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Viaje al sudeste asiático: Vietnam

by Emil Chireno
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Querer formar parte de la tendencia del wanderlust (pasión por el viaje) y ser el titular de un pasaporte de la República Dominicana es un binomio complicado. ¿Por qué? Pues porque necesitamos «visa» para una gran cantidad de países. Por ello al ver una libreta de pasaporte con muchas visas estampadas, la sensación es de doble satisfacción: por conocer un poquito de nuestro amplio planeta, pero también por todo el trabajo invertido investigando «requisitos» y llenando formularios. En nuestra breve travesía por el sudeste asiático, las autoridades migratorias más complicadas fueron las vietnamitas. Desde un bar tailandés de «reggae jamaiquino», acompañado de dos nuevos amigos alemanes y un holandés, llené la solicitud de visa de Vietnam en línea, sorprendido por la eficiencia del sistema.

Luego de un placentero vuelo desde Luang Prabang, en Laos, hasta Hanói, nuestra primera impresión en el aeropuerto internacional Noi Bai fue la de un lugar organizado, gris y claro, atestado de mochileros. Confiado en nuestra solicitud de visa en línea, avancé como buen dominicano a una velocidad superior a la de todo el que estaba a mi alrededor para procurar el estampado de la visa que ya había pagado… incluso comenté a algunos desconocidos preocupados las ventajas que supone agotar un proceso consular en Internet. Una sorpresa jocosa me llevé en el mostrador de migración al percatarme de que la carta de visa enviada por correo electrónico me clasificaba como un ciudadano de Dominica y no de la República Dominicana. Compartir el adjetivo dominican, en inglés, con los ciudadanos de Dominica ciertamente es una complicación para los dominicanos, pues muy pocas personas en el sudeste asiático conocen nuestro país (en 40 días y 12 ciudades no encontré una persona que supiera dónde se encuentra nuestra isla). Apostando a «lo digital», no imprimí el comprobante de pago y luego de explicar la situación, una oficial de migración, con una mirada cansada y un tono rudo, me dijo: «No puedo prestarle mi impresora. Si quiere puede salir a buscar una». Claro, para salir a buscar esa impresora debía pasar por migración y, desde luego, no tenía visa.

Tras una larga espera y después de pagar por segunda vez la misma visa de turista, ingresamos a la fabulosa ciudad de Hanói. En el trayecto en taxi hacia nuestro hotel apreciamos el espectacular crecimiento que experimenta Vietnam y lo encontramos abrumador: convive un agresivo esquema de desarrollo inmobiliario en toda la ciudad con una vibrante y sonora actividad comercial. Si cree usted que las muchedumbres que se aglomeran en Manhattan son abundantes, lo invito a conocer Hanói. Caminar por las calles de esta gran urbe es un recordatorio constante de estar en un país con aproximadamente 100 millones de habitantes, concentrados en su mayoría en los centros urbanos. Desde su apertura formal a la inversión extranjera en 1986, Vietnam se ha convertido en un destino atractivo para el capital, especialmente asiático. En la medida en que el desarrollo económico incrementa los costos de producción en los otrora «tigres asiáticos», hoy Corea del Sur, Taiwán, Singapur, Japón y China están entre los principales inversionistas extranjeros en el país. Solo en 2017 Vietnam logró atraer unos 35,000 millones de dólares en inversión extranjera directa, una cifra nada desdeñable. Lo anterior se aprecia al observar la abrumadora actividad comercial y de manufactura. Vietnam, como dijera un querido amigo chino con cierta razón, es como China a principios de los noventa: un país marchando a toda costa hacia el desarrollo, dispuesto a romper unos cuantos huevos para hacer una omelette.

Cuando pensaba en Vietnam, lo primero que me venía a la cabeza era la palabra guerra. Una acelerada e incesante procesión de imágenes dominaba mi memoria: Ho Chi Minh, Nixon, árboles ardiendo a causa del napalm, aviones rociando agente naranja, campesinos con sombreros cónicos, bombardeos en la selva, sufrimiento humano, Apocalypse now, en fin, las típicas memorias de un occidental acostumbrado a la versión norteamericana de una guerra que causó incalculable sufrimiento humano y daño ambiental. Hoy, cuando pienso en Vietnam, veo color, un pueblo de voluntad inquebrantable, sólido orgullo propio y su mirada fija en el tren de la modernidad. En nuestra primera noche en Hanói decidimos caminar por el centro de la vida pública de la ciudad, el lago Hoan Kiem o lago de la «espada devuelta», en alusión a una leyenda del rey Le Loi. En los alrededores del lago, la vida nocturna tiene un poco de todo: desde vendedores ambulantes, karaokes, bailarines de salsa o tango, hasta jóvenes tomando cerveza en la calle. Los anglohablantes son escasos, abunda la gente (como siempre en Asia) y la cerveza fluye por doquier. De hecho, la cerveza de menor costo que mis papilas gustativas han conocido rinde homenaje a la ciudad: la Bia Ha noi, de buen sabor y por el equivalente a 22 pesos dominicanos cada lata. Debo reconocer que me llamó mucho la atención el sentido de comunidad que noté en muchas de las actividades que realizaban las personas alrededor del lago. No pocas veces he observado como un parque o lugar público pareciera ser un universo de muchas galaxias pequeñas e independientes. Cada uno en lo suyo, como células de un mismo sistema que conviven pero no se conocen. Extrañamente, ver tantas personas entretenerse con otras, jugando, charlando y bailando, me hizo sentir que todas formaban parte de algo más grande. El colonialismo francés en la península del sudeste asiático consolidó formalmente la división de Vietnam en tres grandes regiones: Tonkin en el extremo norte, Annam al centro y norte, y Cochinchina al sur. La sede del gobierno colonial cambió en varias ocasiones, pero Hanói y Saigón serían sus capitales oficiales.

El expansionismo militar francés en el sudeste asiático desde finales del siglo XIX hasta mediados del siglo XX tuvo un profundo impacto en las fronteras de la península y en la construcción del nacionalismo de resistencia vietnamita. Una visita obligada que puede servir como introducción a la narrativa de la resistencia es la prisión de Hoa Lo. Hoy en día es un museo que muestra el recinto carcelario más conocido de la Indochina francesa. Construido a finales del siglo XIX, se convirtió en el destino de los políticos que lucharon sin cesar por la independencia de Vietnam del dominio extranjero. Llama poderosamente la atención el uso sistemático de métodos de tortura como la inmovilización de los prisioneros, que eran atados a superficies de cemento por tiempo prolongado, así como el uso de la infame guillotina. Es difícil no horrorizarse ante lo sistemático y mecánico que puede ser un sistema penitenciario infligiendo castigo y dolor a los reos. La prisión de Hoa Lo es popular entre los turistas occidentales, pues fue utilizada como cárcel para los prisioneros de guerra estadounidenses durante la guerra de Vietnam. El senador y excandidato presidencial de los Estados Unidos John McCain fue el huésped más reconocido del «Hanoi Hilton», mote con el que era conocida esta prisión por los soldados estadounidenses. Hay un evidente esfuerzo por mostrar el trato humano que supuestamente se brindó a los prisioneros, cuyas cartas relatando su buen estado de salud y su «admiración» por el pueblo vietnamita están enmarcadas y a disposición de los asistentes. El pabellón final de la prisión alberga una extensa y por demás aburrida exhibición de las «excelentes relaciones» que existen hoy en día entre Vietnam y su otrora enemigo los Estados Unidos. Todos los jefes de Estado o altos representantes del país que han surgido desde el fin de la guerra posan retratados con sus homólogos estadounidenses.  

La construcción de lo que Yuval N. Harari llama «mitos unificadores» es una constante en la historia de la humanidad, que precede incluso a la existencia del Estado moderno y al concepto  contemporáneo de nacionalismo. Otros autores como B. Anderson y sus «comunidades imaginadas» estudian el nacionalismo como una construcción social de la modernidad que hace viable la existencia del Estado nación. Ambas líneas de pensamiento pueden servir como lentes a través de los cuales observar con ojo crítico la sociedad vietnamita. La historia, ciertamente, ha demostrado la capacidad de resistencia y tenacidad del pueblo vietnamita. No obstante, al visitar cualquier museo, es muy apreciable el esfuerzo estatal de construcción de una narrativa histórica y, en consecuencia, un imaginario social en el que Vietnam resiste… y avanza. Es más, sin quitar mérito a los muy admirables logros militares del pueblo vietnamita y sin miedo a pecar de falaz, puedo decir que el esfuerzo de contar una historia admirable de coraje y autodeterminación muchas veces se convierte en una narración burdamente sesgada. Donde más evidente es el esfuerzo del Partido Comunista de Vietnam por unificar a la nación es alrededor de la figura de Ho Chi Minh, el mítico líder bajo cuyo mandato se reunificó el país. De todas las edificaciones modernas que conocimos en el sudeste asiático, ninguna evocaba un culto a la personalidad como el mausoleo de Ho Chi Minh en Hanói. La imagen del «tío Ho», como es popularmente conocido el fenecido líder, está omnipresente en todas las oficinas públicas, en las papeletas de dinero circulante (dongs) y en todos los museos que visitamos. Tras hacer una fila de más de 45 minutos (compuesta en su mayoría por vietnamitas), accedimos al interior del mausoleo por unas escalinatas de mármol bajo la mirada penetrante de guardias vestidos de blanco. El lugar tiene una iluminación muy tenue y constantemente se recuerdan las cosas que están prohibidas: hablar en voz alta, tomar fotos, vestir pantalones cortos, entre otras. El cuerpo del líder, que se encuentra en el interior de un cubo de cristal, es observado con suma reverencia por los presentes, muchos de los cuales llegan a inclinar su cuerpo en señal de respeto.

Después de una inolvidable bocanada de ciudad, nos trasladamos a la emblemática bahía de Ha Long, la atracción turística más famosa de todo Vietnam. A dos dominicanos cuyo punto de referencia más cercano son los hermosos islotes y cavernas del parque nacional Los Haitises, aquello nos dejó perplejos: más de 2,000 islotes en un área de 1,553 km2, frente a los 153 km2 de nuestro parque nacional. Nuestro destino final en el extremo norte de Vietnam fue Sa Pa, en la provincia de Lao Cai. Esta ciudad se ha convertido en el destino turístico por excelencia para el senderismo. En diciembre, la temperatura desciende a unos cinco grados centígrados y una densa neblina dificulta cualquier esfuerzo por apreciar las bellezas naturales de la zona. Su cercanía geográfica a China la convierte en una parada frecuente para un dominante flujo de turistas chinos que no solo trae consigo sus yuanes, sino también sus gustos, costumbres y preferencias. Sa pa pasó, en pocos años, de ser una ciudad aislada y tranquila a una especie de Disneylandia chino: imponentes estructuras de hormigón y metal comparten espacio con humildes hoteles familiares de no más de tres niveles. Para evitar las hordas de turistas chinos y sus grandes edificios, decidimos contratar una guía de montaña de una minoría étnica presente en casi todos los países del sudeste asiático: los H’mong. Con ella caminamos 16 kilómetros de ruta montañosa para visitar su aldea, conocer cómo viven, qué siembran, y admirar la belleza natural que los rodea. En las aldeas H’mong, las mujeres se dedican al oficio de guías de montaña para turistas, por lo que perciben su pago en moneda extranjera y con ello llevan el pan a la mesa. Los hombres, en términos generales, prestan servicios de transporte para turistas o trabajan en el comercio informal. Es difícil plasmar en palabras la paz que se respira en las aldeas y montañas que rodean Sa Pa. El ganado suelto, el verdor domado por la inclemencia del frío, el sonido de los ríos, el pelo negro azabache de las guías… se entremezclan con abrigos coloridos, motocicletas, teléfonos móviles y unos cuantos aventureros llenos de preguntas. En 16 kilómetros de caminos estrechos, en todo momento tuve señal 4G en mi móvil. El hormigón, el metal y el ruido pronto reemplazarán la eterna calma del silencio natural que allí reina.

El frío inclemente y una densa neblina nos obligaron a reducir nuestra estancia en Sa Pa, por lo que retornamos a Hanói para tomar el vuelo que un 31 de diciembre nos llevaría al sur profundo de Vietnam, a la afamada ciudad de Saigón, corazón comercial y segunda capital del país. Al igual que Chile y Argentina, el territorio de Vietnam es largo y angosto. Por ello existen enormes diferencias culturales e históricas entre el sur y el norte del país… diferencias aún mayores que los 1,617 km de territorio que los unen. Las diferencias y el sentido de autonomía de los vietnamitas del sur comienzan por la forma en que llaman a su propia ciudad. Saigón –capital de la región de Cochinchina– fue el nombre de la ciudad inmortalizada por el colonialismo francés. Desde finales del siglo XIX, el legado francés dejó edificaciones emblemáticas como la catedral de Notre Dame y la oficina de correos, además de muchos practicantes del catolicismo. Saigón no solo fue el corazón comercial de la época colonial, también fue la capital oficial de la efímera República de Vietnam (1955- 1975), por lo tanto, la influencia occidental en la oferta de restaurantes, bares e incluso tiendas es palpable. Si los vietnamitas de Hanói desayunan con té verde y sopa, los del sur lo hacen con café y pan… Mientras los de Hanói adoran el delicioso bun cha (caldo con fideos de arroz a base de cerdo asado), los de Saigón prefieren el pho (caldo a base de res); si los del norte pueden parecer distantes y poco inclinados a hablar una lengua extranjera, los del sur se jactan de su apertura y dominio del inglés y el francés.

Para los vietnamitas que conocimos en el norte, la obra del «tío Ho» tiene un valor incalculable… Para algunos del sur (incluido un peculiar guía turístico), el líder es una figura impuesta por el norte. Lo cierto es que hoy el nombre oficial de Saigón es «Ciudad de Ho Chi Minh» y sus habitantes miran con ojo escéptico a sus pares del norte. Entre las múltiples atracciones turísticas de la ciudad, la más famosa es el Museo de la Guerra de Vietnam, que atrae hordas de turistas por la precisión y creatividad con que presenta la brutalidad de la guerra y el enorme costo humano y económico que tuvo para Vietnam… así como la tenacidad militar del pueblo vietnamita. En el museo se relata con imágenes lúgubres las atrocidades cometidas por el ejército de los Estados Unidos y se intenta cuantificar el ingente gasto militar y económico de la guerra. La perversa curiosidad que genera la violencia deshumanizante, combinada con una historia donde David vence a Goliat, es sencillamente inolvidable. 

Al final de la tarde del 31 de diciembre de 2017, una pareja de esposos dominicanos se encontraba sin planes para esperar el año que casi llegaba. Una sencilla búsqueda guiada por «san Google» los llevó a un foro donde, para su sorpresa, varias parejas de extranjeros buscaban amigos para festejar el inicio de un nuevo año. Guiados por un espíritu aventurero, y conectados por un grupo de WhatsApp, iniciamos la noche en un bar irlandés acompañados de una finlandesa, dos ingleses, una china y tres norteamericanos que probaron ser excelentes conversadores y compañeros de copas. Recibir el año nuevo en Saigón nos convenció de que no hay crisis de la globalización ni resurgimiento del nacionalismo que pueda domar el deseo implacable de expandir nuestros horizontes culturales, esos horizontes que se perfilan al vivir, viajar y conocer personas y lugares distintos a la tierra que nos vio nacer.  


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