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Orlando Gil: El testimonio biográfico del viento

by José Rafael Lantigua
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La poesía es un torrente de aguas mansas que se rebelan. A su conjuro, el hombre cambia su credo y su alma. Tras su sentencia, un remolino de ilusiones de las ilusiones que quiebran la realidad y la sublevan– levanta el polvo de sus ruinas, de esas ruinas interiores que han sobrevivido al peso del tiempo, de su oquedad, de sus vacíos, de su soledad.  Creo que fue Borges quien sentenció que la poesía nacía del dolor. Entiendo que también nace y se nutre, fundamentalmente, de la memoria. De la memoria vital y de la memoria imaginaria, de esa ilusión de vida que la existencia traslada desde el sueño hasta la poderosa vigilia de la realidad.

“El amor es un poema enteramente personal”, decía Balzac. El hombre ama para sentirse dueño de su cotidianidad y balancearse en los requiebros de la dicha y el aliento de la trascendencia humana. El amor conjuga la vitalidad del ser, desde su definición ontológica, con la sublimidad que la propia existencia destina para los que exaltan sus haberes y se sumergen en su plasma triunfal. El amor es triunfo, aun cuando se contraríe en la adversidad. Su rito es de victoria, aunque la miseria humana rebote sus desafíos y aleje la dicha de su entorno. Los grandes poetas se hacen en el amor, y el amor no conoce de tiempo aunque sí de los ruidos soberbios y gelatinosos del dolor. El poema es duelo y es dolor. El poema transmite la herencia del dolor y combate el duelo de la desesperanza, del trunco desafío de los sueños que se quiebran, que se rompen, que se quedan marchitos. “El año que es abundante de poesía, suele serlo de hambre”, dijo Cervantes, como queriéndonos explicar ese raro espacio por donde el poema surge y crece, y vence la adversidad del tiempo y sus ocasos. Por eso, la poesía debe leerse como victoria, y no como derrota. La poesía mueve el contorno de la palabra, y la define. La hace realidad viva, la devuelve a sus orígenes cuando el Verbo se hizo palabra y visión. El poeta romántico francés Émile Deschamps definía a la poesía como “la pintura que se mueve y la música que piensa”. Y es en esa definición donde podemos encontrar la vitalidad triunfal del poema, su destino y su trascendencia. 

De aquí que el poema se mueve, habla y escribe desde la generalidad de sus acentos diferenciatorios, entre el amor y la memoria. Podríamos decir, tal vez, también, entre el silencio, la soledad y la ilusión. El verdadero poema transita estos espacios. Pero la memoria y el amor, a nuestro juicio, son los que construyen su plasma y su devenir. La memoria se adentra en las sinuosas y también plenas y sacudidoras esencias del ser, del ser y sus atributos, del ser y sus carencias, del ser y sus olvidos, del ser y su construcción personal, digamos humana y espiritual. Sin esa memoria no puede construirse el poema, porque el poema es vivencialidad, retorno, vuelta a los ejes primigenios, a los orígenes de los vacíos existenciales que a todos nos conmueven y que retozan con nuestros episodios de vida.

Memoria es tributo a las esencialidades, a todas, a las pobladas de nombres y sueños, a las construidas sobre los haberes del tiempo, a las gastadas por los años vencidos, a las demolidas por el deseo y las transformaciones humanas. Federico García Lorca decía que “la creación poética es un misterio indescifrable, como el misterio del nacimiento del hombre. Se oyen voces, no se sabe de dónde, y es inútil preocuparse de dónde vienen”. Creemos que esas voces vienen de la memoria sumisa, de la memoria vicaria, de la que juega con los sueños y los olvidos, pero también de la que mantiene viva la llama del tiempo, el quehacer vital que se quedó prendido en la solapa de nuestra intrahistoria, de nuestra hoja de vida, enlazada –entrelazada– con los vientos de fronda de nuestra biografía humana y espiritual.

Y esa memoria se puebla de amores y misterios: de misterios gozosos y de amores victoriosos. Pero también, porque esta es la impronta de la dinámica humana de la que el poeta se nutre, de misterios vivenciales y, por tanto, colgados de la barandilla del deseo y el desamor, y de amores de afirmada vulnerabilidad que el tiempo se encarga de ver morir, de ver desaparecer, de ver extinguirse en la gravedad del tiempo y sus miserias y olvidos.

Entre el amor y la memoria 

Orlando Gil ha construido una poesía entre el amor y la memoria, y por eso su obra poética requiere atención, porque está cimentada en ese devenir fragoso en que la historia personal se contempla y se asume desde el amor y desde los recuerdos del amor. Orlando, hombre que nació y creció en la provincia, tuvo siempre una especial vocación por la poesía. Se sumergió en sus cauces y, con toda seguridad, se recogió en sus sombras para guarecerse de los vientos voraces que transforman la heredad y los sueños. El poeta se hizo periodista político –su columna diaria en la prensa matutina dominicana es, desde hace años, una de las más leídas y una obligada consulta cotidiana sobre los entresijos de la política nacional– y, desde ese escenario, hizo un nombre y una estela. Pero, en el fondo, bulle el poeta, que encuentra espacio en su agenda de descodificación cotidiana de claves políticas (haber, sin duda, tan contrapuesto al del poema), para regresar a su vocación primera, y dejarse llevar por los vientos –a veces voraces, casi siempre irrefrenables– del poema y sus secuelas, del poema y sus andanzas. Y una andanza de memoria y de amor son los poemas de Orlando Gil. Anotemos su bibliografía poética. En 1977, hace casi 30 años, publica su primer libro, Epidermis del camino. El tránsito se inicia “hacia el corazón de la poesía”. El poeta naciente esboza en su primer poemario las coordenadas de su biografía humana, solamente para dar cuenta de por qué asume la vocación: 

Yo que extravié los pasos tras la prosa encendida Alumbrando las tardes con la sentencia buena…

El “feliz caminante que recupera el camino/ con el humo y los fuegos de las batallas pendientes” se sabe poeta y se acoge a sus designios, en medio de las variables turbadoras del viento fuerte de una época políticamente difícil y combativa. Influido por ese trajín político, los versos están sellados por este quehacer, por sus nombres y sus héroes que la militancia consagró (lo cual, de paso, transmite “hechos” de la biografía humana del poeta, que son importantes para delinear el perfil de su obra. Siempre hemos creído que la poesía ayuda a construir la biografía humana del poeta). Pero, en ese terreno anfractuoso, surge el memorial de sueños que el poeta desea transmitir y, en ese campo anegado, la noche es un símbolo a ser apreciado por el lector:

Ahora estoy como la noche, lleno de sombras, cargando sueños ajenos, desaprensivo y ciego, como un murciélago de dolor.

El viento –el signo poético de toda la obra de Orlando Gil– traduce en este poemario la validez de la memoria como trama y señal del tiempo vivido.

Si juzgamos la nostalgia, tu sentencia será un hacha que herirá el viento en los muros.

Y la nostalgia habla del pueblo-chico que le vio nacer, de sus días, de sus tiempos. Y el camino volcado en esa epidermis biográfica transmite un sentir de vitalidad quemante que ha roto lanzas con el tiempo:

…hasta que un día tomé la vida por los cabellos y me fui contra ella por los caminos y las paredes a liberar el dolor de los corales.

Hijos, amigos, pueblo-chico, amores, y en cada verso el latido de una biografía que va al poema para hacerse viento de nostalgia y de verdad. Resalta en el conjunto el poema dedicado a Orlando Martínez (“Con Orlando en el recuerdo”) cuyo valor fundamental es precisamente ése: el de la biografía que construye sobre los andamios vitales del verso:

Todavía la ingenuidad me lavaba los pies . . . 

Nadie sueña, nadie piensa. Todo el espanto cabe en el último desamparo. . . . 

Vi al Partido hacerse con tu vida, muerta. 

Vi al pueblo perderse en tu recuerdo, vivo.

Segundo libro 

En 1986, hace veinte años, Orlando Gil publica su segundo libro, Desnudo como el agua. Han pasado nueve años del primer libro y el poeta, sin modificar su rumbo originario, se interna en las lumbres del amor desde las visiones de la ternura y desde los vientos tejidos de recuerdos y de sombras tutelares. El amor recobra impulso y la memoria sigue siendo asida por el poeta desde sus más entrañables momentos:

Entonces seremos recuerdos, nostalgias, seremos hojas desprendidas de la corteza del tiempo, páginas de ceniza, cuadernos de huracán, relámpagos dormidos. . . . 

Cada quien en su ventana, con otros sueños, con nuevos amores, con el olvido final que todo lo apresura.

Pasan ahora 10 años de su segundo poemario y Orlando Gil regresa con su tercer libro, Geografía de ternura, que aparece en 1996. ¿Qué ha sucedido entre el poeta del primer y el tercer libro? Simplemente, una vitalísima coherencia en los temas que aguijonearon su salida al parnaso, 30 años antes. El amor y la memoria son sus armas devocionales en la construcción del poema:

…y me encontré con la palabra amor creciéndome en los brazos.

El amor es el lenguaje que el poema atesora, el tema que hace el convite de la memoria. Y por eso, hay amores designados, añoranzas, elegías por nombres que siempre evocan personajes de su memoria, y un viento incesante ungido de tiempo y de caminos y de amores crecidos “entre el caos y el desconcierto”:

Soy ese hombre simple que todavía se conmueve ante los flamboyanes.

Y en el batir del amor incesante, la mujer es una cosecha y una brújula, un color y un horizonte, bosque y entraña, agua y ternura. Geografía de días y noches desbordadas de fuego y pasión, pero de fuegos y pasiones surcadas por los vientos de la dicha y el deseo, sin los aspavientos del poema erótico, que no es el curso de este tránsito poético confesional de Orlando Gil. El comentarista político que es también poeta; el poeta que encuentra en la poesía un refugio frente a la cotidiana urdimbre de la política criolla, publica ahora, 10 años después de su último poemario (es curiosa esta diferencia decenaria entre un libro y otro de este escritor), una antología personal que recoge poemas seleccionados de sus tres libros, más otros poemas no incluidos en libro alguno, que son con los que se abre esta nueva obra suya. El poeta reconstruye la teoría del eterno retorno de Mircea Eliade, pero desde otra realidad personal y filosófica: el poema como un viento de fronda que regresa y al que se regresa solícito, ensimismado, entregado a sus raíces:

  • Como duele volver a ti, poesía, cuando la vida salta por la ventana… . . . 
  • Surgiste desnuda y descalza agarrada de manos como ninfas en rondas de amor. 
  • La naturaleza no era un sueño. 
  • Entonces eran hojas y viento, la expectación del bosque, la limpia noción del muchacho rayando sus cuadernos en las amplias páginas de la ternura.

Entre vientos reclinados a la memoria vicaria, vientos suaves, los bordes del viento, vientos peregrinos, las cicatrices del viento, luces del viento, memoriales de vientos, vientos de muros, vientos amargos, “palabras crecidas por el viento”, vientos de la noche, “vientre amarillo de la noche”, tejidos de viento, “como útero al viento”, “como un corazón de palma/crecida al viento”, “una bandera besada al viento”, “la loca ansiedad del viento”, “limpia voz del viento”, confesiones al viento, así transcurre la poesía treintañera de Orlando Gil. ¿El viento como sinónimo de tiempo, como heredad del tiempo, como tiempo-signo? ¿El viento como testigo biográfico, como clave para desentrañar las transformaciones del tiempo? ¿El viento como señal de evocación, como incendio, como transfusión de líneas perdidas en la “otredad” del tiempo y sus rumores y sus “ternuras blandas”? Leamos a Orlando Gil. Y no seamos sordos a la voz del poema que nos transmite como biografía humana y como biografía sentimental. Goethe lo afirmó hace tiempo: “El hombre sordo a la voz de la poesía es un bárbaro, sea quien sea”.

Raíces del viento, Antología Personal 1977-2006, Orlando Gil. Editora Lozano, mayo de 2006. 173 pp.


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