Tal parece que existe la convicción de que en el país la producción intelectual pasa por una etapa de agotamiento, de un estancamiento preocupante que se evidencia en el cierre de espacios académicos e instituciones relacionados con la investigación. Una mirada retrospectiva –desde la segunda mitad de la década de los sesenta hasta la primera mitad de la década de los ochenta– comparada con lo que hoy existe, preocupa. Esa aventura intelectual dominicana (tomando prestada la frase a Andrés L. Mateo) parecería que sólo ha tenido en el esfuerzo de la diáspora en Estados Unidos y su determinación de pensar lo dominicano, el punto de inflexión entre el estancamiento perpetuo y el resurgimiento. Entre ambos, y en el territorio, sólo la imperturbable disposición de ánimo de unos pocos intelectuales impide que se pueda hablar de estancamiento de forma absoluta.
Pero la producción intelectual de un país precisa de elevados niveles de articulación con lo social, económico y cultural, que la recrea y promueve, la determina y a su vez es determinada. Es la conocida dialéctica entre el ser y la conciencia… del sujeto y el pensamiento. Cuando en 2009, a propósito del 146 aniversario de la Restauración, la Dirección de Información y Prensa de la Presidencia y el Archivo General de la Nación decidieron realizar el Festival de las Ideas, imagino que partieron de un diagnóstico similar, pero con la diferencia de que el panorama pesimista les sirvió para lanzar esa iniciativa, la que visualizo como un grito, no lastimero, sino del optimismo de la voluntad que convoca a dar la pelea para revertir la situación. Dejando ese vocabulario de gesta, la verdad es que la trascendencia de la puesta en circulación del libro Retrospectiva y perspectiva del pensamiento político dominicano, obra que recoge estas ponencias, es un aporte significativo a la presente generación de dominicanos que ha perdido el rastro, ese hilo conductor que desde el pasado nos envía claves para la construcción de una sociedad a la que aspiramos. Al fin y al cabo, necesitamos dejar de mirar el pasado como aquello que no debimos ser y hacer y, en cambio, ver el presente como la sempiterna condición del individuo en sociedad. Lo primero nos conduce a la mismidad, la inacción y la derrota espiritual; lo segundo, a volar alto y mirar lejos, como el guaraguao. ¿Por qué atribuyo importancia a esta compilación de ponencias que componen el libro? Porque me parece un gran acierto la elección que en materia de las ideas políticas era preciso empezar a debatir y quiénes serían los que abordarían cada uno, fue tarea no menos difícil.
El resultado fue una serie de conferencias compendiadas, donde el poder de síntesis deja claramente establecido que sus autores no son unos improvisados. Esta última afirmación puede parecer innecesaria. Pero no lo es si consideramos el número creciente de expertos que sobre todo, en los medios de comunicación y en los centros académicos se presentan como tales, pero sin la dedicación y el oficio que deberían avalarlos; con intervenciones efímeras y discontinuas con sus objetos de estudio, y que fatalmente, son hacedores de opinión y presionan la agenda pública. Esta situación obliga a reflexionar las consecuencias del retraimiento de los intelectuales. Porque en el mundo de la vida, la sociedad dominicana no ha dejado de pensarse a sí misma, sino que lo está haciendo desde la miseria del pensamiento cuya mirada se queda en la epidermis. Por eso, este libro es más que la suma de sus partes, es un viaje de ida y vuelta al pasado, cuyo compendio en divisiones capitulares revela que no se está frente a intelectuales proféticos cargando con la verdad autoproclamada, con la revelación y el recetario debajo del brazo, por el contrario, investigadores que intentan descifrar enigmas, claves, puntos ciegos en la historia de las ideas políticas con un propósito más modesto: contribuir a conocernos y comprendernos como nación. Pero presentar una obra tan variada como esta no deja de ser una empresa exenta de dificultades al decidir cómo abordarla. El número de temas tratados y la diversidad de aristas y enfoques hacen inviable la pretensión de un juicio crítico de cada ponencia. De modo que situándome en lo que creo puede ser el interés primario de los lectores, me decidí por describir sucintamente los capítulos.
Retrospectiva y perspectiva del pensamiento político dominicano.
Este primer capítulo, “Retrospectiva y perspectiva del pensamiento político dominicano, comienza con el ensayo “La validación intelectual de la dictadura trujillista”. Andrés L. Mateo plantea lo que entiende como los elementos que singularizan la dictadura y, en consecuencia, la distingue de sus homólogas en el continente. Supone que el trujillismo no fue una ideología en el sentido estricto, pero se legitimó a partir de un conjunto de mitos construidos como respuesta a la decepción del pasado. Destaca el mito fundacional a partir de la reconstrucción de la ciudad de Santo Domingo luego del paso del ciclón San Zenón; el mito de confirmación que tuvo como punto de referencia la matanza de haitianos en 1937; el mito de la paz, con iniciativas en el sistema de instrucción y, finalmente, el mito de la independencia económica a partir del pago de la deuda externa. Señala que el trujillismo se apoyó en una combinación inédita del arielismo con el hostosianismo, de los que se sirvió para cimentar la esencia discursiva del trujullismo: el nacionalismo. La segunda entrega del capítulo es de Bernardo Vega, con el ensayo “La justificación intelectual de la dictadura”. Si el autor que le precedió dejó sentado los temas clásicos que suelen considerarse como los componentes de la ideología trujillista, Vega tiene la virtud de ponerle fecha y nombre de los responsables.
Demuestra el carácter coyuntural, discontinuo y hasta contradictorio con que la dictadura abordó temas tales como el antihaitianismo, el catolicismo, nazi-fascismo, entre otros. En un empeño por ponerle carne a la teoría, descubre razones, protagonistas, papel jugado por los principales intelectuales al servicio del régimen, no como un corpus homogéneo e indiferenciado, sino ubicados en su tiempo, las coyunturas políticas y las ideas con que las enfrentaron. Un aporte de incalculable valor es que desconstruye las bases de sustentación del antihaitianismo trujillista demostrando que en sus ejes principales: la peligrosidad del problema demográfico, la necesidad de un dictador dominicano, los efectos negativos de la migración haitiana sobre la religión y la hispanidad, la dominicanización de la frontera y el haitiano como holgazán, entre otros, resultaron sencillamente predicciones fallidas. El tercer ensayo, “Las raíces ideológicas de la dictadura de Trujillo y su proceso de resurrección”, a cargo de Franklin Franco, supone que ciertamente el trujillismo elaboró un sistema armónico que le sirvió de orientación y guía ideológica, pero que sus raíces se encuentran antes de la dictadura, que resumió las ideas tradicionales de Ulises Francisco Espaillat. la oligarquía dominicana. Por tal razón se explica que la oposición de la oligarquía a Trujillo fue de corto tiempo, no así su integración. Aunque supone que el aparato ideológico trujillista no permaneció estático y que los temas centrales se readecuaban y reconfiguraban en determinadas coyunturas. Pero en el caso del culto a la personalidad y el providencialismo, fueron ideas que permanecieron como una constante del régimen. Dos elementos considera como puntos de partida del resurgimiento de la ideología trujillista: la consignas de culpabilidad de todos frente a la tiranía, en tiempo del Consejo de Estado, teniendo como protagonista principal a la cúpula de la Iglesia Católica y la consigna de borrón y cuenta nueva, con la emergencia de Juan Bosch al poder en 1963.
Una de las consecuencias más notable fue la llegada de Joaquín Balaguer en 1966 y con él, el más prominente auspiciador del trujillismo después de Trujillo. Por supuesto, el autor argumenta cada enunciado coherentemente. El capítulo primero termina con Richard L. Turrists, de la Universidad de Michigan, con su ponencia “Fundamentos del despotismo: los campesinos y los intelectuales en el régimen de Trujillo”. Interesante mirada que se sitúa en una perspectiva distinta con respecto a la explicación del apoyo del campesinado al régimen. El autor devela que la propaganda no puede ser tratada como causalidad principal y sí las políticas agrarias concretas, concebidas por intelectuales y funcionarios de la talla de Rafael César Tolentino, Rafael Espaillat y Rafael Vidal. En síntesis, sostiene que en esos intelectuales predominaba una idea del progreso que establecía la ruta hacia la modernidad, estimulando la expansión de una economía campesina mercantil en contraposición al monopolio de la propiedad territorial de los ingenios azucareros. Por supuesto, algunas políticas concretas como distribución de la tierra, titulación, financiamiento, asesoría técnica, tenían como sustrato una línea discursiva de corte nacionalista populista.
El pensamiento conservador en el siglo XIX.
En este segundo capítulo, Manuel Núñez enjuicia la figura de Manuel de Jesús Galván, enfrentándose a los que con una visión maniqueista sitúan al personaje como conservador y, por tanto, lo descalifican. Núñez recuerda que una herramienta primordial para el estudio de la historia es la documentación y, en su caso, al adentrarse en las fuentes, la figura de Galván escapa del estereotipo en el que se le ha enmarcado. Para tal fin, recuerda que a Galván se le ha tildado de conservador básicamente por su apoyo a la anexión a España, sentimiento que existía desde antes de la independencia y que se explicaba por el peligro que para entonces representaba Haití, y la desconfianza que una parte importante de la intelectualidad de la época tenía respecto de la posibilidad de constituirnos como un Estado sin la tutela de una potencia colonial. Ambientando la situación de la época que le tocó incidir en la política, conecta el apoyo de Galván a la anexión, a las ambiciones y expectativas que el grupo anexionista tenía con España. Entonces pasa a valorar lo que denomina la vertiente liberal de esta personalidad, recordando su vinculación al Partido Azul, sirviendo como canciller a Gregorio Luperón; su vinculación en Puerto Rico a grupos independentistas; canciller de Ulises Francisco Espaillat; sus relaciones con Eugenio María de Hostos, con quien compartió la cátedra de Derecho Internacional, y sus misiones diplomáticas fecundas entre las que se encuentran: la cuestión domínico-española la elaboración del tratado de reciprocidad con Estados Unidos, organización del cuarto centenario y el recibimiento de José Martí, en 1893.
Concluye señalando que, en esas intervenciones, Galván se convirtió en un defensor inteligente de los intereses de la nación. El segundo ensayo estuvo a cargo de Raymundo González, titulado: “Notas sobre el pensamiento conservador dominicano (siglos xix y xx)”. Después de aclarar que su exposición no considerará referentes importantes del fluir de las ideas no sólo en Europa sino en Estados Unidos y América Latina, afirma que en la fuente del pensamiento conservador se encuentra la situación colonial. Pero aunque Antonio del Monte y Tejada es la figura intelectual y se le reconoce como partidario del dominio colonial español, ese pensamiento no fue homogéneo y después de 1844 aparecieron otras opciones, como Francia y Estados Unidos. La hipótesis de la que parte es que en el siglo xix hay una débil estructuración del pensamiento conservador, vale decir, como conjunto ideológico que da cuenta de una visión del país y del poder. Esto se debe a que los conservadores, cuando la coyuntura así lo indicaba, tomaban prestado del pensamiento liberal, formas y motivos. Califica al conservadurismo del siglo xix como el anexionismo y el deseo de dependencia, aunque destaca las variantes y combinaciones del primero. Este período lo formula como el primer proyecto conservador en el país. La segunda síntesis, o reformulación del proyecto conservador, la ubica a finales del siglo xix donde se encuentra con la tensión de una burguesía emergente con la necesidad de imponer su lógica en el ordenamiento y funcionamiento del Estado y las personalidades, que deberían servir de ideólogos, voceros de ese proyecto, que, sin embargo, se mantenían distantes del ejercicio del poder. Pero otro problema relacionado con la transformación capitalista planteó la intervención de la intelectualidad: el juicio al atraso, conectado con la necesidad de la paz. Evidentemente apela a la condena del campesinado como obstáculo para el progreso y a la necesidad de acabar con las montoneras. De esa manera, la reformulación del proyecto conservador tiene como antecedente en el período, el debate agrario con la paradoja que se dio Juan Emilio Bosch Gaviño. especialmente al interior del pensamiento liberal, que irrumpe contra la indolencia del campesinado por su desdén al progreso.
Pensamiento que colateralmente coincide con el conservador cuando enfatiza la incapacidad del pueblo para conservar su independencia. Las ideas positivistas de fines de siglo alimentaron argumentos antidemocráticos cuando enfocaban la problemática de la civilización y el progreso. Lo anterior, la tercera formulación del proyecto conservador, lo ubica en el régimen de Rafael Leónidas Trujillo, donde se reconfigura y estructura como un discurso ideológico coherente, teniendo a Manuel Arturo Peña Batlle y a Joaquín Balaguer como sus dos máximos exponentes. Concluye que desde hace dos décadas hay una nueva síntesis liberal conservadora, siendo a los principales partidos políticos como sus principales impulsores. El capítulo termina con el ensayo “El pensamiento conservador dominicano”, de la autoría de José Guerrero, un enjundioso y largo camino rico en detalles en el que no escapan los términos separación, por considerarlo conservador en su génesis, al igual que el de restauración, asociado a la reacción antinapoleónica y al levantamiento de Francisco Franco, en España. Ese camino pasa también por tamiz crítico al término Quisqueya; al antihaitianismo, que sitúa en sus contingencias; la diferenciación conceptual entre estereotipo, prejuicio y racismo, contextualizándolos hasta arribar a la conclusión de que el pensamiento dominicano, conservador o liberal, se conformó bajo la influencia del romanticismo, movimiento político y estético que nacionalizó el arte y la cultura en los siglos xviii y xix, defendiendo lo autóctono frente a lo foráneo.
En la República Dominicana, afirma, el romanticismo parió el indigenismo, al que califica de movimiento intelectual y literario más auténtico y creativo. Se explaya en la explicación del término indio para designar al mulato dominicano que tiene el negro como base. Entrando en consideraciones más generales, entiende que las ideas conservadoras de Tomás Bobadilla, Antonio del Monte y Tejada y Manuel de Jesús Galván fueron las pioneras que construyeron un discurso sobre la dominicanidad, pero sesgados por intereses políticos, coyunturas, y sobre la negación de Haití en las esferas de lo político, lo económico y lo cultural. En Hostos y Pedro Francisco Bonó ve a los primeros pensadores que usaron categorías científicas en el estudio de la realidad social dominicana. Coincide con la línea argumental de que el conservadurismo no está radicalmente exento de asumir posturas liberales, y asegura que sus ideas tuvieron efectos pertinentes porque reflejaron la sociedad tradicional en transición y una dominicanidad que denomina “familiar”. Como corolario, concluye afirmando que los conservadores, a pesar del antihaitianismo e hispanismo, tenían una visión más positiva de la cultura popular que los liberales.
El pensamiento liberal clásico dominicano.
Juan Daniel Balcácer, Adriano Miguel Tejada y Héctor Luis Martínez presentan sus ponencias sobre Juan Pablo Duarte, Ulises Francisco Espaillat y Francisco Gregorio Billini, respectivamente, en el tercer capítulo. Los tres autores coinciden en caracterizar a Juan Pablo Duarte como el máximo y más puro exponente del pensamiento liberal dominicano en la época que le tocó vivir. Analíticamente, se pasean por el mundo y las experiencias vividas por el patricio, lo que explica las fuentes de su pensamiento. En ese sentido, se vuelcan al origen del liberalismo como doctrina política, la naturaleza revolucionaria y modernizadora que representó el nacionalismo, así como la influencia de las constituciones de Cádiz y las experiencias revolucionarias, tanto de Europa como de Estados Unidos. Tejada incluye al romanticismo como doctrina que influye en Duarte, lo que le permite acercarse a un perfil psicológico. Por su parte Martínez enfatiza que la prudencia y el fino tacto, la causa de la patria como prioridad, ser el forjador de la base jurídica del Estado, su nacionalismo radical sin chovinismo, y ser el más convencido de los liberales dominicanos, son legados de Duarte al país. Martínez también asigna un lugar de honor a Espaillat entre las personalidades más respetadas, sintetizando que su crítica social y política descansa en temas como: el interés por las demandas del pueblo y la preocupación por problemas institucionales tales como educación, conducta del Poder Ejecutivo, libertad, ley, descentralización. De igual modo, esboza los principales componentes de su programa de gobierno y algunas medidas tomadas por éste, demostrando la consecuencia entre la palabra y el acto en Espaillat.
El positivismo, Hostos y los discípulos. Los autores del cuarto capítulo, Mu Kien Sang Ben, Antonio Lluveres y José del Castillo, se concentran en la figura de Eugenio María de Hostos (aunque Sang Ben establece niveles de comparación con Espaillat), mientras que Carmen Durán aborda a Salomé Ureña y a una de sus discípulas, Leonor Felts. Sang Ben y Lluberes ubican y caracterizan al positivismo, pero la primera lo relaciona en el país con el liberalismo, del que dice que ya estaba consolidado cuando el positivismo comenzó. Destaca la autora que contemporáneos, liberales y positivistas, Hostos y Espaillat, a los que considera los pioneros de esta corriente de pensamiento, no siempre coincidían, como fue el caso de la creación de una República Antillana, pensada por el maestro puertorriqueño. Los autores analizan el papel jugado por Hostos como reformador del sistema educativo dominicano, implantando una pedagogía científica que, en el caso del individuo, le permitía su pleno desarrollo moral, intelectual y físico. Lluberes destaca como logros o legados trascendentes de Hostos, además de la educación, el laicismo religioso, concepto que, aclara, aún es de difícil comprensión, y en el orden social, la síntesis entre el deber y la razón. Tanto Sang como Lluveres concluyen reflexionando sobre los límites de ese pensamiento ilustrado. Del Castillo analiza la sociedad que Hostos encontró, las etapas del maestro en el país, así como sus contribuciones en temas cardinales como el constitucionalismo, el presidencialismo, la democracia y la soberanía. Durán recorre los finales del siglo xix y principios del XX para destacar el papel de la educación formal como conexión histórica entre un grupo de mujeres pertenecientes a la burguesía y pequeña burguesía urbana, que desempeñaron una labor educativa y cultural titánica en una sociedad atrasada que intentaba dar el paso hacia la modernidad. En ese marco, esas mujeres se constituyeron en sujetos sociales comprometidos con la idea del orden y el progreso, donde el positivismo servía como telón de fondo. En esa tónica, la autora analiza el impacto de Ureña y Felts.
Las raíces ideológicas de la condición dominicana en los pensadores criollos.
El quinto capítulo es una panorámica sobre pensamiento y obras de Antonio Sánchez Valverde, André López Medrano, José Núñez de Cáceres, Bernardo Correa y Cidrón, y Ciriaco Ramírez. Al enjuiciar a los pensadores citados, Ciriaco Landolf se hunde en la vida y pensamientos, radiografiando el contraste, no fácilmente entendible, entre sus ideas políticas y sus actuaciones públicas. De López Medrano señala que fue un virtuoso de la inteligencia progresista, pero que desafortunadamente creyó en las argucias de la política, dejándose llevar por los vaivenes de la época. Su ideal de progreso lo condujo a celebrar la ocupación haitiana de 1922 inducido por el espejismo de la liberación de los esclavos y la promesa de Jean Pierre Boyer de reabrir la universidad. De igual modo, abrazó la Constitución de Cádiz, instrumento que reafirmó el privilegio clasista y olvidó a millones de esclavos americanos. Medrano también aspiró a una monarquía constitucional en la España oscurantista. De Bernardo Correa y Cidrón alaba su inteligencia cultivada, el afrancesamiento y su adhesión al gobernador Luois Ferrand, ejecutor real del Tratado de Basilea, sin advertir que la Revolución Francesa había regresado al despotismo con Napoleón Bonaparte.
Destaca de Sánchez Valverde su inteligencia y reciedumbre, pero con una biografía a cuestas en la que ser mulato le cerró las puertas, en una sociedad que lo excluía, y determinó que ese tema lo perseguiría obsesivamente por el resto de sus días. Su mayor pecado lo constituyó valorar la esclavitud como motor del progreso. Valora a José Núñez de Cáceres, deteniéndose en los avatares de su vida pública, adentrándose en facetas de cuya opacidad aún no da cuenta la historiografía dominicana. De la Independencia Efímera, Landolf confiesa que a lo largo de su vida no ha podido identificarse con ella, en razón de que no se sabe si finalmente pudo ser un acuerdo sensato entre el gobernante y el emancipador. También entiende inconcebible una liberación nacional con la esclavitud institucionalizada, como fue el caso. Sin embargo, al contextualizar el entorno nacional e internacional, concluye que es innecesario restarle méritos, porque ese hombre inteligente y bien intencionado, al fin y al cabo, fue engañado por sus vecinos, como también lo fue Duarte, tras el espejismo liberal de los conspiradores de Praslin. La vida llena de contradicciones de estos personajes queda reiterada por José Miguel Soto Jiménez, no sin antes hacer una exposición rica en detalles para develar facetas e interioridades de personajes tan poco conocidos en el país.
El análisis social de la historia.
En el penúltimo y sexto capítulo, Ángel Moreta y Roberto Cassá ahondan en las figuras de Juan Isidro Jimenes Grullón y Juan Bosch y, con estos, en las corrientes historiográficas como el marxismo, el funcionalismo y otras que influyeron tras la muerte de Trujillo, como lo establece el subtítulo del capítulo. Moreta se adentra en las biografías de estos personajes, en las que incluye la participación política en momentos cumbres estelares de la vida dominicana, sus encuentros y desencuentros, hasta culminar construyendo un cuadro que resalta las coincidencias en sus oficios como intelectuales, académicos, sociólogos, atribuyéndoles igual y elevada estatura moral que, sin embargo, no evitaron la enemistad. Pero cuando se adentra en el tema de la nueva historiografía, eleva la Sociología política dominicana, la obra cumbre y de madurez de Jimenes Grullón, como la consolidación definitiva del incipiente movimiento de revisión histórica vivido en el país, contestatario del legado dejado por la historiografía tradicional. Para esto, profundiza en la intensa labor analítica, la metodología, la lectura de fuentes con mirada crítica, que realizó su autor. De la obra resalta logros, como su explicación del fenómeno de la enajenación de las masas por el caudillismo, la liquidación de las tesis hispanistas, el debilitamiento del movimiento restaurador por el caudillismo baecista, la demostración de que el Partido Azul no nace durante la gesta restauradora sino al finalizar la primera década de la misma, la transformación del partidismo azul en unipartidismo, la caracterización de la formación social dominicana, su estructura de clases y contradicciones sociales a partir de 1844. Finalmente, parte de la propia concepción de Jimenes Grullón para tipologizar las corrientes alternativas frente a la historiografía tradicional en el país. En ese tenor, le critica a la corriente marxista (la que valida) no haber emprendido una labor de fundamentos, balanceándose entre el economicismo extremo y el desprecio por las cuestiones sociológicas y filosóficas. La excepción es la obra de Grullón. Cassá comienza su ponencia con una introducción de la historia social, calificándola como un hecho tardío y a contracorriente de la tradición historiográfica, lo que implicó su innovación intelectual.
Al enjuiciar la obra de Jimenes Grullón, destaca que sus novedades principales fueron el análisis de las clases sociales y la penetración imperialista. Partía de la teoría marxista pero desde sus rudimentos básicos, razón que explica sus consideraciones generales cuando al usar las categorías, no establece las necesarias conexiones entre la estructura económica y la social. Superpuso explicaciones psicológicas sobre las clasistas porque el nudo argumental enfatiza los comportamientos mentales de los sujetos. Sin embargo, entiende Cassá que su visión del trujillato aún no ha sido superada. Para Cassá, el otro fundador de la historiografía social dominicana es Juan Bosch. Destaca su estilo nuevo intentando identificar lo original de la sociedad dominicana, de ahí su concepto de arritmia histórica para dar cuenta de constantes sociológicas generales. Pero resulta evidente la centralidad dada al plano psicológico en su interpretación de los procesos históricos, actitud metodológica que se manifiesta en toda su plenitud al abordar la figura de Trujillo. En Composición social dominicana, por primera vez se encuentra una explicación global de los grupos sociales y sus actuaciones en la historia, afirmando una alternativa contrapuesta a la elaborada por Jimenes Grullón 30 años antes, en República Dominicana: su pasado y su presente. Cassá conduce por un interesante camino de revisión de las categorías utilizadas por los autores en cuestión, sus desplazamientos respectivos hacia la teoría marxista con la cual intentaron explicar la realidad dominicana. Plantea que frente al empirismo literario de Bosch, en Jimenes Grullón primó la rigurosidad teorética y la búsqueda para ajustar y entender la realidad con las determinaciones del materialismo histórico. Al valorar aportes colaterales en la historiografía social, establece que el estudio de Luis Gómez, Relaciones de producción en República Dominicana, fue el primero de la historia económica conforme a la categoría del marxismo, marcando un hito en la historiografía dominicana.
De orientaciones y posmodernidad.
En los capítulos finales (siete y ocho), “Las orientaciones recientes de la reflexión intelectual” y “Modernidad y postmodernidad en el pensamiento dominicano contemporáneo”, respectivamente, existe una relación tan estrecha que sólo razones didácticas y relativas a la organización del evento donde se expusieron, explican su separación. Alina Bello Dotel conduce a los lectores por los orígenes de la modernidad y sus aspiraciones como concepción de pretensión universal que se conecta con el problema de la identidad. Sus límites y la contrapartida de la postmodernidad, así como la alarmante posibilidad de su relativismo. Todo para conducirnos inteligentemente a lo que entiende que son nuestras posibilidades de construir una narrativa dominicana frente a la posmodernidad. Concluye afirmando que la dominicanidad, como elemento de identidad, precisa trascender hacia una narración colectiva con unidad de propósitos y axiológica, que supere las limitaciones del pasado. Para tal fin, plantea algunos elementos de la trama narrativa que precisamos construir: apertura a nuestra condición insular, reconocimiento de la singularidad y diversidad racial y cultural, dejar de ser un pasado viviente y convertirnos en verdadero presente pertenencia a un mismo espacio comunicativo que viabilice la tolerancia, relacionar el progreso con los derechos humanos y el cumplimiento a las leyes. David Álvarez, en su “Retrospectiva del pensamiento político dominicano”, toma el toro por los cuernos desde los primeros párrafos, anunciando su posición en el sentido de que “[…] la esencia de la identidad de lo dominicano es ante todo un asunto ético y político y sólo en un segundo momento una cuestión histórica, folklórica o social.
La pregunta ¿quiénes somos? no puede ser formulada a un élite política, económica o intelectual, tiene que ser contestada por la totalidad de los que pertenecemos a esa entidad”. Con ese desafío nos conduce hasta sus propuestas de las tareas con las que debemos enfrentar las grandes apuestas del siglo XXI. Son las siguientes: modelo educativo de alta calidad y universal, reconocimiento pleno de los derechos de todos los habitantes, democratización de la vida pública, construcción de un modelo económico de interés social en todos sus objetivos, y compromiso con el modelo de desarrollo económico y social de Haití. Marcos Villamán, al abordar “La cuestión de la modernidad en el pensamiento social dominicano”, produce un ensayo que se convertirá en referencia obligada para los interesados en el tema. Plantea con claridad las promesas civilizatorias de la modernidad y la autocrítica de la modernidad occidental, que es la posmodernidad; analiza las mediaciones de la primera, siendo la razón, como posibilidad de comprensión del mundo de la naturaleza y la sociedad, la principal de estas. También expone e interroga las principales promesas y hace un balance de las cuatro posiciones que en el marco de personalidades del mundo intelectual y escuelas de pensamiento, representan Habermas; Lyotard y Vattino, Labastida y el par de Quijano-Hinkelammert. Concluye afirmando que en el pensamiento social dominicano contemporáneo, a pesar de la diversidad de temas, no siempre encontramos de manera explícita el par categorial modernidad posmodernidad, pero aunque no omnipotentes, entiende que su uso o equivalentes analíticos permiten captar la dinámica nacional sin negar su especificidad. No hacerlo significaba correr el riesgo de pensar los procesos nacionales sin los debidos referentes que, como la globalización y la crisis civilizatoria, otorgan profundidad al análisis. Rafael Morla, en “La presencia de lo moderno y postmoderno en algunos pensadores dominicanos contemporáneos”, introduce sabiamente la problemática hasta conducirnos al espacio de reflexión y producción intelectual que toma como referencia la Universidad Autónoma de Santo Domingo (uasd), específicamente su Escuela de Filosofía. Miguel Pimentel, Lusitania Martínez, Alejandro Arvelo, Julio Minaya, Andrés Merejo y Edikson Minaya son biografiados en su quehacer intelectual con relación a esos dos grandes temas. El último ensayo del libro que presentamos corresponde a Odalís Pérez.
Estructura su ponencia “El nacimiento de los signos epocales. La historia como texto y escritura” considerando las lecturas de textos, coyunturas, voces críticas e ideologías al analizar lo que denomina signos y discursos epocales del siglo XIX. Entiende que si tanto el pensamiento liberal como el conservador del siglo xix, y comienzo del XX, fijaron sus puntos claves en la esperanza de la independencia, esa condición creó su contrapartida convirtiéndose en movimiento fragmentario de la historia dominicana que, además, perdió su referencialidad ética, política y económica. Supone que las indefiniciones epistémicas y ontológicas del pensamiento moderno y tardío moderno (disiente sobre el concepto posmodernidad, entre otras cosas, porque en el país no cuenta con una explicación rigurosa) conducen a una post identidad y a la fragmentación del espacio crítico. De ese modo, todo el pensamiento y la búsqueda filosófica del siglo xx en el país se fragmenta y vive de la desautorización de su práctica al mismo tiempo del reciclaje político, ideológico y documental.
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