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Rene Rodríguez Soriano: historia de un cronopio fantasma

by Basilio Belliard
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En este artículo se entabla una reflexión lúdica sobre la trayectoria, la obra literaria y editorial de René Rodríguez Soriano, desde su arribo a las letras, pasando por la publicidad, y atravesando su etapa de gestación del grupo «Y… punto», hasta su incursión en múltiples géneros literarios. De igual modo, sus influencias, perfiles narrativos y poéticos, y su vocación de ruptura técnica y de vanguardia. 105 la hora en que se quiera mirar la literatura dominicana de la diáspora para ser reconocida y homenajeada, la trayectoria, la figura literaria y la obra escrita de René Rodríguez Soriano ha de ser monumento y fundamento para aquilatar y valorarla. Su consagración, constancia y fe en el oficio de la palabra y el cultivo de la narrativa y la poesía atestiguan su talante vocacional. Viaja y regresa, navega y vuela, como un fantasma que persigue la luz y las alturas para escribir a lápiz el libro que vendrá o que viene volando, desde la sierra al valle. O desde la urbe al bosque. En el uso de las palabras escritas se esconde su religión natural y su filosofía de vida letrada. René Rodríguez Soriano (1950) sabe a qué ha venido.

Vino de las verdes alturas de la isla a fundar una Media Isla virtual, como atalaya para mirar el presente de las letras nacionales desde el ciberespacio. Esta bitácora editorial funciona para medir la temperatura letrada de la atmósfera dominicana y caribeña. Desde Constanza conquistó la ciudad capital, a golpe de cuentos y poemas, y desde el trajín publicitario demostró que se puede sobrevivir, sin claudicar, a los imperativos materiales de la vida cotidiana, con sus alucinantes vaivenes. Cargado de juegos, supo –como pocos– sacarles partido a los juguetes infantiles y los trocó en materia de ficción. Lo asimiló de Julio Cortázar, con quien aprendió a jugar con cronopios a la fama del destino. Aprendió a jugar a escribir a dos y a tres voces, con Plinio Chahín y Ramón Tejada Holguín y Rafael García Romero, hasta conformar una tribu cómplice y sensible en la invención de tramas narrativas. Es el gran sobreviviente del grupo literario «Y… punto», después de formar la trilogía de las tres R con Ramón y Rafael. René supo, como un gaviero, a la manera de Álvaro Mutis, cuando le llegó el turno de volar –o de zarpar– a tierras americanas, a conquistar la Florida y luego el suroeste norteamericano, como un Billy the Kid, o sublevarse como un Jerónimo. Vino al mundo de las letras con armas a tomar, pues se sabía escritor, o, más bien, narrador de cotidianidades.

Con inusual carga de ironía y pasión melancólica, René (antes Rodríguesoriano) ha tejido una obra narrativa y poética engarzada por los hilos invisibles del juego y la parodia. Sus títulos son una tomadura de pelo a la tradición y una mueca a la seriedad del oficio literario. En efecto, sus textos obedecen a un diseño narrativo que pone las letras en juego: en vilo y en jaque. Este autor ha fundado una mitología con su personalidad creativa y una autoparodia con su estilo literario, en la narrativa y la poesía dominicanas de las últimas tres décadas, haciendo del juego un recurso supremo de la ficción narrativa. René es uno y es múltiple. O lo uno y lo otro. Empezó a jugar a tener la influencia de Julio Cortázar, pero ya a nadie le cabe la duda de que su temperamento lúdico lo ha conducido a formar una red de cuentos, mini cuentos, minificciones, hipertextos, microtextos, novelas cortas, novelas, poemas cortos de humor largo, que lo sitúan en la arista de los autores inclasificables de nuestro parnaso literario. Acaso René es uno de los precursores de la posmodernidad literaria, pues desde los años 80 viene experimentando con recursos intertextuales y paratextuales, y además medios visuales y gráficos, quizás imbuidos de su discurso publicitario y su imaginario mercadológico, creando aparatos textuales híbridos. Como un dadaísta que deshoja todo y lo trastoca todo, o un post surrealista en estado puro, René ha experimentado con artículos de consumo masivo, como un artista del pop art, haciendo collages que emplea como recursos extraliterarios, en la búsqueda de sentidos visuales a la página escrita. René pertenece por derecho propio a la tribu de René del Risco, Efraim Castillo, Enriquillo A En una palabra: una prosa narrativa con voluntad de estilo muy personal 106 Sánchez, Pedro Pablo Fernández, Dionisio de Jesús, Juan Freddy Armando, Freddy Ortiz, Raúl Bartolomé o Adrián Javier, esos publicistas de las letras que han cabalgado a caballo entre el mundo de las agencias publicitarias y la biblioteca personal, con una antorcha vanguardista y con miradas incendiarias. Estas pinceladas –que pretenden ser celebratorias– buscan hacer un llamado a la crítica dominicana, en el sentido de prestarle atención con mirada de entomólogo al discurso, al habla y a la obra provocadora, irónica, paródica y cínica de René Rodríguez Soriano, quien ha escrito siempre muerto de la risa, aunque con cara de madera y rostro infantil. Pero la ironía que maneja, y perfilan sus páginas, destila el vinagre de la crítica irreverente a una tradición narrativa costumbrista, folclórica y rural, y luego urbana, que bosteza ya un aliento abúlico. René siempre se renueva. Su travesía literaria se transforma y revitaliza al son de nuevas generaciones, a tono con la respiración de la ciudad, y en diálogo productivo entre ultramar y el corazón de la media isla.

Su impronta narrativa tiene una factura que oscila entre la nostalgia y la ironía, la melancolía bucólica y la sordidez citadina, el humor negro y el desarraigo existencial. Sus páginas son un desfile de máscaras que rinden homenaje a la radio, la TV, el cómic, el rock, el jazz, la pop music, la balada y el bolero. Así pues, nos da tonos epocales que revelan sus gustos y aficiones, preferencias y cavilaciones de su mundo onírico, con sus fantasías lúdicas y sus vigilias melancólicas. Melómano y cinéfilo, con estatura de jugador de baloncesto (que lo fue), René ha sabido ensartar el lápiz para dibujarnos, con pulso de músico, el mapa de los avatares cotidianos, en una travesía desde la provincia hasta la ciudad, y desde la tierra nativa hasta el país del norte. Este cuentista, novelista, ensayista, articulista y poeta es un prosista desobediente que navega en los límites de los estilos y los géneros literarios con una libertad proverbial, con la que les hace una jugarreta a los críticos. Músico de las palabras, que sabe jugar con los sonidos de las frases, en la búsqueda de armonía, melodía y ritmo, en su tenaz pasión por los acordes, René huye del pensamiento como el diablo a la cruz. Prefiere jugar. O jugar a pensar.

No quiere tampoco jugar a la verdad, sino jugar a las palabras, en una rayuela en blanco y negro. Nada sin mojarse la piel, y prefiere jugar a escribir en un ejercicio coqueto de lectura. Escribe con una flauta en la boca y un pincel en los ojos. Su puntuación la aprendió, acaso, de los dibujos pintados de Joan Miró y los bosques naifs del aduanero Henri Rousseau, tirando por la borda las leyes de la perspectiva lineal para fundar así una prosa neutra. La razón dialéctica de René radica en el apotegma que descabeza al de su tocayo Descartes, y que sería algo así como: «Sueño, luego escribo», en vez de «Pienso, luego existo». De ese modo, se sumerge en la ensoñación primitiva para jugar a escribir, en una prosa degenerada, es decir, sin género, pues huye de las formas, aunque no de las palabras, a las que ama y por las que se desvela como un navegante insomne. Sus textos narrativos son una prolongación de su poesía; su prosa de imaginación posee la elaboración de una sustancia que le insufla aliento lírico a sus imágenes connotativas. René escribe con mirada y corazón de niño, en una escritura del instante, y con los materiales que evoca con su ficción nostálgica: en cuadernos, libros, anuncios, noticias, notas, libreta de apuntes, lápices, fotos, cartas, canciones, apuntes de diarios… Sus cuentos provienen de su paleta de colores. Sus composiciones narrativas son, pues, conciertos de instrumentos de viento, percusión y cuerda que suenan y resuenan en los intersticios de las palabras, en medio de los silencios y los timbres de su En efecto, sus textos obedecen a un diseño narrativo que pone las letras en juego 107 voz literaria, irreverente e inclasificable. La musicalidad de sus textos brota de su estilo preciosista.

De ahí que en todos sus libros la música ocupa el centro de gravedad de su imaginario ficcional. Ludismo, erotismo y hermetismo, en los textos narrativos de René sobrevuela la memoria, con sus efluvios, fluctuaciones y reverberaciones, que van del recuerdo a la fiesta, en una contemplación alucinante de su acto verbal. El autor de Canciones rosa para una niña gris metal ha sabido alimentarse siempre de la música de las palabras de la infancia. Muchos de sus personajes asumen la voz del pueblo, que es, en cierto sentido, la voz de René, mediante diálogos postizos y ficticios. Sus poemas son apuntes, esbozos, borradores eternos y tachaduras que provienen de su percepción del paisaje literario, en el que las palabras maduran, en un movimiento de la ensoñación. Greguerías, escritura automática, aforismos y bocetos de presencias fantásticas y reminiscencias oníricas, la obra de René Rodríguez Soriano merodea a «tientos y trotes» (como titula un volumen de ensayos), como un pez en el agua, entre la poesía y la ficción, el juego y el sueño. Sus malabarismos poéticos, sus fraseos, sus giros fonéticos y aliteraciones sintácticas se insertan en una poética narrativa, de tono autobiográfico, en ocasiones, y, en otras, de matices dialógicos, donde desfilan personajes reales, ficticios y familiares. De su registro sensible y de su mundo creativo de personajes nos quedan en nuestras memorias Laura, Julia, Rita, Claudia, Bianca, y un rosario de voces femeninas que pueblan su nostalgia amorosa y su altar sentimental. René nos invita a escuchar los ecos y la música de sus tambores celestes, a veces en clave mallarmeana o en tonos cortazarianos. René explota el habla dominicana (como lo solía hacer su par Enriquillo Sánchez), y capta así su doble sentido y su humor, y funda una intrépida jerga de vocablos inventados, invertidos y trastocados. De ese modo, crea una gramática lúdica de la pasión y una sintaxis del sueño. Inventa un lenguaje sin lengua, es decir, una expresión verbal que transgrede la forma instrumental de escritura –vale decir: un lenguaje deslenguado–. En una palabra: una prosa narrativa con voluntad de estilo muy personal, y en un ritmo vertiginoso.

El sueño de René reside en escribir una prosa sin silencio, o donde el silencio ha de ser llenado por la música. Su utopía narrativa consiste en ocupar el vacío de la página con la plenitud del sonido de sus palabras. René se fue con su música a otro lado y quedó no solo su música verbal, sino, además, su musa memoriosa. Este narrador poeta urde sus tramas y sus anécdotas en un viaje fantástico a través de la niñez para matar la soledad. Si hay un autor que escribe para conjurar la soledad, ese es René, pues las letras de su escritura expresan justamente la consagración de una puesta en crisis del tiempo 108 de lo escrito. Su empresa verbal opera aquí como mecanismo de redención de su ser temporal para abolir la angustia y negar la nada, que es la razón vital de todo estado de angustia existencial. Este autor de El diablo sabe por diablo goza escribir y se goza la palabra. Arma y desarma los juguetes con los que inventa y crea sus artefactos verbales. Así pues, se divierte como nadie, o como solo él sabe hacerlo: haciéndole un guiño a la forma de narrar y sacándole la lengua a la expresión poética.

Sus monólogos interiores y prosa poética funcionan como compases de las anécdotas cotidianas. Su arte poético reside en un acto de construcción y reconstrucción de recuerdos temporales, con que le da sentido a su mundo narrativo. La vigilia que alimenta sus elucubraciones se bifurca en impulsos de aire que se disipan en los vericuetos de la mitología de lo real. A la manera de los poetas románticos, René Rodríguez Soriano ama la noche más que el día, siente nostalgia del pasado, de la experiencia y del paraíso. «Si el día es bello, la noche es sublime», diría con Kant. O contemporizar con Hölderlin cuando sentenció: «El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando piensa». Por eso la huida de René al pensamiento y su refugio en el mundo del sueño. De ahí, además, el pavor a la verdad adulta y su reposo en las ensoñaciones de la inocencia. Rastro de obras Nacido en 1950, ganador del Premio Nacional de Cuento José Ramón López en 1997 y del Talent Seekers International Award en 2010, del Premio Universidad Central del Este en novela en 2007 y en poesía en 2008, Rene Rodríguez Soriano se radicó en Houston, Texas, en 1998, donde realiza una labor de editor de la empresa Media Isla, que edita libros y una revista on line. Es autor de los libros Textos destetados a destiempo con sabor de tiempo y de canción (1979), Canciones rosas para una niña gris metal (1983), Muestra gratis (1986), Raíces con dos comienzos y un final (1997), Todos los juegos el juego (1986), No les guardo rencor, papá (1989), Su nombre, Julia (1991), La radio y otros boleros (1997), Queda la música (2003), Solo de vez en cuando (2005), Apuntes a lápiz (2007), El mal del tiempo (2007), Rumor de pez (2008), Tientos y trotes (2011), Solo de flauta (2013).

Colofón fantasma Oigamos a René, oigamos un solo de flauta suyo y vámonos con su música a oír la melodía de su prosa, que le huye al tedio: «Escribo o nado en los terrenos de la transgresión, más allá de normas y prejuicios, hasta los límites del cuerpo tal vez. Tal vez quiera decir o transmitirlo todo o nada o tocar ciertas fibras o ciertas melodías». O en estos poemas en verso: Apunte a lápiz trazos sueltos, / tirando a casi palidez desnuda / y limpia. Poesía menor / que ni siquiera aspira / a nadar en la otra orilla / –si es que el mar, el tiempo / y la distancia, tienen / otro envés–. / Tenue apunte / que quizás, a más tardar mañana, / borren las aguas del olvido / o se pierda en la arena, / quebradizo papel / que lava los recuerdos / al borde de los pasos / y la espuma.


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