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Match entre Nicolás Guillén y Pedro Mir 

by Ángela Hernández Núñez
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La génesis de Hay un país en el mundo

La reconocida poeta y narradora expone un suceso poco conocido sobre las relaciones nada amistosas entre los poetas nacionales de sus respectivas patrias —para entonces,
sin haber recibido ninguno de ellos este título—, Nicolás Guillén y Pedro Mir, cuando este último se encontraba exiliado en Cuba a causa de la dictadura trujillista. Un poeta soberbio y un poeta apasionado por su patria. Mir, a causa de un «hartazgo de experiencias cubanas profundamente impresionantes», escribió el monumento literario que le daría gloria y fama, su celebrado poema Hay un país en el mundo

Ciertas cartas son hechos de insumisión y, a la par, de apaciguamiento interior. Rezuman emociones, pensamientos. Esclarecen un acaecer, sus resortes. Suscitan la sensación de estar ante el súbito retrato de un carácter cuya nitidez asombra. Tal es el caso de la epístola de Pedro Mir a Nicolás Guillén, fechada el 19 de septiembre de 19481, la cual citaremos a lo largo del presente artículo. 

En ella percibimos a un hombre que, con visceral candor, cree en el poder de la poesía. Se nos muestra, al menos en lo que presumimos evidente en una creación, la génesis de Hay un país en el mundo, el poema más popular de cuantos se han escrito en República Dominicana, el que en los años de dictadura fue esgrimido, principalmente por la juventud, como asidero de esperanza, oxígeno para el espíritu. Fue el incontestable influjo de ese poema lo que, a mi modo de ver, condujo al Congreso Nacional a declarar a Pedro Mir el Poeta Nacional en 1984. 

Cuando escribe Hay un país en el mundo el poeta arde en deseos de ver al pueblo dominicano libre de tiranía, de una vez por todas. No es «un poema», es el poema, un coágulo de «justicia poética» que había esperado con ansiedad otra pluma, una ya consagrada que atraería la atención de todos. 

Esa pluma era la de Nicolás Guillén, pero el vate del vecindario caribeño le regaló, en cambio, una amarga decepción. Y furor. Me atrevo a imaginar, a aventurar, basada en el contenido de la carta, que de ese estado de ánimo brotó la llama decisiva en que se fraguaría Hay un país en el mundo. Una llama de orgullo, respeto e intención. Una llama floreciente2

(En una ocasión escuché al autor de Contracanto a Walt Whitman expresar que Hay un país en el mundo nació de su molestia porque en el extranjero, cuando le preguntaban de dónde era y él respondía, nadie sabía de República Dominicana. En otro lado anotó que el poema fue escrito «después de un hartazgo de experiencias cubanas profundamente impresionantes»). 

Veamos lo que cuenta el Poeta Nacional en la misiva mencionada. 

Un día de 1948, Pedro Mir, quien había emigrado a Cuba el año anterior, y Nicolás Guillén coincidieron en una acera de la avenida Carlos III (nombrada Av. Salvador Allende en los setenta). El segundo le dijo al primero: «Le debo un poema a Santo Domingo, pero yo no veo la lucha de ese pueblo». Desde ese momento, Pedro Mir, ilusionado, se impuso la tarea de generar en el autor de España: poema en cuatro angustias y una esperanza, «el estado emocional, el entusiasmo lírico, previo a toda creación poética» que podría conducirlo a escribir el prometido poema. Su propósito presumía buena fe, comunidad de ideas: «Yo iba hacia un poeta cubano, que es una gloria continental, a hacerme su amigo, a buscarle el corazón para clavarle allí, hasta donde me fuera posible, la emoción dominicana que nosotros los dominicanos llevamos clavada en el nuestro», escribió. 

Pedro Mir, como décadas atrás había hecho Juan Bosch, marchó al exilio para escribir sin coacciones y combatir el despotismo que mantenía aislado y esclavizado al pueblo dominicano. Estaba dispuesto a llegar lejos en su propósito, como lo demuestra el hecho de que, a poco de su arribo a Cuba, en 1947, se sumara al proyecto Cayo Confites (Cuba), como uno cualquiera de los más de mil hombres que se enrolaron en esta aventura cuyo objetivo era destronar a Trujillo. Juan Bosch y Fidel Castro se encontraban entre los intrépidos de esta malograda expedición. 

Se cuenta que, en los momentos finales, cuando el poeta, de menuda complexión, se hallaba, fúsil en ristre, en uno de los tres barcos que zarparían hacia República Dominicana, Juan Bosch, imponiendo su autoridad, lo obligó a apearse, arguyendo que «Puede haber muchos combatientes, pero pocos hombres capaces de dar voz al pueblo dominicano». La anécdota la contó Jaime Labastida en la tertulia que animaba Verónica Sención en los años noventa3

Retornemos a la carta de 1949, dirigida a Nicolás Guillén, entre cuyas líneas se entrevén las duras pruebas por las que pasaban los hombres y mujeres que, escapando a la asfixia moral y a las amenazas, marchaban a comarcas extranjeras. (Juan Bosch, en una de sus cartas escritas en Chile por esa misma época, dejó sentir su aflicción y fastidio por la displicencia de algunas personas de renombre que lo subestimaban a él y a su país. Un trasfondo parecido se muestra en la misiva de Mir. Pero ¿no son sentimientos similares los que, con distintos matices, afligen a todos los inmigrantes, aun hoy día?). 

La epístola la escribe Mir tras un encuentro en la casa de Guillén. Ante «un lindo coñac», el anfitrión recitó «los poemas más hermosos del mundo» y habló hasta apabullar al invitado. 

«Prácticamente quien charló fuiste tú», le escribe este, en tono de reproche, cuando se ha rescatado a sí mismo y puede permitirse perspectiva. «Yo me quedé con mis papeles de notas, mitad aturdido por tus opiniones, mitad fascinado por tu talento», confiesa. 

Por consideración a su país y a sí mismo, se ve compelido a transparentar sus convicciones: «…no era yo un dominicano más que iba a exigir de los cubanos una contribución material en nombre del pueblo dominicano. Nada de esto». En un momento, Guillén le ofrece las páginas de Hoy, que era el periódico progresista, y más adelante las de Bohemia, que paga las colaboraciones. Mir se inclina por esta última pensando en su más amplia circulación. Guillén ríe, o sonríe, de un modo difuso que irrita a Mir, quien se queda callado. En la carta, le señala: «Hubiera querido mostrarte mi amor por HOY, el periódico decente. Pero estaba el sucio dinero por medio y no nos podríamos entender». 

Mientras transcurrirán los minutos en un ambiente que se tornaba penoso para el dominicano, este acaso pensaba en conciudadanos de la resistencia, en los sacrificios, en él mismo, en todo lo que el otro parecía ignorar, o concebir al sesgo, con reservas. Presentía algo capcioso, fuera de lugar. ¿Estaba bajo sospecha de oportunismo? ¿Se le miraba como a un posible aprovechado, de escasos escrúpulos? Aclarar los motivos de su visita es perentorio. Por «sanidad personal» había de hacerlo. Deja caer unas frases no desprovistas de ironía: «teniendo en cuenta que el Partido del cual eres miembro prominente, tiene que adoptar una conducta tan revolucionaria con los burgueses como intransigente con los oportunistas». 

Las miradas reverberan, pero solo uno de los dos hombres parece percibirlo. A Mir le hiere el aire que respira. «¿Qué son las palabras sino arco iris o puentes de ilusión, entre seres eternamente separados?», la interrogación de Nietzsche le viene como anillo al dedo. Dice que este filósofo alemán sigue siendo un poeta «en la medida en que la poesía siga siendo un ámbito verbal». ¿Se había equivocado respecto al glorioso poeta que escribiría un poema a la República Dominicana, el poema que prendería en el pueblo desatando sus ansias de libertad? La certidumbre a veces es oscura. La inteligencia sujeta la ira. Ha de expresarse de manera lúcida, civilizada. Habrá tiempo. Más de una respuesta. 

El hombre que tenía ante él, ¿era el mismo que escribió: ¡Aquí estamos! / La palabra nos viene húmeda de los bosques, / y un sol enérgico nos amanece entre las venas. / El puño es fuerte / y tiene el reino.4

Está un tanto atónito. Consciente de una especie de «sofocación». En mixtura, desasosiego y deslumbramiento. ¿El gesto noble, la empatía que fructifica en solidaridad, conciernen a la poesía de modo intrínseco? ¿Es incauto suponer en la persona del poeta las mismas cualidades que distinguen a su obra? De pronto, no sabe qué pensar, cómo proceder. ¿Es que se le exacerba su sensibilidad? ¿Susceptibilidad? 

Cuando han pasado muchas horas del encuentro, en el papel, destila un poco de ironía, filosofa: «… la verdad es que, tomando el momento que no funciona dialécticamente, los seres están, sino eternamente, por lo menos furiosamente separados». Puede que esas frases reflejen mejor que otras el resultado de su experiencia nada grata. 

En suma, no puede una dejar de preguntarse, de los distintos aspectos descritos en su carta, qué lo había exasperado más. Todo indica que el menosprecio de Guillén hacia los dominicanos y hacia los dirigentes de la lucha antitrujillista en el exilio. Dijo, según cuenta Mir, que en el caso dominicano los líderes eran unos explotadores y que no existía en el país ningún movimiento formalizado. Nada se podía hacer. No había futuro para el pueblo dominicano pues carecía «de un líder honrado y un movimiento concreto». Los cubanos tenían el ejemplo de Martí. 

Mir palpa plomo en esas frases. Se queda pensando en los líderes a los que ha aludido Guillén. En la pesadilla que es vivir en dictadura, en el yugo que puede extenuarte, derribarte. Intenta enseñarle al cubano: «El ambiente político dominicano es tan cerrado que en cuanto alguna persona, en algún modo se significa en la lucha democrática, está en peligro inminente de muerte. No queda más que una disyuntiva. Inmolarse oscuramente o escapar. En esas condiciones han salido para Cuba [los líderes dominicanos]… La lucha por la subsistencia, sin preparación adecuada las más de las veces, en un país extraño en que las condiciones de vida son extremadamente duras para los propios nativos, hace caer a estos hombres en tal o cual actitud en la cual va siempre involucrada la cuestión dominicana con más o menos honradez». 

Comprende el abatimiento de muchos de estos exiliados, subraya: «Estos hombres son individuos, sometidos a las contingencias individuales. Enjuiciarlos no significa, en ninguna forma, enjuiciar la causa dominicana. El pueblo dominicano es otra cosa». 

De La Habana de los cuarenta se resalta siempre la intensa, y en buen grado deslumbrante, vida cultural, en la que se daba cita parte de lo más granado de los escritores de la región. En su epístola, Mir menciona la otra cara: las pobres condiciones en que vive la mayoría. Él ya conoce zonas de Cuba distintas a la capital. Su primera estadía fue en Guantánamo, donde residían parientes de su padre. 

Guillén pontifica sobre poesía y compromiso, sin percatarse de los efectos de su suficiencia. Le dice a Mir que el poeta moderno debe estar en el centro de los acontecimientos. El exiliado, originario de un país «sencillamente tórrido y pateado / como una adolescente en las caderas»5, no dice nada, pero piensa que esa opinión es de otro, de Maiakovsky, el poeta comunista de la Unión Soviética. 

Entre la carta a Guillén y la publicación de Hay un país en el mundo (5 de mayo de 1949, en los talleres «La Campaña Cubana») transcurren apenas siete meses y medio. ¿Ese que concibió nuestro país «como un ala de murciélago apoyado en la brisa»6, escribió su emblemático poema justo a raíz del (des)encuentro con Guillén, apurando la contrariedad, el sinsabor suscitado por la pobre opinión sobre el pueblo dominicano en boca de alguien admirado hasta los tuétanos? 

A mi modo de ver, es fácil advertir la inequívoca conexión entre las líneas de Mir definiendo su pueblo ante el poeta, en La Habana, y los vehementes versos de Hay un país en el mundo. La intención, el ritmo casi fogoso, el paisaje humano, el mordiente dolor, la grávida esperanza rompen sentidos. Los enderezan y reviven en los caudales de corazón y pensamiento. Bajo el plano de la prosa epistolar ya empezaba a cuajar la palabra de vuelo rebelde, tan hija de la noche estrellada como de la tierra dulce, que confirmaría aquella intuición de Juan, cuando en 1937 se preguntó: «¿Será este muchacho el esperado poeta social dominicano?»7

El oriundo de un ingenio de San Pedro de Macorís, hijo de cubano y de una puertorriqueña que murió antes de que él la conociera, el hombre menudo, delgado, de ojos como púlsares o negros luceros, le describe a Guillén un pueblo dominicano: «… constituido por héroes, tanto como por traidores, rufianes de toda laya, mujeres bellas o prostitutas, madres infinitas o doloridas, hombres llamados, centenariamente don Federico; hombres honestos y jóvenes llamados, heroicamente, Pericles Franco, Jaime Nils, Freddy Valdez; hombres nefastos llamados, tiránicamente, Benefactor de la Patria… »… si el pueblo dominicano es así, quiere decir que es como todos los pueblos del mundo y que sus enemigos son los enemigos del pueblo. Y que no es por pura coincidencia que estos son los mismos enemigos del pueblo cubano. 

» En pocos países, amigo mío, la lucha antiimperialista ha sido más franca ni más enconada que en este pequeño país [Rep. Dominicana]. 

»… Los marines yanquis han sido tiroteados con plomo, con piedras y con escupitajos. Tenemos héroes que han muerto en lucha abierta y vertebrada con los marines yanquis. Zarzuela, Candelario de la Rosa, son algunos de esos nombres. Hemos tenido guerrilleros en el sentido griego, contra las tropas yanquis, son “los gavilleros”. Ramón Natera, Evangelista, son nombres de sus jefes. El pueblo nunca aceptó la injerencia americana en los asuntos nacionales. Y protestó peleando… El pueblo sabe que Trujillo es un agente sostenido y protegido por los monopolistas norteamericanos. Y contra él pelea ferozmente… Está luchando bravamente en las peores condiciones del mundo». 

Lo que Pedro Mir expone como un desgarramiento es un estado de terror que encoge el espíritu. La expoliación incesante a los pobres. La grima espiritual producida por la dictadura. Lo que reclama a gritos (y abismales silencios) es solidaridad para el pueblo dominicano. Comprensión. Visibilidad. (¿No es ese el «¿para qué?» de Hay un país en el mundo?). Refiere en la misiva que nos ocupa momentos cruciales de resistencia en que se necesitó́ apoyo internacional y casi no hubo. La gente llevaba sus heridos y muertos ante las embajadas, pero encontraron todas las puertas cerradas, salvo las de México, Colombia y Venezuela. «Ya no se cuenta con la ayuda de las embajadas. No se cuenta más que con el pecho desnudo», subraya el poeta. Sabe qué tan urgente es el apoyo internacional. Pero no está dispuesto a mendigarlo. «Si los partidos del pueblo no pueden prestar su ayuda al pueblo dominicano en estas condiciones, entonces no pediremos ayuda a estos partidos». Deplora que muchos embajadores mimen y aplaudan a Trujillo «ante los ojos de un pueblo hambriento y sangrante». Lamenta que en cada país no se presione el gobierno para que rompa con el déspota dominicano. 

A veces, da la impresión de que al escribirle a Nicolás Guillén le está hablando al mundo entero (como lo haría en Hay un país en el mundo). «Hace falta más vergüenza en los hombres», dice. Y agrega: «Esta vergüenza, todos lo sabemos, está en los códigos de la moral burguesa pero no está en la práctica de la sociedad burguesa. Tiene que ser impuesta por los pueblos». 

En lo que a continuación manifiesta en la epístola, vislumbro el motivo primordial, la germinante razón de Hay un país en el mundo

«Pero quién se lo va a decir a los pueblos, si no tiene una voz, un lenguaje popular que sea como una escopeta. Se lo puede decir Neruda (¡ay, soldadito). Se lo puede decir Guillén (¿por qué́ dices tú, soldado, que te odio yo?). Pero Neruda está enfrascado en una fragorosa ausencia. Y Guillén… ¡bueno! Guillén quiere la vertebración de una lucha y un líder honrado». 

La conclusión, consciente o no, es: ellos —Neruda, Guillén— no pueden o no quieren componer el poema que describa con justicia al pueblo dominicano, que lo aliente, lo impela, lo fortifique en su titánica lucha para librarse de los pavores de dictadura y servilismos. Pero la suerte está 

echada. El entusiasmo —y hasta algo de enardecimiento— debe abrigar la confianza en las posibilidades de éxito. Porque, si no, cómo podría la gente, el pueblo llano y desarmado, enfrentar a los verdugos. A despecho de gestos desmoralizantes, el desafío aumenta, se lanza, aunque el hombre sepa que más de una vez tendrá que lidiar con el vacío, el prejuicio, la oscuridad: 

«Mientras tanto la sangre dominicana está corriendo a raudales, hermosamente roja y limpia. Seguirá corriendo. Y Santo Domingo será libre. Será libre porque tiene un pueblo probado en la lucha vertebrada contra el enemigo de todos. Se hará libre porque es un pueblo. Y se hará libre, sin ayuda, cien veces. Como lo ha hecho tantas veces ya, todas las veces en el curso de la historia combativa. Es lástima que las voces positivas de América pierdan esta oportunidad. ¡Que la pierdan! Pero que sepan que Santo Domingo será libre, sola y sin compañía, como la mala res. Será libre. Ya lo veremos». 

Encara al autor de Sóngoro cosongo: «Ya lo verás tú, Nicolás Guillén. Tú no quieres que tus versos circulen secretamente, de mano en mano, como un crimen, en un pueblo valiente y entero. Te asquean los líderes dominicanos. Ya verás algún día, comprenderás algún día lo que es un líder dominicano con un machete en la mano». 

No pasará mucho tiempo, antes de que esta declaración ascienda a grito poético de inesperada efectividad. 

Es fácil de imaginar que la difusión de Hay un país en el mundo situaría mejor al poeta de la República Dominicana en el medio intelectual cubano. Uno de los periodistas de nombradía del momento, Ángel Augier, el 12 de junio de 1949, recién publicado el poema, escribió en Magazine del periódico Hoy de La Habana: «Toda su tierra está ahí, en esos versos de Pedro Mir, con sus dolores cotidianos y permanentes, con su tragedia profunda, pero sin perder ni en un solo momento el decoro artístico, el fervor lírico»8

En República Dominica el poema circulaba de manera clandestina en los años de la dictadura trujillista. En todo el doloroso e intrincado tránsito hacia la democracia, Hay un país en el mundo se convirtió en una suerte de himno, de luz musical para quienes aspiraban a la libertad y la justicia. 

¿Fue, en verdad, el disgusto causado por Nicolás Guillén el fecundo fuego del que surgió Hay un país en el mundo? He afirmado. He dudado. Pero en mi afirmación no ha dejado de vibrar una alarma, pues, sin importar el ángulo desde el que se mire, toda creación está atravesada de enigmas, de factores aleatorios, de oscilantes influencias y confluencias. A fin de cuentas, aserción e incertidumbre, intuición y pensamiento, se entrelazan una y otra vez en el juego de luces y sombras de todo arte escritural. 

Supongamos que Pedro Mir de cualquier modo habría escrito su poema capital. Mas ¿cómo hubiera resultado este sin las pesadumbres y «experiencias impresionantes» en La Habana?


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