El estribillo que reza “Qué cultura va a tener si nació en los carbonales”, en un vallenato titulado “La gota fría” popularizado por el cantante colombiano Carlos Vives, recoge la tesis de que mientras más humilde la procedencia de la persona, menor su grado cultural. El vocablo latino cultura, derivado del verbo colere, tiene originalmente un significado religioso y otro agrícola. Se rinde culto a tal o cual divinidad así como se cultiva la tierra (Corominas y Pascual 1980:228-89). Temprano en la lengua española la acepción agrícola engendró metafóricamente una asociación con el esmero social o intelectual y el refinamiento del individuo. Así lo registra el Diccionario de Autoridades publicado por la Real Academia en 1726 (Real Academia 1964:699).
Se hizo común la definición de cultura como el “mejoramiento de las facultades físicas, intelectuales y morales del hombre” (Casares y Sánchez 1963:245; Moliner 1966:841) y “el cultivo del espíritu” por vía de “las creaciones del lenguaje, la literatura, el arte, la ciencia, la filosofía, la moral, el derecho, la sociedad y el Estado” (U.T.E.H.A. 1951:833). Al asociarse al perfeccionamiento individual mediante la erudición, dicha definición abrió un esquema cuantitativo que estipulaba el nivel cultural de una persona a partir de su mayor o menor formación intelectual.
Es decir, una persona con educación universitaria aventajaba en cultura a quien apenas hubiera cursado la primaria. Como los humildes carecen de los recursos para costear una buena instrucción, bien se podía dudar de la cultura que pudiera tener un individuo nacido “en los carbonales”. El esquema antes descrito daba a la minoría ilustrada, en base a su presunta elevación espiritual, un rango superior al del grueso de la cuidadanía. Legislaba que a la élite docta le tocaba dirigir la sociedad o por lo menos ocupar en ella una posición de privilegio. Confería a los cultos la potestad de dictarles pautas al resto de la población, a la cual no le reconocía condición cultural. Afincado en su medular prejuicio de clase, llegó a señalar “la irrupción de las masas en la sociedad” como una causa de la “la crisis de la cultura en nuestra época” (U.T.E.H.A. 1951:834). Este esquema elitista también promovía el etnocentrismo y el autodesprecio, pues el mismo raciocinio que postulaba la superioridad de la minoría docta con respecto al ciudadano común también se extendía a la superioridad de las sociedades occidentales con respecto a aquellas que gozaban de menor prestigio en el plano de la erudición y las artes a escala internacional. De ahí que todavía hoy cualquier persona dominicana, sin excluir a los doctos, acepta que la cultura europea supera a la suya. Se trata de una herencia colonial que inculca el autodesprecio e induce a aceptar axiomáticamente la superioridad cultural de sus antiguos amos.
Sin vigencia
Con el surgimiento de la culturología en las Ciencias Sociales y más recientemente la rama interdisciplinaria llamada estudios culturales, ya la visión elitista y etnocéntrica de la cultura ha perdido vigencia. Se entiende que todo pueblo tiene cultura y que no existe la superioridad de una cultura con respecto a otra. En su definición académica actual, cultura no significa erudición. Compuesta tanto por elementos materiales como inmateriales, la cultura consiste en “los patrones de vida complejos desarrollados por los humanos y transmitidos a través de las generaciones”, incluyendo “las normas, las costumbres, los hábitos, el lenguaje y los artefactos” (Haque 1994:443). Una cultura será eficiente en la medida en que prepare a una población para lidiar efectivamente con las exigencias que le presenta su hábitat. Desde que el antropólogo británico Edward Burnet Tylor, hace ya más de 130 años, describió la cultura como un “complejo entero que incluye conocimientos, creencias, arte, moral, ley, costumbres y todas las otras capacidades y los hábitos adquiridos por el ser humano como miembro de la sociedad”, las definiciones sucesivas han recalcado insistentemente su complejidad. (Tylor 1958:1). Un texto divulgador de lo que se ha venido a llamar “teoría cultural” explica que la cultura “comienza en el punto en que los humanos sobrepasan los límites de la herencia natural que les ha sido dada” (Edgar y Sedwick 1999:101-02). La cultura, entonces, se cimenta sobre la base de la coexistencia material y psicológica de los individuos que constituyen una sociedad. Se ubica en la especificidad histórica de un conglomerado humano en su lugar y tiempo determinados pero sin atribuirle cualidades eternas ni transcendentales.
Se sabe “por los records prehistóricos e históricos que los patrones culturales de toda sociedad están constantemente cambiando” (Vogt 1968:554). La cultura entonces es fluida. Su naturaleza cambiante se hace aún más patente en la era de las computadoras, las telecomunicaciones, Internet y las demás tecnologías que acortan las distancias y subrayan la textura transnacional de la vida moderna. La cultura urbana de nuestros abuelos poco se asemeja a la de Una mujer concentrada en un videojuego en la comunidad de Mata los Indios. Página anterior: hermano de Sixto Miniere con la Cofradía del Espíritu Santo portando un crucifijo, en la comunidad de Mata los Indios, en Villa Altagracia. nuestros hijos. Se podría decir otro tanto de la rural. Las sociedades política y económicamente dependientes, como la dominicana, se hacen necesariamente porosas a las influencias externas. Hospitalaria a lo extranjero, la República Dominicana depende económicamente del turismo, las remesas monetarias de los emigrados y las zonas francas, tres fuentes que por su naturaleza colocan al país en contacto ineludible con fuerzas culturales externas. Vale agregar la práctica ya común de vender las empresas del Estado y grandes trechos del territorio nacional a inversionistas foráneos, añadiendo variables a la mutabilidad de los procesos culturales.
En desuso
Ha caído en desuso la visión que presentaba la cultura como un proceso de refinamiento a través del cual el individuo se hacía superior a sus compatriotas. También se volvió obsoleta la noción que equiparaba la cultura con el bien, un conjunto de saberes y preceptos que ennoblecían a la persona. En la novela El asesino ciego (2001), que le mereció a la canadiense Margaret Atwood el prestigioso premio Booker, la narradora rememora la idea de cultura de su abuela Adelia: “Ella procuraba la cultura, lo que le daba cierta autoridad moral. Ahora ya no; pero para entonces la gente creía que la cultura te hacía mejor –una mejor persona… Todavía no habían visto a Hitler en el teatro de la opera” (Atwood 2001: 59). Para los especialistas resulta ingenuo atribuir rectitud moral a todo lo relacionado con la cultura. La cultura no es inherentemente buena. Su textura moral dependerá del contexto particular que la produzca.
También hay que mirar con cautela la supuesta unidad cultural que normalmente atribuimos a las sociedades. Muchas veces, detrás de la apariencia de unidad se esconde un prontuario de crueldad. Si los mayas en Quintana Roo, Península de Yucatán, comparten con el Distrito Federal los patrones generales de una cultura mexicana unitaria, la homogenización que creó esa unidad no se dio sin grandes cuotas de violencia. Hoy los dominicanos viven el merengue como una expresión cultural intrínseca de la identidad nacional, pero los estudiosos enseñan que ese ritmo le debe su vigencia a una cruenta dictadura. Si yo miro con sospecha a un pretendiente de mi hija a quien se le conoce cierta predilección por lo gallos, mi reacción responderá al impacto que tuvo en los gustos de la población la ocupación norteamericana de 1916 a 1924, cuando el béisbol favorecido por los invasores efectivamente reemplazó a la gallera como pasatiempo favorito del país. Debido a que las élites tienen el poder para legitimar las formas culturales de su preferencia, en ocasiones grupos pertenecientes a los estratos menos privilegiados de la sociedad necesitan luchar para legitimar sus expresiones con el fin de aumentar su aceptación. El éxodo dominicano hacia los Estados Unidos, que ha incrementado el poder adquisitivo de comunidades marginales poseedoras de formas culturales anteriormente menospreciadas, ha logrado inyectar vigor a la música de palos, al gagá y a la bachata. Estos y otros ritmos asociados a poblaciones rurales y mayormente negras, han ganado el favor colectivo de la población gracias al influjo de los emigrados. En fin, no tiene nada de nítido el origen de las formas culturales que hemos llegado a reconocer como propias de nuestro “carácter nacional”.
¿Cultura que salva?
La fachada del edificio central de la Secretaría de Estado de Cultura de Santo Domingo despliega un rótulo de gruesas letras que forman el lema “Sólo la cultura salva a los pueblos”. Sacado fuera de su imprescindible contexto en un escrito de Pedro Henríquez Ureña, dicho postulado constituyó un credo para el primer funcionario que ocupó el puesto de Ministro de Cultura de la República Fieles ante el altar de la Virgen de la Altagracia en la comunidad de Mata los Indios. Dominicana. He aquí un juicio típico del mismo: “La cultura es un elemento fundamental de liberación, reafirma la identidad y fortalece el espíritu. Sin cultura ninguna nación puede salir adelante” (Raful 2003:8). Vale la pena hurgar en estas extrañas afirmaciones porque la idea de cultura que tenga un ministro habrá de impactar directamente en las políticas culturales promovidas por su gestión. A final de cuentas, será la población quien pague las consecuencias de dicha idea. Si la cultura salvara a los pueblos, ya todos los pueblos se habrían salvado dado que no existe pueblo sin cultura. Pero aparte de eso, poca gente sensata se atreverá a darle a la cultura ese monopolio salvador.
La sobriedad analítica más bien se inclinaría por fortalecer la economía, la ley, la justicia social, los servicios de salud, la educación y los demás renglones constatables del mejoramiento social colectivo. También valdría la pena averiguar de qué nos salvaría la cultura y si tal cosa tiene precedente verificable. La cultura española, con su cante jondo, sus zarzuelas, su Siglo de Oro y su Arcipreste de Hita no se salvó de la Inquisición, la perversidad colonialista o la barbarie franquista. La cultura dominicana con toda su riqueza, desde el lirismo de Salomé Ureña hasta la suculencia del sancocho, no nos evitó la masacre de 1937, la violencia generalizada de la dictadura ni el envilecimiento colectivo de los 12 años. Ni Beethoven, ni Goethe, ni Novalis, ni Rilke le ahorraron a los alemanes la desgracia de delinquir contra la humanidad durante el período nazi. Tampoco la poesía de la Plèiade, ni el espíritu de joie de vivre, ni le cinéma verité, ni el nouveau roman ayudaron a Francia a abstenerse del oprobio colonial o de colaborar con la depravación hitleriana. La grandeza cultural de Italia, que lideró el llamado Renacimiento y la comedia del arte y el prodigio culinario de las pastas, no cerró las puertas al advenimiento del fascismo.
En fin, nos falta noticia del primer pueblo cuya cultura lo haya salvado del crimen, la indignidad y la deshumanización. Denunciando la caducidad y la perversidad del concepto que circunscribe la cultura a la erudición y el supuesto refinamiento, Antonio Gramsci decía en 1916: “Hay que perder la costumbre y dejar de concebir la cultura como saber enciclopédico en el cual el hombre no se contempla más que como un recipiente que hay que llenar con datos empíricos, con hechos en bruto e inconexos que él tendrá luego que encasillarse en el cerebro como en las columnas de un diccionario para poder contestar, en cada ocasión, a los estímulos varios del mundo externo. Esa forma de cultura es verdaderamente dañina, especialmente para el proletariado. Sólo sirve para producir desorientados, gente que se cree superior a los demás porque ha amontonado en la memoria cierta cantidad de datos y fechas que desgrana en cada ocasión para levantar una barrera entre sí y los demás” (Gramsci 1970:15).
Sus males
La cultura ni nace al margen de la sociedad que la produce ni se exime de sus valores. Retrato de una formación social determinada, refleja sus correspondientes males. La sociedad hebrea de la época de Moisés era misógina y esclavista. Por eso en el décimo de los mandamientos recogidos en el “Deuteronomio” Jehová sólo habla a los varones, declara a la hembra propiedad del varón y legitima la esclavitud. Dirigiéndose al varón libre, le ordena: “No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni desearás la casa de tu prójimo, ni su tierra, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno ni cosa alguna de tu prójimo” (Deuteronomio 5.21). Al carecer la sociedad hebrea antigua, milenios atrás, de la sensibilidad que sociedades contemporáneas hemos venido desarrollando acerca de la dignidad humana de los discapacitados, sus textos culturales reflejan desprecio por las personas con limitaciones físicas o mentales como queda claro en el libro de “Levítico”. La cultura recoge los prejuicios, las pequeñeces y las imbecilidades de la formación social de cuyo seno emerge. En su ensayo El espíritu y las maquinarias, el texto de donde sale la frase usada en el rótulo arriba mencionado, Henríquez Ureña afirma: “Sigo impenitente en la arcaica creencia de que la cultura salva a los pueblos”, haciendo gala de su sobriedad intelectual al admitir el arcaísmo de su juicio. Pero no se queda circunscrito al pensamiento anticuado.
Aunque no llegara a modernizar su concepto de cultura, por lo menos se alejó del juicio que le atribuía virtud al añadir: “Y la cultura no existe, o no es genuina, cuando se orienta mal, cuando se vuelve instrumento de tendencias inferiores, de ambición comercial o política” (Henríquez Ureña III:308; Collado 2002:33). Leídas en su adecuado contexto, estas palabras nos revelan su desinterés en presentarnos la cultura como algo externo a la sociedad que la produce. Se desprende del párrafo recién citado una consideración que condiciona la cultura a las fuerzas sociales que la pueden afectar y hasta desvirtuar. En su informe sobre desarrollo humano para el año 2004, el PNUD (Programa de la Naciones Unidas para el Desarrollo) plantea lo siguiente: “Si el mundo desea lograr los Objetivos de Desarrollo del Milenio y erradicar definitivamente la pobreza, primero debe enfrentar con éxito el desafío de construir sociedades inclusivas y diversas en términos culturales; esto no sólo es necesario para que los países puedan dedicarse a otras prioridades, tales como el crecimiento económico y la prestación de servicios de salud y educación para todos los ciudadanos, sino porque permitir la expresión cultural plena de toda la gente es en sí un importante objetivo del desarrollo” (PNUD 2004: v).
El concepto de cultura que abrace el Estado Dominicano podrá aliarse o reñirse con las exhortaciones del PNUD. El primer líder de la Secretaría de Cultura en ese momento se dejaba guiar por una lógica enemiga de los preceptos adelantados por el PNUD. Ello se deduce hasta de las evidencias que aducía para defender su gestión: “Nosotros hemos presentado espectáculos en el río Masacre. Muchos dicen que son los más grandes presentados en esos lugares. Eso quiere decir que vemos a la frontera como un sitio donde debe florecer la cultura” (Raful 2003:9). Evidentemente es grande el pavor que provoca la premisa que traslucen las citadas palabras. Al jactarse de llevar conciertos a la frontera para que allí florezca la cultura, nos está definiendo la zona como un lugar, igual que los carbonales de Carlos Vives, desprovisto de cultura. Despliega de esa manera su convicción de que para haber cultura en la frontera debe ser traída, como en paracaídas, desde la capital.
Dicha convicción lastima potencialmente a los grupos diferenciados étnica o socialmente en la población como los habitantes de los barrios marginados, los dominico-haitianos, los dominican-yorks y aquellos a quienes las instituciones oficiales históricamente han relegado al fondo de la escala social. La misma se ciñe a la nefasta presunción de que la cultura reside en la masa encefálica de escritores, artistas y funcionarios, ubicando a la ciudadanía en la categoría de mera receptora. Además, reedita el superado esquema compuesto por una minoría productora de cultura y una mayoría que pasivamente la consume. Peor aún, al partir del postulado de que ciertas zonas del país no tienen cultura, se pierde lastimosamente la oportunidad de averiguar qué manifestaciones se dan en ellas y de qué manera podrían integrarse al saber existente sobre las diversas regiones donde dominicanos de distintos colores y orígenes sociales inventan día a día lo que necesitan para hacerse “el mundo vivible y la muerte afrontable”, citando la definición de cultura articulada hace poco por Aimé Césaire en conversación con Maryse Condé (Louis 2004).
Es decir, de nuevo se derrocha la ocasión de completar el cuadro cultural de la nación toda y se refuerza El “colmadón” también forma parte de la cultura dominicana. un modelo cultural excluyente que muy poco tiene de nacional. Así, la cultura dominicana –en la expresión amplia de su complejidad, riqueza y variedad– permanece desconocida por los estamentos oficiales formalmente responsables de promoverla. Confiamos en que, con la llegada de nuevas autoridades el 16 de agosto de 2004, se haya inaugurado la difusión de un concepto de cultura dominicana libre de los protocolos de exclusión fomentados por los regímenes anteriores. Esperamos que cobre vigencia, como en otras partes del Caribe, el estudio de nuestra hibridación como consecuencia de la compleja historia de donde surgimos después de experiencias de conquista, dominación colonial, cruce interracial y constantes movimientos poblacionales de emigración e inmigración. Apoyo con énfasis de aquellos estudiosos que aconsejan adentrarnos en nuestro proceso difuso y pleno de criollización en el que ninguno de los componentes de nuestra constitución étnica se puede rastrear verticalmente hacia un comienzo puro.
Nos vendría bien la metáfora deleuziana del rizoma –una serie de ramificaciones horizontales que se multiplican en el contacto con cada nueva rama– según la ha adoptado el novelista, pensador y poeta martiniqués Edouard Glissant al rechazar la noción de mezcla que se imagina como un punto medio entre dos extremos puros (Glissant 1997 140). Lejos de plantearse el rastro vertical hacia un fondo originario, el esquema rizomático contempla la infinitud de interconexiones que desata el proceso de criollización. Pero, independientemente de la estrategia analítica que se adopte, importará la medida en que el Estado dominicano se comprometa con una idea de cultura que no agreda conceptualmente a la población que intenta describir. Su éxito residirá en dar con un lenguaje y una práctica distanciadas de la lógica excluyente que tradicionalmente se ha enseñoreado sobre las instituciones encargadas de la promoción cultural. Tampoco hay que reinventar la rueda. Se puede comenzar por hacerle algún caso al dinamismo que ha adquirido el pensamiento actual sobre la cultura en el ámbito internacional.
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