El cronista reconstruye minuciosamente el suceso recurriendo a distintas fuentes y contrastando los testimonios, hasta llegar como un detective al meollo de la historia: el punto ciego que tiene en el fondo cualquier realidad.
En el periodismo se exige vigilar de cerca la línea que divide la realidad de la ficción, la verdad de sus distorsiones. Definir claramente esa frontera es lo que garantiza la fiabilidad de un medio de comunicación y la reputación de un periodista. Pero sucede que ese límite es indistinguible en las costuras de la realidad, en su kilómetro cero, allí donde conviven lo concreto y lo probable, donde se fabrica constantemente el tiempo y se ponen a secar sus ladrillos.
Más allá del compromiso ineludible de separar lo verídico de lo falso, el cronista tiene una misión ontológica: señalar el pegante que une los puntos de la realidad, el engranaje invisible que enlaza unos hechos con otros, y la voluntad que enarbola hasta la persona más anodina del mundo: las fuerzas intrusas que subsanan las oquedades y fisuras de la vida real. Borges lo expresa así: «Nosotros (la indivisa divinidad que opera en nosotros) hemos soñado el mundo. Lo hemos soñado resistente, misterioso, visible, ubicuo en el espacio y firme en el tiempo; pero hemos consentido en su arquitectura tenues y eternos intersticios de sinrazón para saber que es falso».
Jugando con esa frontera porosa y movediza, una novela como Crónica de una muerte anunciada comienza con el titular de una noticia inamovible: el asesinato de Santiago Nasar. El cronista reconstruye minuciosamente el suceso recurriendo a distintas fuentes y contrastando los testimonios, hasta llegar como un detective al meollo de la historia: el punto ciego que tiene en el fondo cualquier realidad. Cien años de soledad también comienza con una información categórica, lo que inferimos como la muerte de un personaje central n la historia: el coronel Aureliano Buendía. Pero en lugar de atornillarla como un hecho verídico, García Márquez antepone su rol de fabulador y juega narrativamente con ella: la tuerce, la desmiente, cuando se supone que ya era un dato fijo: la vuelve plástica. El coronel Aureliano Buendía, en realidad, no habría de morir ante el pelotón de fusilamiento; el narrador rehace la noticia y prueba otras prolongaciones de ella.
Mientras el cronista subraya los intersticios donde se descose la realidad dejando entrever el trasfondo extraordinario de los hechos, el novelista, en cambio, nos muestra los resquicios de la ficción donde la realidad se cuela en los sucesos imaginarios.
Los intersticios entre verdad y ficción
La aerodinámica explica por qué́ puede elevarse un aparato como el Antonov An-225, que pesa 200 toneladas, pero no proporciona un alegato completo y definitivo, sencillamente porque todo esquema racional, toda explicación o representación están limitados a una suma de variables y no al laberinto inmediato de la realidad. Al final pareciera que la única razón contundente para que un avión vuele es la evidencia misma de que lo hace, al igual que la mejor prueba del tiempo es la verificación misma de que, hagamos lo que hagamos, hay que esperar que la leche hierva.
El mundo verídico tiene su propio motor, su propia mano que mueve por sí misma las cartas: el tiempo real. Es imposible saltar de un punto a otro de la realidad sin la ayuda de esa extremidad, de esa banda transportadora que es la base del movimiento; lo sabían perfectamente Zenón y Parménides: hay una cinta que de manera innata conecta una coordenada del espacio con otra. Por eso, en teoría, en el espacio imaginario y estático del papel, Aquiles nunca alcanzará a la tortuga. En el mundo fáctico, en cambio, no hay espacio sin tiempo, sin movimiento, sin ese prodigio que une un punto del espacio con otro.
El mismo marco estático y rígido de las paradojas de Zenón impera en el papel, en el texto. Al desarrollarse también en un espacio intemporal, la escritura implanta un simulacro, una secuencia que trata de reproducir el tiempo de forma ficticia. La crónica y la novela lo hacen mediante métodos opuestos pero complementarios: la crónica, revelando los intersticios de ficción en el tejido del mundo real; la novela, sembrando poros de realidad en el entramado ficticio. Es decir, mientras el cronista registra los elementos fantásticos e increíble de un personaje real, el novelista consigna los componentes naturales y verosímiles de un personaje fantástico.
El creador debe buscar maneras de aterrizar a sus personajes, de encarnarlos en figuras entrañables que sigan cabalgando en la imaginación del lector. El cronista también debe dotar de realismo a los personajes reales, pero su meta no es convencer al lector de su consistencia real. ¿Para qué demostrar que existía Donald Trump si todos los días lo veíamos diciendo tonterías en los noticieros? En lugar de ello, señala el cordón clandestino que une una acción con otra, la fuerza insospechada que las mueve y las combina. El García Márquez de Noticia de un secuestro, un libro estrictamente periodístico, no tiene que proveerle un estatus existencial a Maruja Pachón sino recrear las circunstancias y los entresijos increíble de los hechos. En El coronel no tiene quien le escriba, en cambio, García Márquez debe arreglárselas para que el coronel alcance el carácter real y entrañable de una persona de carne y hueso, procurar que el lector sienta propias su esperanza y su paciencia, las puede raspar como el fondo oxidado de una lata de café.
Las alas de la realidad
Por más que se investigue, por más exhaustivo que sea el cronista, siempre quedan datos sin determinar, puntos sin resolver, igual que una fotografía deja inevitablemente ángulos y puntos fuera de su alcance. Un detalle mínimo que se le ha escapado al cronista puede ser la clave de toda la historia. Un detalle inadvertido puede invalidar todo lo que aparentemente era cierto hasta ese momento, todo lo que lucía consecuente según el marco de los numerosos elementos recopilados.
Ya armado el nuevo marco y ampliado el rompecabezas, quedan nuevos datos agazapados entre líneas, acechando y amenazando con desmontarlo todo. Al final nos toca dar un salto entre dos puntos, pues nunca tendremos la línea compacta del tiempo real. Por más que exprimamos testigos y protagonistas, algo siempre se nos escapa. Siempre toca deducir algo, inferir piezas del rompecabezas, extender artificialmente el tiempo en una secuencia que nunca será igual a la continuidad. Quizá fue eso lo que quiso decir García Márquez en Crónica de una muerte anunciada con todos esos testimonios contradictorios que dan como resultado el inmenso punto ciego sobre la culpabilidad del ajusticiado. La novela potencia esa brecha que contiene irremediablemente la crónica y la vida real. Es lo que hizo Tomás Eloy Martínez en Santa Evita cuando logra que grandes pasajes parezcan mentiras siendo en realidad verdades, y que grandes pasajes parezcan verdades cuando en realidad son mentiras. En esa novela, Martínez señala en algún momento el carácter apócrifo de una de las frases atribuidas con más insistencia a Eva Perón: «Volveré y seré millones». El narrador argumenta minuciosamente su falsedad, pero de repente concluye con un salto de fe: «Nunca existió, pero es verdadera».
En Operación Masacre (1957), la obra que, anticipándose a A sangre fría (1959) de Truman Capote, inauguró la novela de no ficción y que trata sobre los fusilamientos clandestinos que en 1956 las fuerzas de la dictadura cometieron contra un grupo de revolucionarios, un hombre le dice al comienzo a Rodolfo Walsh: «Hay un fusilado que vive», y luego, instaurando lo que puede llamarse la paradoja de los intersticios irreales de la crónica, Walsh sentencia: «Livraga me cuenta su historia increíble. La creo en el acto».
Ya en 1954, adelantándose a Walsh y a Capote, García Márquez había publicado una serie de crónicas sobre la región de La Sierpe que había escrito años atrás y rescatado de una gaveta. «La marquesita de La Sierpe» comienza con un señor que llega a la ciudad y le pide a un doctor que le saque un mico del vientre, producto de un maleficio que le hicieron en aquella remota ciénaga de verdad y leyenda. A ningún lector se le ocurre pensar que está bromeando.
Un relámpago de lo real
Desde sus inicios como escritor, tanto en sus historias de ficción como en sus crónicas, García Márquez renuncia a verdades absolutas. En ninguna de sus páginas hay una verdad con mayúscula, totalizante, sino siempre alguna verdad elástica, de muchos lados y versiones, iluminada desde la ficción o con las herramientas de la ficción.
En una de sus crónicas más célebres confesó haber inventado a un personaje que, para poder afeitarse en una Caracas sin agua, se untaba en el rostro jugo de durazno. Por supuesto, fue una violación del pacto tácito entre periodista y lector, un abuso de confianza que pone en entredicho la veracidad de lo demás. En esos albores del Nuevo Periodismo (alrededor de los años 50) eran moneda corriente estas licencias, pues las fronteras entre novela y periodismo apenas se estaban aclarando, combinándose en un intento de encontrar nuevas formas de narrar y otras rutas para renovar la mezcla entre literatura y reportaje que los escritores latinoamericanos habían heredado de José Martí y otros modernistas. En palabras de Tomás Eloy Martínez, «las grandes crónicas de aquellos años fundacionales nacieron al amparo de una realidad que se iba creando a medida que se escribía».
Antes que inventarse esos saltos tan drásticos y permisivos para describir una realidad, hoy se supone que el cronista debe reunir la mayor cantidad de puntos de referencia para no dar pasos en falso y, por supuesto, advertir explícitamente al lector los vacíos informativos y las limitaciones con que tropieza su investigación. Pero a partir de ese tope es obvio que debe trazar sus propios puentes entre los numerosos y cercanos puntos recolectados y perfilar su propia línea de tiempo, esa que no existe en el espacio inmóvil de la escritura y que el cronista nunca logrará atrapar por completo. Por eso Juan Villoro decía que la crónica se arriesga a ocupar una frontera, un interregno. «Los testigos no son ni los muertos ni los sobrevivientes, ni los hundidos ni los salvados, sino lo que queda entre ellos», afirmaba citando a Giorgio Agamben. Y por eso también el filósofo Karl Popper sentenció una vez: «Poco importa el número de cisnes blancos que hayamos podido observar: ello no justifica la conclusión de que todos los cisnes son blancos». Si toca inferirlo de momento, es a riesgo y responsabilidad del cronista, y con base en la cantidad y la calidad de los datos y elementos recopilados.
Las mismas palabras son ficciones; cada oración es un cuento, un reflejo o relámpago de lo real. Lo máximo que podemos hacer como cronistas es conseguir la mayor cantidad de datos para que los saltos o puentes sean mínimos. La exhaustividad y el rigor siempre son curvas asintóticas. En el interior del sujeto, el mundo es también una ficción, una construcción de la conciencia. Para pasar de un punto a otro, la mente siempre debe dar sus propios pasos, imprimir su propio ritmo, su propia secuencia.
Vagones para almacenar el infinito
Vemos a Pedro y creemos que conocemos al sujeto real, pero es solo la idea que nos hemos formado de él. Solo Pedro se conoce bien a sí mismo, desde adentro, como un dato inmediato de su conciencia. Y ni siquiera él sabe a ciencia cierta quién es. Así pasa con todo. La realidad no llega directamente a nuestra mente; no se instala intacta en nuestro interior. Es la mente la que debe aproximarse a ella con nociones, esquemas y prejuicios, sabiendo que hay un muro en toda la mitad.
La realidad que conocemos es un reflejo modificado estratégicamente para que se adapte a nuestros propios esquemas. Lo que llamamos real siempre es una interacción, una amalgama entre el objeto y el sujeto que lo percibe. ¿La flor es roja? No exactamente. El rojo es un código de nuestra mente, la flor solo despide rayos electromagnéticos que nosotros clasificamos o interpretamos así. ¿Qué diferencia hay entre una creencia y un modelo científico si ambos están hechos de la misma sustancia abstracta e incorpórea de la mente? Solo que el modelo tiene cierta correspondencia con un dato experimental, pero a la manera de ese código rojo ante los rayos electromagnéticos: apenas como una traducción. Así mismo, la crónica no es una translación literal de los hechos al papel, pues nunca la mejor traducción es un transvase directo. La mejor forma de extrapolar el contenido de un mundo a otro es la adaptación: moldear el material a esa nueva forma que es la escrita y ya no la realidad física.
Es un error epistemológico confundir o igualar la realidad con la verdad. La verdad no es la realidad sino un vínculo entre los elementos de la realidad, o si se prefiere, el vínculo o conjunto de lazos más fuertes. Es la manera más efectiva o armoniosa en que inferimos que esos elementos se engranan entre sí. Si un mecánico quiere arreglar un vehículo, no necesita comprender todas las leyes de la realidad, solo saber cómo interactúan en ese mecanismo que el mismo ser humano creó restringiendo las leyes del entorno en un sistema autónomo. Si un periodista quiere rastrear la verdad de un hecho o descubrir sus vínculos con otros sucesos, le toca trasladar esos datos a su mente y desde allí, desde ese marco restringido, descubrir cómo están relacionados. Un mecánico no podría arreglar un carro ni un odontólogo combatir una caries si no pudiera llegar a una verdad a partir de una cantidad suficiente de datos y premisas. Por la misma razón, un novelista nunca se propone hablar de todos los personajes de una historia: escoge algunos que puedan aterrizarla y contarnos su propia verdad.
Tampoco puede hablar de todos los aspectos de una realidad; escoge los puntos que puedan perfilarla mejor. En una entrevista para la televisión británica, Gabriel García Márquez contó que se decepcionó al enterarse de que la masacre de las bananeras no pasó de cinco muertos y algunos heridos, después de haber crecido escuchando una leyenda de cantidades escandalosas. En una novela hiperbólica como Cien años de soledad habría quedado como un mal chiste esa cifra. Y lo peor: no habría podido llenar con ella ni medio vagón del infinito tren de la United Fruit Company. Un vagón a medio llenar es cualquier novela sin la dimensión del tiempo y sin el terremoto que representa en el papel la más mínima acción del mundo. Un tren sin llenar es también cualquier crónica sin los detalles intensos e hiperbólicos que esconde la realidad y sin las potencias extraordinarias que laten al interior de cada sujeto.
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