sotelo, José Antonio Primo de Rivera y el general Yagüe, así como los yugos y flechas de la Falange, aún presentes en numerosas fachadas de edificios. En el centro de la polémica se ubican los restos del propio Franco, que según decisión del Congreso, adoptada en mayo del presente año, deben ser retirados de su mausoleo en el Valle de los Caídos para ser sepultados en un nicho familiar. En Venezuela, los retratos de Hugo Chávez y Simón Bolívar, que presidían el hemiciclo donde sesionaba la Asamblea Nacional, fueron retirados en enero del 2016 cuando la oposición logró su presidencia y la mayoría absoluta tras los comicios. En agosto del 2017, al instalarse en ese mismo sitio la Asamblea Constituyente, los retratos volvieron a su sitio original.

En la República Dominicana, finalmente, la demanda del Instituto Duartiano, y de otras instituciones de la sociedad civil, de que mediante la adopción de una ley del Congreso se retiren del Panteón Nacional los restos del general Pedro Santana, principal promotor de la anexión a España en 1861 –la que provocó dos años después el estallido de la Guerra de la Restauración–, es testimonio de que esta no concluyó el 25 de julio de 1865, cuando se embarcaron los últimos soldados y oficiales españoles derrotados. No hay duda, tanto o más que los ejércitos y las flotas, las estéticas y los imaginarios combaten. Y no solo una vez acallado el eco de los últimos disparos, sino desde mucho antes de dispararse el primero. Si algún movimiento político contemporáneo ha dedicado tiempo y dinero a estudiar el origen, características, tendencias, armamento, tácticas, estrategias y efectos de las guerras culturales, es el movimiento neoconservador norteamericano, enfrentado desde sus inicios, en la década de los años 30 del siglo XX, con todas las fuerza progresistas, revolucionarias, socialistas, feministas, seculares o contraculturales opuestas al sistema, o que simplemente se hayan planteado reformarlo. A tal punto han calado en el análisis del fenómeno, y en sus apreciaciones conservadoras pero lúcidas, que Irving Kristol, uno de sus padres fundadores, no temió aguar la fiesta de sus correligionarios en el discurso pronunciado el 4 de diciembre de 1991, en la cena anual del American Enterprise Institute, en momentos en que la euforia triunfalista procapitalista extendía acta de definitiva defunción al socialismo en la URSS y Europa Oriental: «No es la economía capitalista nuestro principal problema inmanejable. Ese problema se expresa hoy en la cultura de la sociedad y en su intento de sorprender por el flanco a nuestra economía relativamente exitosa. Mientras nuestra sociedad es burguesa, la cultura deja de serlo de manera creciente y beligerante […] Fue en París, en la década de 1820 a 1830, donde la revuelta de la imaginación se plasmó en una contracultura embrionaria […] Hoy vivimos una revolución cultural que, en algún momento, amenaza con convertirse en revolución política Claro, los que en el fondo se enfrentan son las clases o grupos sociales antagónicos, pugnando desde posiciones encontradas con respecto a la propiedad de los medios de producción y el reparto de sus beneficios. Por supuesto que estas luchas, que al recto decir de Carlos Marx son «el motor de la historia», se generan alrededor de la toma del poder político e implica el enfrentamiento, a nivel superestructural, de las ideologías y las visiones del mundo de los adversarios.

También lo es que la cultura, la estética y los valores forman parte de este último segmento, pero, al menos desde el Iluminismo del siglo XVIII hasta nuestros días, estos han alcanzado tal desarrollo, influencia, autonomía y conciencia de sí mismos, tal grado de sofisticación e influencia masiva, que han dejado en las sombras a todas las demás mediaciones y consideraciones, robándose el show. Hoy por hoy, es en el nivel cultural donde se deciden, incluso, las contradicciones de la base económica. Es aquí donde, transfiguradas e irreconocibles, siguen conteniendo las antiguas ideologías y cosmovisiones. Antes se tremolaba en las barricadas la bandera roja y negra de los anarquistas que creían con ello acercar el advenimiento de la Revolución soñada; hoy desfilan por las pasarelas, bajo el rótulo de Revolution, los modelos de las grandes firmas que hacen soñar a los jóvenes. El férreo monopolio del capitalismo global sobre las sociedades contemporáneas, su inagotable capacidad de influencia y cooptación, el desprestigio de la política, los partidos y los Estados nacionales, y el arduo aprendizaje del sistema imperante que lidia contra sus enemigos históricos, han atenuado y disuelto lo directamente clasista, desviando los enconos hacia lo indirecto de la lucha de símbolos, memorias, visiones culturales, estéticas y valores. Es la misma lucha ancestral, pero diferente. Es el mismo escenario, con los mismos actores y el mismo libreto, pero otro. Los papeles se han invertido. La obra comienza por lo que debía ser su colofón. Cuando cae el telón y las luces se apagan, es que realmente empieza el acto. Se va del presente al pasado, para poder imponer una idea, una estrategia, un plan para hoy; se trasladan las demandas del momento al desmontaje de símbolos del ayer, lo que, en rigor, es la expresión más acabada de las luchas de hoy contra fuerzas políticas concretas y los intereses económicos que las definen. Carlos Marx no pudo preverlo, pero intuyo que le hubiese encantado hacerlo. Por algo reconoció haber aprendido más sobre la sangrienta acumulación originaria del capital leyendo las obras de Charles Dickens, que visitando las deprimentes factorías inglesas o buceando en las estadísticas. Abordé este tema, de manera inicial, en mi libro Imperialismo del siglo XXI: las guerras culturales, publicado en el 2009 en La Habana, por la Casa Editora Abril. El punto de partida del análisis merece ser recordado: «Se afirma que, en su acepción moderna, el término “guerras culturales” fue acuñado por James Davidson Hunter en su libro Culture Wars: The Strugle for Define America (1991) donde las describe “[…] como un dramático realineamiento y polarización que ha transformado la cultura y política estadounidense, a partir de un conjunto de temas candentes como el aborto, el control de armas, la separación de la Iglesia y el Estado, la homosexualidad y la censura”. Ante estos asuntos, la sociedad se ha dividido a favor y en contra. Los grupos enfrentados, según Hunter, no lo hacen por su pertenencia específica a un tipo de religión, etnia o agrupación política, ni siquiera por ser representantes de una misma clase social; se trata más bien de una refinada adscripción a posiciones ideológicas que no reflejan ya, de manera mecánica, los orígenes clasistas de quienes las profesan…

A esta sutileza de nuestro tiempo  se refería Fidel Castro tras conocer la victoria de los adversarios del “Sí” en el referéndum celebrado en Venezuela el día anterior: “En Venezuela no hay cuatro millones de oligarcas”«.2 Situado en primera fila lo cultural y simbólico, es lógico que adquieran una nueva dimensión los archivos, museos, galerías de arte, las librerías, la música, la televisión, la radio, los cines y las bibliotecas. Aquí entra en escena otro elemento novedoso: la lucha por la legitimidad, la tenaz pelea por restar coherencia, racionalidad, autenticidad y fundamento a las posiciones y conceptos del adversario, destacando las propias, previo examen de los vestigios conservados del pasado y su control. Son apreciables dos posiciones metodológicas (y clasistas) ante los hechos de la realidad y sus percepciones subjetivas. Ambas yacen en la encarnizada lucha de las estéticas que combaten. A ellas se apela para intentar sumar adeptos y vencer al rival, restándole s ó neutraliza ándolos: 1) La metodología conservadora, que intenta manipular el lenguaje y las percepciones para cambiar los conceptos reales por sus remedos, y con ello, proteger la realidad de posibles transformaciones, especialmente si estas son de naturaleza radical y signo opuesto al sistema. 2) La metodología revolucionaria, que intenta transformar de raíz la realidad, partiendo de los conceptos a los que se ha arribado por el estudio directo y análisis crítico de sus datos, y a través de ellos, influir en las percepciones y el lenguaje. Estos últimos, ya transformados, predisponen y son acicate para nuevos cambios. Por supuesto que ambas posiciones no son estancos cerrados: se influyen mutuamente, toman prestadas sus armas para volverlas contra sus dueños originales, se copian e interpenetran, pueden, incluso, derivar en una copia de aquello a lo que antes combatían si no se presta atención al hecho comprobado en la historia humana de que no todo vale sin violentar las esencias de lo que se defiende y promueve. Existen límites morales, políticos e ideológicos, traspasados los cuales se desnaturaliza el programa y la idea original, y el fenómeno transmuta en su contrario.

Una reciente foto de la manifestación contra el terrorismo en Barcelona, encabezada por el Rey y Mariano Rajoy, ha sido trucada para que no se vean detrás numerosas banderas independentistas catalanas enarboladas en el acto. Es lo mismo que se había criticado antes, hasta la saciedad, en fotos trucadas en la URSS, China o Cuba, para que no aparecieran junto a los líderes revolucionarios figuras que luego devinieron enemigos, como León Trotsky, Ezhov, Bujarin, Beria, Carlos Franqui o Po Ku. Lo misma polémica rodea las fotos de la apresurada evacuación norteamericana de Saigón ante el avance de las fuerzas liberadoras vietnamitas, el 30 de abril de 1975; la de la toma del Reichstag alemán por los soviéticos, el 30 de abril de 1945, captada por el fotógrafo Evgueni Jaldei; la del miliciano alcanzado por una bala durante un combate de la Guerra Civil española, inmortalizada por Robert Capa, en 1936, y finalmente, la de la toma de Iwo Jima por soldados norteamericanos, el 23 de febrero de 1945, recogida por el lente de Joe Rosenthal. Junto al afán de legarnos la imagen soñada de sí mismos, la sed propagandística de producir iconografías estéticamente perfectas que condense la heroicidad, el triunfo, y subrayen la derrota del adversario, los promotores de estas y otras muchas alteraciones de la historia están mandando un mensaje más: es tanto o más importante el reflejo del hecho histórico que lo realmente acontecido. Quien domine el reflejo domina al objeto. La imagen invertida en el espejo llega a suplantar a lo que le dio origen. El dueño del espejo, al final, es el dueño de la historia. Y ahí está el peligro: intentando manipular la realidad, se concluye en una acción conservadora que la eterniza, lejos de transformarla. Se cambia la percepción, pero como decía Víctor Hugo, y recordaba en sus palabras Irving Kristol, los hechos de la realidad son sumamente tozudos. Y siempre regresan. Pero el método está lo suficientemente extendido en nuestros días como para ser dominante. Y de nuevo es el mundo al revés: aquella teoría materialista del reflejo, extensamente explicada por Vladimir Ilich Lenin en su obra Materialismo y empiriocriticismo, de 1908, hoy nos sirve de poco ante estas manipulaciones de la realidad con fines de legitimación y perpetuación. Es obvio que las operaciones de guerra cultural conservadora, en nuestra época, descolocan los enfoques revolucionarios clásicos del materialismo histórico y la propia teoría leninista del reflejo. Las fuerzas más avanzadas de nuestros días poco podrán lograr en defensa y promoción de sus ideas si se sustraen a estos retos. Se trata de una tierra ignota, como el mundo de Alicia en el país de las maravillas, cuyas figuras y situaciones desafiaban todas las certezas acumuladas, y su explicación escapaba al ordenado enfoque clásico.

Pero a la vez, los corroboran: en ese mundo se puede desafiar la ley de gravedad y el tiempo, pero existe la maldad y la bondad, el honor y el sacrificio, lo bello y lo deforme, el mal y el bien con idénticos orígenes y muy similares expresiones que los del mundo real. Que usamos hoy los archivos, bibliotecas y museos con fines de legitimación cultural, y, con ello, políticos ideológicos, no significa que estemos archivando la realidad del presente, sino todo lo contrario: despertando a los combatientes de ayer para que con las armas del pasado combatan en los escenarios de hoy. Por eso las guerras culturales son guerras totales. Y no reconocen tiempo ni fronteras. Estéticas combatientes Las revoluciones son especialmente pródigas en brindar campo a la experimentación estética y propiciar la búsqueda de nuevos códigos de comunicación y creación cultural. Vencido lo viejo, comienza el proceso de desmontaje de sus referentes caducos. Es la hora de avanzar hacia la construcción de un nuevo mundo del espíritu donde se conjugue lo mejor y más avanzado de las experiencias anteriores con las nuevas ideas y aspiraciones, y se efectúe la relectura del pasado con la introducción de otros paradigmas y referentes, entre los que se podrán identificar los nunca antes mostrados y los antiguamente subestimados, reprimidos, subvalorados e, incluso, prohibidos. En ese proceso, por supuesto, se cometen excesos, errores y verdaderos crímenes culturales: las pasiones reprimidas, las ideas perseguidas, las aspiraciones postergadas y no satisfechas, las subestimaciones y el desprecio estallan, rotas las ataduras del cambio, y suelen dirigirse, con infantil crueldad, a destruir los símbolos del régimen abolido. Es aquí donde desaparecen obras de arte, estallan monumentos, se mutilan estatuas, se saquean bibliotecas y se apuñalan cuadros valiosos, hasta que la conciencia de que lo nuevo no puede repetir los métodos del pasado que se cancela pone fin al terrible y caótico desahogo transitorio.

Al proceso anteriormente descrito no escapan tampoco las revoluciones sacralizadas por Occidente. La propia Revolución francesa, arquetipo de cambio profundo, violento y radical, no sólo sustituyó por burgueses, abates librepensadores, artesanos y nobles verbalizados a la pomposa corte de Versalles, sino que también arrasó con el calendario de las fiestas patronales, el nombre de las calles, la forma de pensar y vestir, la concepción y el ejercicio del arte, el dios a quien venerar, y el nombre de los meses del año. La Revolución mexicana, iniciada el 20 de noviembre de 1910, fue pródiga en generar una estética combatiente, radicalmente diferenciada del arte, la sensibilidad y la percepción precedentes. En lo cultural, la dictadura porfirista fue esencialmente afrancesada, elitista, blanca, católica y citadina. Las masas que llevaron al poder a Francisco Maderos, o siguieron a Emiliano Zapata o Pancho Villa, reivindicaron el aporte indígena, el orgullo nacional, el México rural y trabajador, la modernidad maquinista contraria a la modorra bucólica del ancien régime, y el hasta entonces negado aporte social de la mujer. La pintura, por ejemplo, se transformó en un eficaz vehículo de educación histórica y popular, por eso se plasmó en enormes murales y obras experimentales, democratizando el espacio público con temáticas rebeldes y de protesta, nunca antes difundidas. Orozco, Siqueiros, Diego Rivera, Rufino Tamayo y Frida Kahlo se situaron a la vanguardia del movimiento regenerador. La fotografía de Tina Modotti utilizó símbolos nuevos para expresar los nuevos tiempos: desnudos femeninos, machetes, anchos sombreros campesinos, cananas repletas de balas, hoces y martillos. Las artes populares coparon los circuitos de distribución cultural antes reservados a las élites. El cine, arte revolucionario por excelencia, llevó a México a uno de los creadores y fundadores de la estética cinematográfica bolchevique, padre del montaje, como fue Serguei Eisenstein. Las imágenes dejaron de ser inocuamente bellas para parecerse a los arquetipos de la dura realidad. Las armas usadas para defender la revolución, los tractores, las ruedas dentadas y las maquinarias desplazaron a los símbolos estéticos rosados de los tiempos idos. No podía haber, y no hubo, marcha atrás. Y a todo eso se le cantó en Los de abajo, de Mariano Azuela, y en corridos como «La Adelita», exaltación pagana de una bella soldadera de las tropas del cambio al Olimpo de las musas inmortales de todos los tiempos. Durante casi un siglo, con altas y bajas, ascensos y caídas, esta estética combatiente de la Revolución mexicana fue dominante en el país. Que usamos hoy los archivos, bibliotecas y museos con fines de legitimación cultural, y, con ello, políticos ideológicos, no significa que estemos archivando la realidad del presente, sino todo lo contrario: despertando a los combatientes de ayer para que con las armas del pasado combatan en los escenarios de hoy. Por eso las guerras culturales son guerras totales. Y no reconocen tiempo ni fronteras.

Estéticas combatientes Las revoluciones son especialmente pródigas en brindar campo a la experimentación estética y propiciar la búsqueda de nuevos códigos de comunicación y creación cultural. Vencido lo viejo, comienza el proceso de desmontaje de sus referentes caducos. Es la hora de avanzar hacia la construcción de un nuevo mundo del espíritu donde se conjugue lo mejor y más avanzado de las experiencias anteriores con las nuevas ideas y aspiraciones, y se efectúe la relectura del pasado con la introducción de otros paradigmas y referentes, entre los que se podrán identificar los nunca antes mostrados y los antiguamente subestimados, reprimidos, subvalorados e, incluso, prohibidos. En ese proceso, por supuesto, se cometen excesos, errores y verdaderos crímenes culturales: las pasiones reprimidas, las ideas perseguidas, las aspiraciones postergadas y no satisfechas, las subestimaciones y el desprecio estallan, rotas las ataduras del cambio, y suelen dirigirse, con infantil crueldad, a destruir los símbolos del régimen abolido. Es aquí donde desaparecen obras de arte, estallan monumentos, se mutilan estatuas, se saquean bibliotecas y se apuñalan cuadros valiosos, hasta que la conciencia de que lo nuevo no puede repetir los métodos del pasado que se cancela pone fin al terrible y caótico desahogo transitorio. Al proceso anteriormente descrito no escapan tampoco las revoluciones sacralizadas por Occidente. La propia Revolución francesa, arquetipo de cambio profundo, violento y radical, no sólo sustituyó por burgueses, abates librepensadores, artesanos y nobles verbalizados a la pomposa corte de Versalles, sino que también arrasó con el calendario de las fiestas patronales, el nombre de las calles, la forma de pensar y vestir, la concepción y el ejercicio del arte, el dios a quien venerar, y el nombre de los meses del año. La Revolución mexicana, iniciada el 20 de noviembre de 1910, fue pródiga en generar una estética combatiente, radicalmente diferenciada del arte, la sensibilidad y la percepción precedentes. En lo cultural, la dictadura porfirista fue esencialmente afrancesada, elitista, blanca, católica y citadina. Las masas que llevaron al poder a Francisco Maderos, o siguieron a Emiliano Zapata o Pancho Villa, reivindicaron el aporte indígena, el orgullo nacional, el México rural y trabajador, la modernidad maquinista contraria a la modorra bucólica del ancien régime, y el hasta entonces negado aporte social de la mujer. La pintura, por ejemplo, se transformó en un eficaz vehículo de educación histórica y popular, por eso se plasmó en enormes murales y obras experimentales, democratizando el espacio público con temáticas rebeldes y de protesta, nunca antes difundidas. Orozco, Siqueiros, Diego Rivera, Rufino Tamayo y Frida Kahlo se situaron a la vanguardia del movimiento regenerador. La fotografía de Tina Modotti utilizó símbolos nuevos para expresar los nuevos tiempos: desnudos femeninos, machetes, anchos sombreros campesinos, cananas repletas de balas, hoces y martillos. Las artes populares coparon los circuitos de distribución cultural antes reservados a las élites. El cine, arte revolucionario por excelencia, llevó a México a uno de los creadores y fundadores de la estética cinematográfica bolchevique, padre del montaje, como fue Serguei Eisenstein. Las imágenes dejaron de ser inocuamente bellas para parecerse a los arquetipos de la dura realidad. Las armas usadas para defender la revolución, los tractores, las ruedas dentadas y las maquinarias desplazaron a los símbolos estéticos rosados de los tiempos idos. No podía haber, y no hubo, marcha atrás.

Y a todo eso se le cantó en Los de abajo, de Mariano Azuela, y en corridos como «La Adelita», exaltación pagana de una bella soldadera de las tropas del cambio al Olimpo de las musas inmortales de todos los tiempos. Durante casi un siglo, con altas y bajas, ascensos y caídas, esta estética combatiente de la Revolución mexicana fue dominante en el país. Acompañó los tiempos gloriosos de la doctrina Estrada y de la nacionalización del petróleo por el general Lázaro Cárdenas. Parecía imbatible y eterna, de tan enraizada como estaba en el pueblo. Hasta la feroz penetración cultural norteamericana de los años 60, 70, 80 y 90 del pasado siglo tuvo en ella un detente. Pero en los últimos tiempos otra estética beligerante y ruin ha venido a desafiarla y arrinconar. Salida también de la entraña popular, antes devastada y corrompida por la miseria, la exclusión, el desarraigo y el narcotráfico, la narcocultura ha ido ganando espacio en el país a una velocidad tal, que se ha convertido, a fuerza de violencia, miedo, desesperación, culto al kitsch, corrupción política y desgobierno, en un engendro capaz de pervertir y degenerar la cultura nacional. Lo que no logró la cultura de las élites oligárquicas antinacionales y conservadoras, lo está logrando la narcocultura en México. Se trata de una cultura marginal que intenta, por todos los medios y apelando a grandes recursos, legitimarse y hacerse dominante, en la misma medida en que el cáncer de los carteles hace metástasis y penetra hasta el último resquicio del cuerpo nacional. El misterio y secreto en que desarrolla sus actividades confiere a esta forma extrema de delincuencia organizada cierta aureola de romanticismo y, a la vez, de vertiginoso ascenso social, no importa a qué precio, ni que sea de corta duración. Lo simbólico ha pasado de expresar la identificación con los anhelos de libertad y justicia colectiva, típicos de la edad revolucionaria, a exteriorizar el afán egoísta e irracional de triunfar al precio que sea. No son hombres y mujeres explotados que se ponen en marcha por el bien común, sino puñados de feroces delincuentes capaces de sacrificar a la sociedad con tal de acceder a un mundo de lujos y ostentación, el mismo con el que sueña todo desclasado y resentido social, sin cultura ni conciencia de clase. Narco Corridos, narco de, narco series televisivas, narco actores y narcoactriz, narcobandas musicales, narran la vida de los barones de la droga, desde la del Chapo Guzmán hasta la del Señor de los Cielos, siempre violentos y carentes de todo sentido moral, sin miedo a la muerte, sin respeto a la vida ajena, forrados de oro, conduciendo autos lujosos, rodeados de mujeres exuberantes, organizando orgías en sus haciendas intocables con animales salvajes incluidos, vestidos de manera ostentosa y llamativa, con ropa de marca y relojes caros, exteriorizando el mal gusto y la estridencia de su falta de cultura verdadera.

Y lo peor es que se ha convertido en uno de los rubros más importantes de exportación de las industrias culturales mexicanas, y está arrasando al volverse viral, llegando hasta confines remotos como Malasia, Filipinas y China.3 Y usurpando la representación cultural de una nación que un día cantó a las glorias de sus huestes de pelados y soldaderas, que avanzaban descalzos y aguerridos buscando la justicia social, sin rastros de la pureza ni el idealismo de ayer, avanzan hoy los narcos peregrinos en sus Porsches y sus Ferraris, con sombreros norteños, botas de punta fina, armados hasta los dientes, con Los Tigres del Norte como banda sonora, buscando su particular nirvana de balazos y dólares, llevando en andas la imagen de la Santa Muerte y de Jesús Malverde, el santo de los narcos. El caso mexicano revela que las estéticas combatientes, aunque superficialmente similares, pueden ostentar signos opuestos, dependiendo del momento histórico y de las fuerzas o grupos sociales que recreen y respalden. Pueden, incluso, compartir orígenes y símbolos y sus mensajes ser absolutamente incompatibles. No tiene nada que ver, en lo simbólico, la imagen que proyectaban los soldados de Pancho Villa o Zapata, con sus fusiles y los pechos cruzados con cananas de balas, con las de sus desnaturalizados descendientes narcos encapuchados, ostentando sus AK 47 o pistolas enchapadas en oro y enfundados en las últimas zapatillas de marca. Otro caso de estudio es el de la estética de la Revolución bolchevique, cuyo centenario conmemora la humanidad en el presente año. El análisis aporta una nueva arista del problema si la comparamos con la estética del nazismo. En ambos casos se trata de revoluciones profundas y radicales: la primera, de orientación obrera, campesina, socialista, igualitaria, procuradora de la justicia social negada a los humildes durante siglos, y propugnadora del internacionalismo proletario; en el segundo caso, una revolución reaccionaria, xenófoba, nacionalista y racista, antisocialista y procapitalista, bajo el disfraz de ser nacionalsocialista, orientada a detener el ascenso de las fuerzas verdaderamente revolucionarias en Europa, y lo suficientemente militante y consciente de su misión como para enfilarse a destruir el proyecto socialista de la URSS.

Al igual que la Revolución mexicana, la Revolución socialista de Octubre en Rusia no solo produjo un cambio en las relaciones de poder, sino también cultural. El arte tradicional del zarismo, con la exaltación de las figuras de la nobleza, el ejército o la Iglesia ortodoxa, se opuso a la visión del mundo de las clases explotadas, excluidas y humilladas. Inicialmente se sirvió del movimiento llamado Proletkult, mediante el cual se propugna proporcionar a la dictadura del proletariado expresiones artísticas y culturales nuevas, ancladas en la exaltación de los héroes populares, obreros y campesinos, los líderes bolcheviques y la denuncia del pasado. Las figuras rudas y musculosas de los trabajadores, campesinos, soldados y comisarios del Ejército Rojo se plasmaron con realismo directo, para que pudiesen ser entendidas por las masas aún analfabetas, fundiéndose espíritu de lucha y sacrificio y optimismo en el futuro socialista que se prometía. Su espíritu rebelde inicial llevó al incipiente arte soviético a beber de las fuentes de las vanguardias y el modernismo occidental, orientados contra el «decadente arte burgués». Tal alianza, vivificadora y coherente, que brindaba al arte soviético la posibilidad de unir vanguardias artísticas y políticas, y adquirir significado universal, no tardaría en ser violentada por el dogmatismo y la implantación de un «canon estético combatiente», el realismo socialista, que encapsuló al arte soviético en la  declamación, el culto a la personalidad y formas de expresión clásicas e inocuas, alejadas de toda intención crítica o revolucionaria, aptas solo para la propaganda. Y así continuó su agonía, con raras excepciones, el espectro de una estética que fue un día paradigma de estética revolucionaria, hasta después del llamado «proceso de deshielo», que tuvo lugar tras la muerte de Stalin, ocurrida en 1953. Lo curioso de la estética nazi es lo mucho que tomó prestado, en lo formal, de la eficaz estética socialista soviética, a pesar de que la satanizó públicamente mediante el concepto de «bolchevismo cultural», según la propaganda nazi, una especie de lepra espiritual ajena a los valores, la historia y la cultura germanas, importada por los enemigos de la nación a través de agentes culturales disociadores judeobolcheviques, como Thomas Mann, Max Ernest, Max Beckman o Carl von Ossietszky, quien moriría en un campo de concentración.

El mismo odio que sentían por las expresiones liberales del espíritu, no sujetas a dogmas ni a la represión partidista, encarnadas en el cine de Charles Chaplin,o en el pensamiento científico de Sigmund Freud o Albert Einstein. La estética nazi, según describe Humberto Eco, rendía culto a la tradición de los saberes arcaicos, a la violencia, a la sangre, al suelo, a la superioridad de la raza aria, al arte regenerador alemán por sobre el arte degenerado modernista occidental; rechazaba el pensamiento crítico y la libertad, era nacionalista y xenófoba, prohibía la diferencia, rendía culto a lo heroico y a la muerte, era elitista y fanática, demagógica, machista, y fue tenaz promotora de una neolengua, precursora de la posverdad y la «evidencia de los hechos alternativos», donde se domesticaba el lenguaje para a través de este controlar el pensamiento. La majestuosidad de sus cuidadas escenografías y puestas en escena, como las de una nueva Roma rediviva e invencible, tuvo su apoteosis en la obra cinematográfica de Leni Riefensthal, con títulos como La victoria de la fe (1933), El triunfo de la voluntad (1934) y Olympia (1938) Que la estética nazi no haya podido ser sepultada bajo las ruinas de la Cancillería berlinesa, en mayo de 1945, donde Hitler y Joseph Goebbels se suicidaron, y que emerja con renovados bríos en tiempos de incertidumbre de la sociedad occidental, como expresión del miedo y la impotencia de las clases medias amenazadas por fenómenos incontrolables como la globalización, el terrorismo, las oleadas de refugiados, la crisis de los partidos tradicionales, el debilitamiento del Estado, la imbatible crisis económica y financiera mundial y la emergencia de fuerzas opuestas al sistema, como Podemos, en España, o el candidato Melenchon, en Francia, e incluso, revoluciones o cambios de modelos sociales en países de América Latina, es señal de que siguen representando a ciertas clases y grupos sociales, que no pueden imponerse por la razón y apelan a la violencia. Eso explica la recurrencia de símbolos similares en la Revolución Naranja (2004) o el Euromaidan (20132014), de Ucrania; en los seguidores del Partido de la Cruz Flechada, en Hungría; en los tenaces remanentes del franquismo español; en la simbología artificial, producto mediático, a caballo entre los caballeros templarios y los superhéroes de Disney de las guarimbas venezolanas; en los que hoy en Polonia están intentando reescribir la historia nacional para despojarle, no solo de todo lo que huela a socialismo o a tradiciones revolucionarias, sino también de liberalismo, y, por último, en la estética de la ultraderecha racista y neo confederada norteamericana que cometió tantos desmanes, y hasta crímenes, en Charlottesville. Pero ¿no era eso, precisamente, lo que pedía Irving Kristol, en diciembre de 1991, para asegurar el triunfo definitivo del milenio capitalista?

La sangrienta estética

yihadista Reflejo aberrante y distorsionado, colofón trágico, pero lógico, del proceso zigzagueante de evolución, auge y caída de las estéticas combatientes del siglo XX y XXI, es la estética del terrorismo islámico, continuadora de las peores prácticas manipuladoras y demagógicas de sus predecesores, intento desesperado por reconstruir califatos esclavistas y feudales en tiempos de WhatsApp y Periscope, retomando para ello las políticas de la guerra fría de «ganar las mentes y corazones» de aquellos a quienes llaman a convertirse, jurar fidelidad al Estado Islámico, ser esclavizados o perecer. Como la del nazismo, la estética yihadista es deudora de la estética de sus enemigos jurados,5 englobados en –para ellos, y de nuevo– «el mundo decadente de los infieles y cruzados occidentales», lo que implica situar fuera de su ley a todo lo que no sea musulmán salafista, o que no pertenezca a las versiones más retrógradas, belicosas y desesperadas del islamismo radical. A pesar de ello, no duda en mostrar a sus guerreros de molleras medievales altos, atléticos, normopesos y enmascarados, con zapatillas Adidas, luciendo relojes de alta gama, desplazándose en camionetas Toyota, blandiendo sus fusiles de asalto y transmitiendo sus degollinas por YouTube. Occidente es, para ellos, «la madre de todas las decadencias y abominaciones», pero usan sus artilugios, tecnologías de comunicación y su propia simbología para hacerle todo el daño posible, sembrando de paso la confusión. La yihadista es una estética pop, pseudoheroica y tardía. Basta ver algunos de sus más de mil videos de propaganda publicados en YouTube para entender lo que es la pervivencia de formas de conciencia medieval que intentan expresarse con símbolos modernos, pero no sobrepasan el estadio kitsch de las coreografías de Bollywood, destinadas a un público poco cultivado y carente de puntos de referencia universales. En sus videos proselitistas abundan las imágenes del sol naciente, caballos al galope, espadas doradas, la confraternidad entre camaradas de lucha, compartiendo la comida, el descanso, los peligros y la PepsiCola, con la frugalidad valerosa y espartana de santos jóvenes iluminados de distintas razas, barbados y de pelos largos, como si regresaran los hippies de los 60 en su versión vengadora. «El éxito de la comunicación del Estado islámico –ha explicado Alex Romero, de Alto Data Analytic– es que ha conseguido embellecer el terror y hacerlo popular utilizando nuestro lenguaje y nuestros códigos culturales».6 De aquellas imágenes iniciales asociadas a hombres mayores y canosos, como Osama Bin Laden o Al Zawahiri, de Al Qaeda, se ha pasado a transmitir el glamur de jóvenes voceros bien parecidos, como Abu Lais, El Cordobés, yihadista andaluz que recientemente protagonizó el video titulado La conquista de Barcelona, a cara descubierta, con aplomo y buena dicción, mostrando una imagen estudiada de barbas y boina negra que remite a la mítica del Che Guevara.

Bien uniformados, sonrientes y camaradería, estos nuevos rebeldes invitan a todos los jóvenes solitarios, desconectados, excluidos, socialmente rechazados, no integrados, incomprendidos o airados a unirse a sus filas donde vivirán en un eterno ambiente de videojuegos, podrán disparar y matar sin límites, ascender en la escala social del Estado Islámico y recibir esposas devotas, sumisas y fieles, incluyendo esclavas. «De ser víctima del bullying, de la pobreza, de la indiferencia familiar, o del menosprecio racista –parecen proclamar– puedes entrar en una hermandad de guerreros elegidos por Dios, viviendo una juventud eterna». De la eficacia de esta estética dan testimonio los más de 35,000 combatientes extranjeros que, junto a sus esposas, procedentes de más de 100 naciones, muchos de ellos nacidos y criados en la cultura occidental, han acudido a las regiones controladas por el Estado Islámico. Mientras esto ocurre, a diferencia de lo sucedido durante la guerra fría, Occidente no ha logrado una contranarrativa eficaz, privilegiando el uso de la fuerza militar y dejando tras de sí, en la medida en que avanza sobre los últimos bastiones físicos de ISIS, ubicados en Irak y Siria, un hervidero de mensajes culturales, de memorias, narrativas y símbolos larvados que sólo esperan la ocasión propicia para retoñar en versiones cada vez más letales. Parece mentira, pero las sociedades que vieron florecer versiones sucesivas de estéticas combatientes durante más de dos siglos, e idearon y pusieron las armas de las guerras culturales, no han comprendido aún que lo peor no son los camiones que embisten multitudes inermes, ni los degollados ante las cámaras, ni los niños que usan como bombas vivientes o los cobardes asesinos de la yihad terrorista, sino las ideas, la cultura, los símbolos y la conciencia atroz que los sostienen y ponen en sus manos las armas de exterminio. ¿O es que la mala conciencia cultural las inhibe de actuar eficazmente?

Notas

 Kristol, Irving: The Capitalist Future, Francis Boyer Lecture, American Enterprise Institute Annual Dinner, 4 de diciembre de 1991. En www.aei.org/publication/thecapitalistfuture. 2 Acosta Matos, Eliades: Imperialismo del siglo XXI: las guerras culturales. Casa Editora Abril, La Habana, 2009, pp. 1213. 3 Un estudio realizado durante cuatro años por un equipo académico del Departamento de Estudios Internacionales de la Universidad Iberoamericana de México, dirigido por el investigador César Villanueva, analizó las imágenes predominantes que sobre el país han circulado en el mundo entre el 2006 y el 2015, llegando a la conclusión de que «[…] en este último año entre los diez primeros tópicos representativos, por primera vez, se incorporó la narcocultura y sus asociaciones con canciones, videos y la parafernalia de violencia, dinero y poder». Arturo Sánchez Jiménez, «La narcocultura, imagen de México», La Jornada, 15 de septiembre de 2016. . 4 Es sumamente curioso y aleccionador que en la Alemania nazi se prohibiese la exhibición de las películas de Chaplin, a lo que este respondió con su inolvidable El gran dictador (1940). En julio de 2017, en medio de las acciones violentas en las calles de la oposición venezolana, la estatua de Charles Chaplin ubicada en la plaza Cruz Verde de Milla, en Mérida, Venezuela, fue destruida por tratarse de un «seguidor del comunismo». 5 Interesante observar la recurrencia de este método de guerra cultural, que toma por asalto las concepciones del enemigo para sacarlas de contenido y aplicarlas formalmente con contenido opuesto al original, precisamente, para hacer más contundente el golpe contra este.

Los seguidores de la alright, en Estados Unidos, como Steve Bannon, al igual que los padres fundadores del neoconservatismo, reivindican su adscripción a un nebuloso engendro ideológico llamado «leninismo de derecha». 6 Terrasa, Rodrigo, «La cultura pop del estado islámico: así es su estrategia de reclutamiento», El Mundo, España, 22 de diciembre de 2016. En .


Leave a Comment

* Al utilizar este formulario usted acepta el almacenamiento y manejo de sus datos por parte de este sitio web.

Global es una publicación de la Fundación Global Democracia y Desarrollo y su Editorial Funglode. Es una revista bimestral de naturaleza multidisciplinaria, que canaliza las reflexiones sociales y culturales, acorde con el pensamiento y la realidad actual, elevando de este modo la calidad del debate.

© 2023 Revista GLOBAL. Todos los derechos reservados. FUNGLODE.

Are you sure want to unlock this post?
Unlock left : 0
Are you sure want to cancel subscription?
-
00:00
00:00
Update Required Flash plugin
-
00:00
00:00