Unos días antes de inaugurar en Bogotá la exposición Cuerpos que persisten: huellas y testimonios de las mujeres víctimas de violencia sexual en la guerra, el director del museo me confesó que el público no estaba acostumbrado a ver este tipo de exposiciones. El Claustro de San Agustín, un edificio colonial que forma parte de la Universidad Nacional de Colombia y que ahora aloja muestras de arte contemporáneo, no había programado –al menos en los últimos años– un proyecto que incluyera los relatos directos de la violencia del país. Esta vez, en una de las salas pequeñas y durante un mes, las voces de algunas de las mujeres víctimas de violencia sexual de la guerra de este país se alzarían en una instalación donde sus palabras atravesadas por ejercicios poéticos o musicales estarían acompañadas de fotografías y algunos videos documentales. Un archivo donde se entretejen los relatos íntimos de dolor con las formas públicas y políticas de resistencia.
Aún son escasos los relatos que se han realizado sobre la guerra en Colombia. Se debe, por un lado, a que ha sido un conflicto que lleva más de cincuenta años y que ha generado una suerte de sopor y de silencio frente al sufrimiento ajeno, pero también a que es una guerra que aún no termina y que muta continuamente de rostro: las luchas sobre la tierra, la raza y el género persisten como tensiones que la sostienen y que la alimentan y que se manifiestan tanto en tiempos de guerra como de calma. Fue justo en la década de los noventa, cuando la guerra intensificó su fuerza y aumentó el número de muertes. Entre 1996 y 2002, la creación de los grupos paramilitares más el fortalecimiento militar de las guerrillas, la crisis económica y el narcotráfico nos sumieron en uno de los períodos más crueles de nuestra historia. Casi todas las semanas escuchábamos las noticias de desplazamientos, masacres de poblaciones que vivían en los territorios cercados por los distintos mandos y el exterminio de líderes comunitarios. Aún hoy en día siguen siendo prácticas recurrentes y, pese a la desmovilización parcial de los paramilitares y el proceso de paz con la guerrilla de las FARC, resulta difícil aceptar que haya disminuido la ola de violencia. Lo que sí es cierto es que la guerra ha tomado otras vertientes. En últimas, este conflicto colombiano es como ese monstruo de Lerna que cuando le cortaban una cabeza le nacían dos. El Centro Nacional de Memoria Histórica de Colombia (CNMH), una institución estatal, ha sido uno de los lugares que se ha encargado de recoger los casos y de publicar estudios diferenciados sobre el conflicto. Al leer cada uno de los informes podemos llegar a entender la dimensión del dolor y del trauma que la guerra ha producido en el país. Son publicaciones que se centran en testimonios y relatos de las víctimas, cifras y análisis históricos sobre los momentos más crueles donde retratan como algunos miembros del Estado, las fuerzas guerrilleras y paramilitares incurrieron en prácticas genocidas (desaparición forzada) o cometieron atropellos de lesa humanidad (secuestro y reclutamiento de niños y de jóvenes). También han estudiado otros tipos de crímenes de los que solo hasta ahora se está hablando y que giran alrededor de los abusos y las violencias sexuales a la que fueron sometidas miles de mujeres por los distintos actores armados. Un tipo de práctica que fue y sigue siendo utilizada como un arma para obtener control territorial y que ha sido posible por las estructuras machistas y patriarcales enquistadas en el país y en nuestro continente; que además es recurrente en la intimidad y en el hogar, pero que en situaciones tan extremas como la guerra se intensifica y se manifiesta junto con altos niveles de sadismo. Una violencia donde el enemigo es el cuerpo, y, la mayoría de las veces, el cuerpo femenino.
El año pasado recibí una llamada del CNMH en la que me propusieron hacer la curaduría de una exposición que tenía como propósito institucional acompañar el lanzamiento del informe nacional sobre violencia sexual en el marco del conflicto armado: La guerra inscrita en el cuerpo (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2017, 547 páginas). La idea era visibilizar el conflicto en otros términos y para otro tipo de público, es decir, construir un relato visual para un visitante de museo. Un ejercicio que implicaba no solo entender la dimensión del trauma, sino también la posibilidad de traducir en imágenes y sonidos, los hechos, las huellas y las fracturas de los cuerpos; un ejercicio que intentaba mostrar en un espacio artístico las implicaciones que este tipo de violencia ha tenido en la vida de cada una de las 227 mujeres que participaron en el informe y, con ello, en el tejido colectivo y social del país. Una tarea abrumadora. Un reto de traducción que no es ajeno a ningún museo de memoria pero que, en Colombia, por las particularidades mismas de un conflicto que no ha terminado, también es una discusión y un ejercicio que recientemente se ha puesto sobre la mesa. Empecé leyendo la investigación que se publicaría en los siguientes meses y que era un fiel reflejo del trabajo en comunidad con organizaciones institucionales, no gubernamentales y con mujeres que ya habían decidido hablar e incluso poner en marcha procesos judiciales. Un informe cuya columna vertebral eran algunos de los relatos de las torturas a las que habían sido sometidas y que se sistematizaron para poder visibilizar la dimensión de la tragedia y de esa manera comprender sus principales causas, pero también los efectos a nivel personal y colectivo. Este registro grupal que fue recogido en distintas regiones de Colombia y que aparece en las casi quinientas páginas se convirtió en una carga testimonial inclemente para el lector. Escuchar en nuestra mente cada uno de estos hechos, imaginar con ello los vejámenes a los que fueron sometidos estos cuerpos, la barbarie, el dolor de cada una de las mujeres víctimas, y comprender la dimensión de las cifras que aparecen en los análisis estadísticos llega a ser insoportable; pero, a su vez, leyéndolo con un poco más de distancia –un ejercicio casi imposible– podemos llegar a entender por qué justamente estos relatos de esclarecimiento son determinantes para los procesos individuales y colectivos de memoria y de resistencia. En últimas, las víctimas son escuchadas, su trauma se inserta dentro de la historia y este empieza a tener importancia dentro de nuestro contexto social y político. Incluso, la dureza de los hechos descritos y escritos tiene la potencia de convertirse en una consigna para que estos crímenes no vuelvan a repetirse. Ese «nunca más» por el que tanto se ha clamado en los últimos años y que, en esta última etapa posterior a la firma de los acuerdos de paz en 2016 con la guerrilla de las FARC y que ha sido categorizada como «posconflicto», se ha convertido también en una bandera política en el país. Enfrentarme con esta realidad hizo que pusiera en duda dentro de mi práctica como curadora una suposición que venía arraigada desde la academia y que había construido como hipótesis en algunas de mis investigaciones en arte. Pensaba que todo hecho violento, por su misma naturaleza, era «indecible» e irrepresentable y que, en ese sentido, todo intento de traducción solo podía reconocer ese abismo. Acá pasaba todo lo contrario. Este primer archivo no abordaba la apropiación artística, sino que era solo un testimonio.
Uno sobre la labor que por años habían realizado las víctimas y que se resumía en el dolor y la impotencia, pero también en la labor de resistencia fruto del trabajo psicosocial, del acompañamiento solidario en comunidad y de la decisión de emprender acciones legales. Leer y reconocer cada una de estas experiencias a través de sus propias palabras era verme obligada a aceptar que sí es posible enunciar y nombrar el trauma. Y, aunque sigo convencida de que la experiencia del dolor es inefable y que en el lenguaje solo se nos presenta la distancia insalvable entre lo dicho y lo vivido, era solo cuestión de tiempo para que estas palabras encontrarán un espacio en lo público. Finalmente, el trabajo que ellas habían hecho no servía únicamente para aliviar su propio sufrimiento, sino también para abrir en la comunidad otras posibilidades de cambio. Como nos enseñó Svetlana Alexievich, es justamente en esta polifonía, incluso una polifonía donde también se concientizan otros silencios, en esta suerte infinita de monólogos que quieren ser escuchados, donde emerge una conciencia extrema del dolor. Y, aunque no pareciera que estos testimonios exigieran un tipo de empatía –no hay nada más lejano para el que escucha que acercarse a la experiencia de ser torturado–, sí se alzan como un tipo de barbarie que nos pone al frente de lo totalmente inhumano. Finalmente, las expresiones del dolor cargan con la fuerza de la certeza y con ella la posibilidad intrínseca de insertarse en un relato histórico.
Hace unos meses leí la última novela de Nona Fernández. En esta hay unas páginas dedicadas al Museo de la Memoria y de los Derechos Humanos de Chile donde describe cómo los relatos de dolor siempre están acechando a los visitantes. Su reconstrucción es absolutamente fantasmal: una foto recuperada de un álbum viejo, los archivos judiciales y las voces de las familias clamando por el retorno de los que ya no están. Miras un rostro de un desaparecido y piensas en quiénes fueron los culpables y qué tan culpable eres tú de ese dolor. Recorrer las salas en las que reconoces que, como si fuera una constelación, «la Historia» es la estrella mayor sobre la que giran las historias de cada una de esas personas. Pienso que el libro de Fernández –un intento por socavar los relatos oficiales de esta historia– y el museo –la institución oficial que la cuenta– también son posibles porque han pasado casi treinta años de la caída de la dictadura chilena. Entonces, con este paso del tiempo, la memoria se moviliza, se asienta y se enciende, y también la lenta burocracia cultural se rinde (no olvidemos que la imagen también tiene una agencia política) y permite que estos procesos y cuestionamientos sucedan. En Colombia, el conflicto armado, a pesar de tener más de cincuenta años, raramente se mira a sí mismo; es decir, es una herida que en sociedad apenas se reconoce como abierta, a la que todavía no se le permite hacer un relato abierto y mucho menos imaginarlo. Es por esto último que todavía no hemos empezado a construir sus imágenes; con esto no pretendo negar que sí ha habido representaciones hechas desde las artes visuales (artistas colombianos como Oscar Muñoz y Doris Salcedo son un ejemplo), desde el cine y la música e, incluso, desde el reportaje gráfico; pero requerimos unas que reclamen y exijan otras representaciones, unas donde puedan actuar múltiples memorias que reconozcan sin fijar a las víctimas en una suerte de pasividad, y que además –como dijimos anteriormente– haya un llamado a la empatía, de modo que se abra la posibilidad no solo de acompañar y ser solidarios con cada una de las personas en los procesos en marcha de justicia transicional, sino que también despierte una comprensión crítica de cada una de las zonas grises del conflicto armado.
Estas lecturas me llevaron a pensar directamente en la muestra que debíamos preparar. Primero, a quién estaba dirigida: ¿para las víctimas? ¿Para un público desprevenido de una ciudad que no tuvo que enfrentarse a los horrores de la guerra y que, siendo sinceros, tampoco leerá los informes de memoria y de restauración? Y, en ese caso, ¿la exposición tendría alguna posibilidad de acción pública frente a todo esto? Y, yendo un poco más lejos, ¿qué es lo que puede suceder dentro de un espacio expositivo que se distancia de los informes judiciales y de investigación social? y, sobre todo, en términos políticos, ¿qué debatimos en un relato con imágenes? Lo que sí es cierto es que debíamos ser conscientes de cada una de las voces que hablarían dentro de la muestra. Además, la manipulación emocional era un riesgo en el que podíamos caer constantemente y crear, de esa manera, una comunidad de sufrimiento que giraba alrededor de la víctima y que solo permitiría un vínculo o una relación unívoca de absoluta admiración y contemplación, es decir, sin ningún tipo de reflexión en el espectador. Tampoco podíamos perder de vista que aquí era el testimonio lo que debía predominar. Finalmente, son estas mujeres las que habían puesto su cuerpo en la guerra y las que presentaban acá ese cuerpo como memoria herida; pero tampoco podíamos caer en imponer toda una carga testimonial cruda, que se presentará el horror sin ningún tipo de mediación y que, como dije anteriormente, resulta casi insoportable. La repetición infinita de dolor solo terminaría en agotamiento e insensibilidad. Debíamos poner en el espacio esa cualidad poética de la imagen y de la mirada, del sonido y de la escucha, donde la cicatriz del trauma y del dolor pudiera abrir el ojo y el oído del visitante y ampliar así su horizonte de comprensión y de sentido sobre la guerra.
Justamente el lugar político del museo es el de permitir ese «ver y escuchar de otros modos», de un modo más sensible y, con suerte, sin lugares comunes. Lo que quiero decir es que había que tomar un camino donde lo «afectivo» se tornara en «efectivo» y, de esa manera, que esta disputa y este conflicto formarán parte de la trama de la historia, de nuestra historia; incluso clamar por una dialéctica o movimiento de las emociones que fuera capaz de configurar otro tipo de relación en el ámbito de la representación, una que también se alejara de los métodos de las ciencias sociales y de los ámbitos judiciales, y pudiera robar e inventar palabras para romper el silencio entre el trauma y la representación estética. La curaduría y la museografía debían configurarse en el espacio para que fuera posible todo esto. Debía permitir distintos niveles en los relatos donde el espectador se sintiera interpelado y que la experiencia no solo tuviera un lugar en la vida de las mujeres que había sido quebrada por la violencia, sino también en quienes no la padecieron. En otras palabras, debía ser puesta en escena de tal manera que produjera en el espectador una sensibilidad que soportara, pero que no eliminará ni neutraliza la violencia que tenía al frente. Para ello, la multiplicidad de las voces que aparecían una y otra vez debía resonar continuamente y contagiarse y propagarse entre sí. En últimas, crear un sonido y una imagen conmovedora donde la mirada y el lenguaje produjeran otros modos de lectura; finalmente, es el trauma, como dice Cathy Caruth, el que nos reta y el que exige nuevos modos de escucha. Una proposición que describe perfectamente los desafíos que tendrán las poéticas de la guerra y del tan llamado posconflicto en mi país.
La exposición que se inauguró a finales de 2017 en dos salas distintas de Bogotá y Medellín tomó el nombre de Cuerpos que persisten: huellas y testimonios de las mujeres víctimas de violencia sexual en la guerra. No había imágenes hechas por artistas, pero sí había trabajos o expresiones artísticas que las víctimas habían realizado sobre sí mismas en los últimos años. Como pieza principal había quince velos sobre los que quince mujeres de distintas partes de Colombia se habían recostado para dibujar su silueta y, como si fuera una cartografía del trauma, ubicar las cicatrices que les dejó la guerra. En procesos psicosociales a esto se lo llama mapas del cuerpo y funciona para que las víctimas puedan mirar con distancia y reconocer dentro de ellas su propio dolor. En la muestra, expuestas de manera pública, estas telas casi transparentes que colgaban una detrás de otra en el techo, anularon esta distancia. Los cuerpos dibujados se tropezaban con los cuerpos de los visitantes, eran imposibles de eludir. Cada una de ellas además tenía un nombre y el lugar de procedencia, y a su lado unos audios con las voces de las mujeres, con sus acentos y sus pausas, que podían ser escuchados por los visitantes.
En los muros de alrededor había una serie de testimonios anónimos y de documentación producida en comunidad durante los talleres de reparación: experiencias que fueron elaboradas desde la poesía, la música y el documental, pero también en el dibujo y la pintura, y que dejaban colar entres sus palabras no solo el dominio violento del hombre sobre el cuerpo de la mujer, sino también tensiones tan profundas en Colombia como la discriminación racial y de clase, así como la repartición y el control sobre las tierras. Algunos de los documentos sobre los vejámenes, pero también sobre el avance y la urgencia de leyes que penalicen este crimen, aparecían en una mesa al final del recorrido. Finalmente, los visitantes podían dejar un mensaje. El trazo de las mujeres se convertía en su propio trazo. Un recorrido que a nivel museográfico permitía que el espectador no tomara un único camino, sino que decidiera si quería enfrentarse a cada uno de estos relatos, leer el poema, escuchar la canción o ver el video. Por momentos, un testimonio parecía referirse a todos. Hicimos uso de estas representaciones directas, porque todavía no hay indagaciones o interpretaciones en el arte sobre dichos hechos. El conflicto con estos cuerpos ha sido tan inhumano que todavía cabe la pregunta del principio de este ensayo acerca de si es posible representarlo artística y poéticamente. Por ahora parece que no. Estos testimonios que se convierten en testigos de lo irreparable aún se escapan de toda voluntad de representación. También hay que preguntarse si poner en juego estas experiencias es suficiente, y si se están abriendo perspectivas y miradas no lastimeras sobre el conflicto.
La necesidad de hablar es imperante, pero también es urgente que empiecen a producirse representaciones más profundas que no ejerzan una fuerza de reconocimiento identitaria, sino que produzcan rupturas dentro de los relatos oficiales de la historia –incluidos los documentos judiciales y los informes de la memoria–. En el caso de la violencia sexual, todavía es más difícil porque apenas se está empezando a nombrar. Esta memoria específica de la guerra aparece hoy cruda, en su máxima tragedia y dimensión, y solo el tiempo dirá cómo el país y las nuevas generaciones pueden hacerse cargo de esta. En últimas, el museo, el futuro del museo, tendrá que responder por la comprensión de este dolor. Entender que desde su lugar tendrá que trabajar en el testimonio puro y directo y que, sin darle forma estética, sin llevarlo a un extremo de lo sensible, sin empobrecer la experiencia al contarla, pueda abrir otras comprensiones. Así como lo escribe Nona Fernández en las últimas páginas de La dimensión desconocida: «Y vendrá el futuro / Y tendrá los ojos rojos del demonio que sueña / Usted tiene razón / Nada es bastante real para un fantasma».
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