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Juvenilismo, protagonismo y apatía política en la Argentina

by Carlos María Romero Sosa
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Después de la estrepitosa y sanguinolenta caída del presidente Fernando de la Rúa en diciembre del 2001 —cuya imagen imborrable fue su alejamiento de la Casa Rosada en helicóptero mientras la Plaza de Mayo estaba desbordaba de manifestantes reunidos allí desde días previos pese a la represión de la policía con el resultado de varias decenas de muertos—, la ciudadanía o gran parte de ella hizo suyo un lema: «¡Que se vayan todos!». Un grito de guerra y un paso más en el repudio a una democracia que, reconquistada en 1983, se fue tornando cada vez más formal que real y, como tal, incapaz de dar respuestas a los votantes que las exigían —igual que ocurre en el presente—, principalmente en materia de lucha contra la corrupción, previsibilidad económica y seguridad frente a la delincuencia común que asolaba las calles y que en mayor medida lo hace ahora.

¿Cómo llegó la ciudadanía a eso? Por la pobreza y la desocupación que resultó de aplicar la política privatizadora desde el anterior gobierno, el del menemismo, con justificaciones y argumentos para ello que Arturo Jauretche hubiera podido incorporar a la lista de las «zonceras argentinas». Parafernalia dirigida a crear en la opinión pública un clima de rechazo a todo lo estatal en beneficio de los consorcios internacionales que se iban quedando con las empresas de servicios públicos y el sistema jubilatorio, a tono con la ola neoliberal y la «revolución conservadora» de Margaret Thatcher y Ronald Reagan.

En cuanto a la exigencia de «¡Que se vayan todos!», suerte de verbal «bastillazo» (Engels dixit), empujó a muchos miembros de las clases medias de todas las edades, víctimas de la incautación de los ahorros bancarios por el llamado «corralito» del ministro de Economía Domingo Cavallo, a asumir de repente protagonismo cívico. Y frente al espejo de la debacle nacional, aquellos hombres y mujeres desinteresados hasta la víspera por el accionar de los gobernantes se reconocieron como sujetos de un presente colectivo en un envolvente sentimiento dual de repudio y epopeya de lo que podrían testimoniar las tan participativas como efímeras Asambleas Populares.

Venía de lejos tal desinterés político y pruebas al canto: en la película argentina estrenada en 1983: Espérame mucho, dirigida por Juan José Jusid, con guión del mismo Jusid y del escritor Isidoro Blaisten, un filme que trata sobre el despertar sexual de un adolescente y al hacerlo pasa revista a la vida cotidiana de principios de los años cincuenta de la pasada centuria, se escucha a un trabajador decir: «Yo nunca me metí en política. Siempre fui peronista».

Claro, Perón «cumplía» según el lema propagandístico de la época; y con sus más y sus menos, la participación de la clase obrera en el producto bruto interno era elevada, lo que contrastaba con lo ocurrido al respecto durante el régimen oligárquico y fraudulento que se cerró en 1943. Las cosas cambiaron luego de 1955 y los trabajadores debieron estar alertas y en lucha para defender los derechos conquistados durante el primer período justicialista. Derechos que o bien se hicieron efectivos al desengavetarse las leyes laborales promovidas por los socialistas desde su ingreso al Congreso Nacional en 1904, con Alfredo Palacios como primer diputado socialista de América, o bien los reconoció la letra y el espíritu de la nueva legislación y hasta se les dio fuerza constitucional en la reforma de 1949, con lo cual, desde el extremo sur del continente, apuntó la República Argentina hacia el Estado de bienestar que se consolidaba en la Europa de la posguerra.

En cambio, la clase media, es decir la pequeña burguesía nativa, muy poco se identificaba, y ni siquiera mostraba solidaridad, con ese ingente proletariado producto de la módica industrialización impulsada en los años del peronismo, ya que no se llegó a desarrollar debidamente la industria pesada.

Con excepciones, por supuesto, y más allá del policlasismo a que aspiraba el movimiento que gobernó el país desde 1946 a 1955, el sentirse ajenos uno a otro estamento fue un resultado de prejuicios hasta de corte racial exacerbados por ciertos intelectuales con acceso a los medios de la época, tan formadores de opinión entonces como ahora.

Cuando un político del Partido Radical llamó «aluvión zoológico» a las multitudes que reclamaban el 17 de octubre de 1945 la libertad de su líder, esa expresión del diputado Ernesto Sanmartino marcó a fuego la irreconciliable división del país entre seres humanos civilizados y republicanos y las jaurías depredadoras de piel cobriza, en un involutivo descenso biosociológico desde la condición de «bárbaros» en que visualizó Sarmiento a las montoneras federales del siglo XIX, en uno de los libros fundamentales de la literatura nacional —más allá de que su genial autor lo juzgó en carta al general José María Paz como «obra improvisada»—, al plano ya propiamente del reino animal como el de única pertenencia de los «descamisados».

No pasó mucha agua bajo el puente hasta cundir el escepticismo político en las burguesías ilusionadas con la restauración liberal de la autodenominada Revolución Libertadora, a partir de la cual dieron por sentada su participación en el banquete de las oligarquías asociadas con Inglaterra y poco a poco con los Estados Unidos, que desplazaron a la pérfida Albión luego de la Segunda Guerra.

Pronto, fueron decantándose sus ilusiones de prosperidad entre los golpes de Estado promovidos por los sectores del privilegio local y el gran capital internacional que una y otra vez los excluía de la fiesta. Tal ocurría mientras esa pequeña burguesía carente de rumbo fijo advertía, sin asimilar del todo el mal trago, que el mundo giraba hacia la izquierda desde finales de los sesenta, que sus hijos admiraban al Che Guevara, leían Los condenados de la tierra, de Franz Fanon, prologado por Sartre, y se adherían al peronismo que no habían vivido y contra el que escucharon apostrofar en la familia, en la escuela, en las iglesias y en los periódicos.

Para no ir más lejos y llegar hasta el artículo de Francisco Barroataveña publicado en el diario La Nación de Buenos Aires el 20 de agosto de 1889: «Tu quoque juventud», un sacudón de conciencias y principal antecedente de la Revolución de 1890, el juvenilismo entendido como clase tuvo fecha de nacimiento al irrumpir en la política nacional con la Reforma Universitaria de 1918 encabezada por Deodoro Roca. Un hecho que tanta influencia tuvo en América Latina y cuyo emancipatorio manifiesto liminar da cuenta en su encabezamiento de ese reto generacional: «La Juventud Argentina de Córdoba a los hombres libres de Sud América».

Más de cuatro décadas después, marcó a contrario sensu de otro nuevo despertar juvenil en una suerte de circulación de elites, en terminología de Pareto, la hora del desinterés por la cosa pública de muchos mayores en edad; si es que alguna vez se involucraron en ella y no fue más que un tilingo querer estar en la cosa, bien distinto de aquel inaugural grito popular escuchado en los albores de la Patria, en la Semana de mayo de 1810: «El pueblo quiere saber de qué se trata».

Al influjo del diálogo entre cristianos y marxistas en el Viejo Mundo, hacia 1964 se entabló el de los filósofos Conrado Eggers Lan y León Rozitchner, que despertó gran interés en los sectores de la cultura argentina. Poco después, adolescentes y jóvenes identificados con lo postulado en la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, celebrada en Medellín, efectivizaron su opción por los pobres participando en trabajos sociales e impartiendo catequesis en las villas miseria. De allí a la natural politización y luego a la radicalización había un paso. Y muchos lo dieron.

La juventud contestataria aliada a los obreros protagonizó jornadas históricas como el Cordobazo, en mayo de 1969, precedido por el Rosariazo pocos días antes y continuado en las puebladas conocidas como los Tucumanazos, en los años 1969, 1970 y 1972. Del cada vez mayor compromiso de la juventud, que no en vano tomó como insignia a Evita, la muchacha de origen pobre muerta a los 33 años que llegó a las alturas del poder y despertó adoración entre los humildes, dan cuenta en la lista de los desaparecidos y asesinados por la última dictadura los nombres de tantos veinteañeros y treintañeros. Fueron sacrificados por romper en la práctica con el cómodo «no te metas» y suplantar el lema «Yo, argentino» —para significar «no quiero problemas»— con el pleno ejercicio de la honrosa condición de «hombre rebelde» que teorizó Albert Camus.

Podría pensarse que el encogerse de hombros de las clases medias frente a la actuación de los que ejercen el mando es algo a lo que se les adelantó Martín Fierro. Pero no, el héroe de Hernández —y antihéroe para Borges— no predicó el desapego por la cosa pública, sino una actitud activa y altiva de desprecio por los funcionarios ajenos a las necesidades populares que el protagonista identificó en el ministro de Guerra y Marina del presidente Sarmiento, el general Martín de Gainza, aquel «Don Ganza» así mencionado en el poema: «Que el Ministro venga o vaya, / poco le importa a un matrero. / Yo también dejé las rayas… / en los libros del pulpero». 

Aunque buscaron estar inmersos en el campo popular, hubo —y hay que reconocerlo— una gran cuota de elitismo y de exitismo entre los conductores de la «juventud maravillosa», así llamada por Perón, promotor en su exilio madrileño de lo que llamó el «trasvasamiento generacional», antes de demostrar su conservadurismo al apoyarse en los sectores más burocráticos y antirreformistas del sindicalismo, sin duda captada su voluntad por el siniestro José López Rega. Al suponerse la dirigencia de Montoneros —sin duda, la formación guerrillera con más apoyo popular en Latinoamérica— una vanguardia iluminada y atacar con las armas al gobierno de Isabel Martínez, la viuda del general Perón, derechizándolo al extremo para gratulación de los llamados «ortodoxos», los combatientes de las formaciones especiales fueron alejándose de los centenares de miles de simpatizantes que habían enarbolado sus banderas. Además de demostrar que la táctica empleada era equivocada y que nada habían aprendido los jefes de los Montoneros —y ni qué hablar los del trotskista Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP)— del fracaso del foquismo y del sacrificio tan heroico como inútil del Che en Bolivia. En perspectiva, hubiera sido lo de menos el aislamiento de la guerrilla del pueblo de a pie. Incluso pudo ser un toque de atención para que repensaran su violencia militarista, que no tenía otra salida que la represión indiscriminada por las Fuerzas Armadas, los paramilitares y los parapoliciales y el mejor pretexto del golpe cívico militar del 24 de marzo de 1976. Lo peor es que también se archivó todo programa de medidas conducentes a un cambio de estructuras y nunca más desde los años setenta se habló en serio aquí de reforma agraria ni de nacionalizar la banca y el comercio exterior.

Casi medio siglo antes de los hechos relatados, en su segundo viaje a la Argentina realizado en 1928 por invitación de la Asociación de Amigos del Arte que presidía en esos momentos Elena Sansinena de Elizalde, José Ortega y Gasset pronunció en su sede una serie de conferencias. En una de ellas analizó el tema de las generaciones. Testimonió sobre un «tiempo de juventud», viendo con cierta alarma haberse «cortado la continuidad y convivencia generacional», en demostración palpable de la «crisis histórica» que a su entender sufrían nuestras sociedades. Y si tuvo como hecho consumado «el imperio de los jóvenes», no dejó de advertir que «la juventud de ahora, tan gloriosa, corre el riesgo de arribar a una madurez inepta». ¿Se darán algunos por aludidos?

Esto es historia ciertamente. Aunque no está de más recordar que «Dondequiera que estén pasado y futuro no son allí ni futuro ni pasado, sino presente», como escribió san Agustín en las Confesiones. De ahí que duela el actual desinterés de muchos por «saber de qué se trata» la realidad argentina en un asumir nuestra decadencia como fatalidad. Tal desinterés disgrega la sociedad sin la fuerza centrípeta dirigida a un centro de perspectivas comunes, es decir del «plebiscito cotidiano», como lo caracterizó Renan.

Lo cierto es que las crisis recurrentes del país, más allá de las buenas intenciones —sin disimular sus severas contradicciones y sus errores—del gobierno del doctor Alberto Fernández, que desde su llegada debió vérselas con la pandemia, la inflación y la deuda externa con el FMI contraída por su antecesor, el ingeniero Mauricio Macri, han vuelto a enfermar a gente de diferentes edades y con algo más contagioso que la covid-19. Con un virus que toca a la puerta de muchos jóvenes: la falta de oportunidades. Incluso da otra vuelta de tuerca sobre la mera apatía política que impulsó el proceso genocida al apelar, para romper el juvenilismo como poder, a los dudosos triunfos futboleros del Mundial 78 y a la compra de chucherías en Miami.

Ese mal al acecho epiloga en las filas apretadas de los chicos y chicas frente a las puertas de los consulados extranjeros, donde tramitan los papeles para emigrar. Un dato amargo del presente y no una siembra de pesimismo. Para eso están los agoreros de siempre anunciando en los medios concentrados las tempestades de cuyos efectos saben sacar réditos.


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