El último destino de nuestra travesía por el Sudeste Asiático continental prometía mucho. El pueblo jemer presenta una peculiar mezcla de hinduismo y budismo, una dualidad que se manifiesta en todas las facetas de la historia y la actualidad de Camboya. En esa mágica tierra, todo lo negro tiene un matiz blanco, todo yin tiene su yang. El calor, el humo y las sonrisas de la gente auguraban un recorrido memorable, pues ningún país ha perdido una porción tan grande de sus ciudadanos en una hecatombe política producida por sus propios líderes. Para documentarme al respecto, compré la biografía de Pol Pot, escrita por Phillip Short. Así me acerqué a la mente que lideró un experimento tan macabro. Y el que no lo pregunta o no visita Nom Pen, quizá ni se entere.
Las imperfecciones del pensamiento humano y sus múltiples sesgos se reflejan inexorablemente en nuestra lectura de la historia. Una de las operaciones automáticas de nuestra mente es lo que los célebres psicólogos Tsversky y Kaheman llaman la «heurística de la disponibilidad». El término se refiere a la probada tendencia de nuestra mente a reducir la definición de algo o alguien a ejemplos muy específicos y usualmente recientes en nuestra memoria. En virtud de lo anterior y sin ánimo de comparar luces y sombras, vale destacar que, así como se piensa en Mandela cuando se dice Sudáfrica, en Nasser cuando se habla de Egipto, o en Trujillo cuando hablamos de la República Dominicana, de la misma forma se piensa en el enigmático y controversial Pol Pot y los Jemeres Rojos cuando se habla de Camboya. No es posible entender la magnitud de uno de los experimentos sociales más retorcidos de la historia humana reciente sin analizar someramente la historia de los jemeres. Lo que sucedió en Camboya desde mediados de los sesenta ocurrió bajo la mirada cómplice de la amistad de Nixon y Mao, ambos preocupados más por contrarrestar el comunismo soviético que por la dignidad humana y un occidente ensimismado con pasiones estériles de igualdad y revolución.
A diferencia de anteriores destinos, donde llegamos por avión o por embarcación, a Nom Pen arribamos por tierra desde Saigón en menos de cinco horas. Nuestra motivación en hacer una parada en la capital de Camboya, debo confesar, estuvo muy influida por el morbo de las atrocidades recogidas en varios museos y centros de exterminio del otrora régimen comunista. Al llegar al control fronterizo en Camboya se aprecia de inmediato que el ritmo de la vida se ralentiza comparado con Saigón, disminuye significativamente la cantidad de personas circulando y se respira un aire de paz algo críptico. Al igual que en la República Dominicana, los ciudadanos de la mayoría de los países que están en una lista justo al lado de la oficina de migración (la cual para mi sorpresa incluía «198 países») solo necesitan adquirir una visa de turista estampada en el pasaporte a la llegada. Luego de pasar por migración, el autobús nos llevó a un duty free repleto de bebidas alcohólicas de todo el mundo. Encontramos una amplia selección de cigarros de Sri Lanka y de rones caribeños, pero ningún producto de nuestra natal Quisqueya. Luego de 20 días en Asia, imposible no extrañar nuestro ron, así que cedí a la tentación y me hice con una botella de un tal King Robert producido en Guayana. Al llegar a Nom Pen, el polvo me arropó; en el horizonte se vislumbraban múltiples edificios en construcción y letreros con la foto de Hun Sen (primer ministro desde 1985) se encontraban por doquier. Al igual que en Laos, nos recibió un taxista de espíritu ligero y afable, siempre sonriente. Uber recién iniciaba sus operaciones en Camboya y, desde luego, los choferes no comprendían muy bien el funcionamiento de la plataforma. La primera noche nos quedamos en un pequeño hotel con servicios básicos en el que apenas dormiríamos dos noches, lo suficiente para ver las «atracciones turísticas» de Nom Pen. El tráfico es muy similar en su desorden al dominicano y la gente muy amena. Más parecido, solo en el ritmo de vida, a Luang Prabang que a las frenéticas Bangkok y Saigón.
Desde que llegamos noté un parque vehicular muy parecido al dominicano: la mayoría de los vehículos eran marca Toyota, versión americana. Cuando pregunté a un elocuente taxista, en un inglés de difícil comprensión, me recordó que los camboyanos en su mayoría importaban vehículos usados desde los Estados Unidos, ya que eran más económicos que los japoneses, algo que me sorprendió por la distancia que hay entre ambos países. Al segundo día contratamos un taxista (que, desde luego, tenía un Toyota) para que nos llevase al que sería el destino turístico más lúgubre que he visitado, el campo de exterminio de Choueng Ek, en las afueras de Nom Pen. Para entender el cómo y quizá el porqué de la sangrienta historia de Camboya, es necesario mirar atrás someramente y así contextualizar los hechos e imágenes que más adelante mostraré.
La historia del Imperio jemer y su breve período de grandeza la simboliza como ningún otro monumento el extraordinario conjunto de templos del complejo de Angkor, nodo central del orgullo nacional y grandeza del Imperio jemer. Su presencia en la península del sudeste asiático comenzó hace más de 4,000 años. Según documentos de emisarios chinos que se conservan hasta el día de hoy, la primera gran organización territorial de lo que hoy es el sur de Tailandia, Vietnam y Camboya se conoció como Funan. De hecho, la mayor parte de la historia temprana que se aprecia en los museos de Camboya proviene de fuentes arqueológicas locales, inscripciones en piedra y crónicas de emisarios chinos. El fundador del Imperio jemer y figura más admirada de la historia tempana del país fue el rey Jayavarman II, quien conquistó el reino de Chenla e unificó el territorio bajo su mando en el año 802 de la era cristiana. Este fue el punto de partida del Imperio jemer que se extendió hasta mediados del siglo XV. Por su posición geográfica como punto marítimo por excelencia, en el centro que dividía el océano Índico del Pacífico, el vasto Imperio jemer tuvo una inmensa riqueza natural y comercial. La era de mayor grandeza económica y cultural del imperio se manifestó en el complejo religioso de mayor tamaño de la historia, lugar que al mismo tiempo fue el corazón político del imperio: Angkor. Su construcción comenzó bajo el reinado de Suryavarman II, que era practicante del hinduismo, en el siglo XII y fue dedicado a Vishnu, una de las tres deidades principales del panteón hindú, el protector, reconocido por sus cuatro brazos. La belleza y la complejidad estructural de esta extraordinaria obra no solo se aprecia en el sofisticado diseño sino en su tamaño: el conjunto de templos abarca una extensión superficial total de 1,626 kilómetros cuadrados. Luego del cenit del imperio, en el siglo XV, los enfrentamientos con los reinos tailandeses de Sukkotai y Ayyutthaya marcaron la destrucción total de la hegemonía jemer. De hecho, el mismo Angkor Wat tardaría más de 400 años en retornar a manos jemeres bajo la forma de un protectorado francés en 1863. Al igual que Vietnam y Laos, Camboya fue parte de las colonias francesas de Indochina desde 1863 hasta su independencia en 1953. En efecto, la existencia misma de Camboya como Estado probablemente se deba al colonialismo francés: su territorio fue históricamente dominado por los intereses de Tailandia y Vietnam. Luego de su independencia, la lógica geopolítica de la guerra fría fue un factor determinante en el curso de su historia. El hecho de que el rey Sihanouk declarara al país terreno «neutral» permitió que el Viet Cong utilizara su territorio en la guerra entre el norte y el sur de Vietnam. Ese hecho ocasionó que Estados Unidos, con la intención de pulverizar las rutas de abastecimiento del ejército comunista vietnamita, iniciara una de las campañas de bombardeo más destructivas bajo el nombre de «Operación Menú».
Posteriormente, en 1970, con el apoyo implícito de los Estados Unidos, el rey Sihanouk fue destituido por un golpe de Estado de su jefe militar Lon Nol mientras se encontraba de visita en Pekín. Los vietnamitas, en su eterna ambición regional, intentaron exportar «su revolución» a Camboya y encontraron un aliado tradicional en los Jemeres Rojos, que declararon la guerra a Lon Nol. No obstante, luego del acercamiento de Nixon a Mao en 1972 y el subsiguiente rompimiento del comunismo chino y soviético, el interés de Pekín era debilitar a Vietnam. Esa oportunidad de liberarse del cuestionado intervencionismo vietnamita fue bien interpretada por un ascendente y enigmático líder conocido con 12 nombres distintos, aunque hoy en día hay uno que perdura: Pol Pot. La revolución de los Jemeres Rojos comienza con su entrada a Nom Pen el 17 de abril de 1975, el día en que supuestamente terminaron dos mil años de historia y los camboyanos comenzaron a construir un futuro más «glorioso» que el de Angkor. Acertado fue Pol Pot cuando afirmó «si mantienes el secreto, la mitad de la batalla ya está ganada», pues nadie en Nom Pen se vio venir lo que ocurriría bajo el régimen de los Jemeres Rojos. Con la inmediata expulsión de los habitantes de la ciudad comienza el experimento más radical de transformación de una sociedad, experimento que ha sido considerado como uno de los más tétricos y rápidos de la historia contemporánea. Se estima que aproximadamente la cuarta parte de la población del país fue diezmada en un periodo de cuatro años: asesinada, perseguida o en las horrendas y precarias condiciones en que vivían en los campos de trabajos forzados. La idea central de la radical agenda era que los camboyanos retornaran al campo y se transformaran en un pueblo «virtuoso»: se cerraron escuelas, hospitales y la banca; se anuló la moneda; se prohibieron las religiones; se confiscó la propiedad privada; y hasta se modificó el calendario para llevarlo al «año cero».
Si hubiésemos seguido estrictamente el camino que siguieron los prisioneros de los Jemeres Rojos, probablemente debimos iniciar nuestro recogido en la famosa S-21: una escuela pública convertida por el régimen en centro de tortura. Allí comenzaba el suplicio de los «enemigos» del régimen, y posteriormente eran ejecutados en los campos de exterminio. No obstante, la advertencia contenida en nuestra guía de viaje sobre la hora de visita al campo de exterminio resultó ser muy cierta: es crucial llegar lo más temprano posible, pues ese lugar es el más popular de todo Nom Pen. Por ello, antes de las nueve de la mañana llegamos a lo que parecía ser un gran parque público. Al entrar, lo primero que se nota es el inmaculado mantenimiento de los árboles y lo organizado que está el lugar. Causa un vacío en el estómago caminar en una tierra amarillenta y seca cuando sabes que allí fue derramada la sangre de cientos de miles de personas. Sorprendentemente, encontramos una guía en español que nos llevaba por todo el proceso de exterminio: desde la llegada de los prisioneros en las noches, los brutales métodos utilizados para asesinarlos y las grandes fosas comunes. Todavía hoy es posible apreciar pequeños fragmentos de huesos humanos esparcidos en un suelo seco, que, según me comentó un nativo, siempre aparecen nuevos fragmentos de huesos humanos en la época de lluvias… algo que tiene sentido cuando se piensa que allí fueron exterminadas aproximadamente 9,000 personas.
Como museo conmemorativo se construyó una hermosa estupa (un monumento budista que refleja la armonía espiritual y la perfección del universo) con miles de cráneos y huesos de las víctimas. Al entrar en este pequeño espacio, no solo sentí escalofríos sino también pena por lo moldeable y brutalmente sistemático que puede llegar a ser el hombre en la destrucción de la identidad y de la vida. Cuando finalizó el recorrido recuerdo que salí del lugar sin deseos de conversar sobre lo que vi allí. Ni siquiera reflexionaba… solo un torrente de imágenes recreaba lo que mi guía describió vívidamente. Me tomé un agua de coco fría y sentí un alivio inmediato, no por el extenuante calor que me agobiaba, sino porque la vendedora me dio el cambio con una amplia sonrisa. Justo ahí entendí que este pueblo no había perdido su humanidad y que lo ocurrido había simplemente quedado atrás. Luego nos dirigimos al espacio conmemorativo Toul Sleng, que en la época del régimen era la prisión S-21, un centro de tortura secreto donde eran enviados los «enemigos de la revolución». A su llegada, cada prisionero contaba la historia de su vida y, por supuesto, de sus «crímenes», que se recopilaban en un meticuloso archivo fotográfico y documental que fue descubierto por las tropas vietnamitas al capturar Nom Pen en 1979. Es escalofriante ver que un lugar con vocación de formar jóvenes puede ser al mismo tiempo el principio del fin de miles de vidas humanas.
Muchas aulas no tenían más que la base de una cama para torturar al prisionero con choques eléctricos y un escritorio para registrar sus «confesiones». No vale la pena mostrar en esta crónica el archivo fotográfico que se muestra a los visitantes, pues las imágenes son brutales. Solo bastó con observar los espacios mientras otra guía narraba lo que había ocurrido allí. Nuevamente mi menté recreó lo escuchado y por momentos creí oír los gritos de los torturados, y hasta oler carne humana quemada. Fue una experiencia devastadora para quien escribe. Luego de poco más de dos horas decidimos que necesitábamos descansar, pues un sol implacable y aquellas imágenes impresas en nuestra mente eran un binomio de difícil digestión. Al caer la noche exploramos el mercado central de Nom Pen y nuevamente me sentí aliviado pues vi decenas de niños jugando y sonriendo, jóvenes compartiendo y familias conversando. Después de todo, el pueblo camboyano pasó verdaderamente la página.
Al igual que en los demás destinos visitados, nos aventuramos a cenar en un mercado y la experiencia fue espectacular. Aunque fue solo la antesala de nuestro próximo destino: la isla de Koh Rong, la segunda del país, con una extensión de apenas 78 kilómetros cuadrados. Las aguas del sur de Camboya son hermosas, y el clima es tropical y húmedo como el de mi natal Quisqueya. Luego de una extensa búsqueda (una semana antes con el frío profundo del norte de Vietnam), encontramos unos interesantes bungalows en la isla. Koh Rong, como todo en Camboya, tiene una doble condición: por un lado, es un destino de hostales, mochileros, torrentes de alcohol y música, y por el otro es remota, tranquila y poco poblada. Naturalmente, elegimos la segunda, pues el plan era desconectarnos completamente, sin pantallas, solo con libros, juegos de mesa y playa. El hotel se encuentra a unas dos horas y media en lancha desde la costa partiendo de Sihanoukville, ciudad que debe su nombre a Norodom Sihanouk. Apenas llegamos nos percatamos de que de nuestro grupo éramos los únicos latinoamericanos (ese fue el caso en la mayoría de los lugares que visitamos en el sudeste asiático).
Al abordar el barco lo hice con muchas expectativas, pero nunca esperando encontrar playas que me gustaran más que las dominicanas, pues creo, modestia aparte, que nuestras costas son sencillamente extraordinarias. Los bungalows son administrados por una pareja de holandeses muy agradables, que al llegar nos recibieron y explicaron que solo existía un restaurante en ese lado de la isla (el del hotel) y que el barco salía solo una vez al día hacia la costa. El estar desconectados de la civilización fue muy útil: sin un celular o un WhatsApp que atender, uno siente que el tiempo pasa más lento… y supongo que esa era la idea. De igual forma, estar recluido cuatro días en una hermosa isla fue una tremenda oportunidad para devorar la biografía de Pol Pot y reflexionar sobre mis aspiraciones para un 2018 que recién comenzaba. Debo confesar con tristeza que, pese a la belleza de los paisajes, nos topábamos continuamente con bolsas de plástico y botellas. Ver desechos flotando en un lugar tan hermoso es como una mancha de vino en una camisa blanca o un chorro de pintura roja en una pintura sobre lienzo.
Aunque la basura no era abundante, encontrarla en un lugar tan remoto fue sencillamente decepcionante. Cuando pregunté por qué ocurría, sin vacilar los empleados del hotel me comentaron que los culpables no eran los visitantes de la isla y que se debía a que los desechos eran traídos a la isla por las corrientes marinas. Luego de la ciudad y la playa, nos esperaba el plato fuerte: una estadía de cuatro días en Siem Reap, la provincia que alberga el mítico Angkor. Desde la ciudad costera de Sihanoukville a Siem Reap hay una distancia de aproximadamente 520 kilómetros, que recorrimos en un bus nocturno con cama… una experiencia que no es ideal para los viajeros más exigentes o, al menos, los que no se acostumbran a conciliar el sueño en un vehículo en constante movimiento. Confieso que me fue difícil dormir, pero me entretuve con la conversión del duque Paul de Atreides en el temido Muad’Dib de la inolvidable Dune de Frank Herbert.
Hoy (y probablemente ayer) Angkor es todo en Camboya: está en la bandera del país, en el nombre de la cerveza nacional más vendida, en la moneda (el riel), incluso en el nombre de la totalitaria organización que formaron los Jemeres Rojos. Sin embargo, al llegar a la ciudad que alberga el complejo de templos, alrededor del cual se construyó la identidad moderna jemer, es donde se aprecia mejor lo que ofrece Camboya. Siem Reap sin duda alguna eclipsa a Nom Pen, no solo en su incomparable riqueza cultural, sino también en la muy evidente concentración de actividad comercial. Me llevé la impresión que toda Camboya funciona para sostenerla, aunque las decisiones políticas se tomen en la capital. O quizá es lo contrario: sostiene a Camboya, pues en sus hombros descansa el imán de turistas y centro neurálgico de la identidad jemer. En Siem Reap nos encontramos con una vida nocturna y una oferta gastronómica mucho más nutrida que la que encontramos en la capital del país. El turista es el corazón de esta ciudad, los templos, su alma. Antes de la esperada visita al Angkor Wat, y actuando en virtud del principio «ya estamos aquí, hay que aprovechar», tras una extensiva búsqueda en Tripadvisor decidimos contratar un guía turístico con vehículo para visitar el famoso templo de Preah Vihear, ubicado en la frontera con Tailandia y conocido por el ácido conflicto que generó entre los dos pueblos. Dyna, nuestro chofer-guía-fotógrafo, fue sin duda alguna el personaje más memorable de todo nuestro recorrido por el sudeste asiático. Con él y su (¡claro!) Toyota Camry nos aventuramos en un viaje de unos 400 kilómetros que nunca olvidaré, pues por fin tuve la oportunidad de conversar de manera distendida con un jemer que hablaba un excelente inglés. En el trayecto le pregunté cómo lo afectó lo ocurrido con los Jemeres Rojos y esencialmente me dijo que perdió muchos familiares y amigos, pero nunca vivió en un campo de trabajos forzados, ya que vivía en una región remota donde el régimen tenía poca presencia.
Sin embargo, percibí un obvio interés en conversar sobre la cultura jemer, las costumbres, la gastronomía, las bellezas naturales del país y la vida contemporánea en Camboya… nada que ver con Pol Pot. Al llegar a Preah Vihear, quizá porque está en una elevada montaña, uno se siente más cerca del cielo. El viento sopla fuerte, como si llevara un mensaje del más allá para los visitantes. Lo cierto es que mi esposa y yo éramos los únicos visitantes extranjeros en el templo, el resto eran camboyanos. Según me comentaba Dyna, se debe a lo remoto de su ubicación. Pero el viaje valió mucho la pena: el lugar es hermoso y por primera y única vez en nuestra travesía estuvimos libres de hordas de turistas. En nuestro retorno me sorprendió mucho la naturalidad con la que Dyna señaló que muchos camboyanos al día de hoy respetan a Pol Pot y lo exculpan de las peores atrocidades cometidas por su régimen. Después de todo, Pot llegó a la vejez y murió en paz rodeado de su familia, según él, «con la conciencia tranquila».
Al día siguiente, a las cinco y media de la mañana, Dyna nos esperó frente al hotel para llevarnos a la joya de la corona, el lugar más esperado de nuestro viaje. Fuimos tan temprano porque (al igual que cientos de turistas) deseábamos ver el amanecer frente al templo. Cuando salió el sol sobre el templo es difícil plasmar en palabras lo que sentí. Si bien tuve una experiencia sensorial similar en Machu Picchu, el Angkor Wat es sencillamente distinto. El factor más impresionante del primero es el lugar en el fue construido, en el segundo es lo que se construyó. El grado de sofisticación, la ambición y la grandeza de lo allí logrado son sencillamente de otra dimensión. Quizá porque el primero fue construido en un momento de crisis mientras que el segundo se erigió en el cenit de un imperio. Sin importar las razones, quedé sencillamente estupefacto. De nuevo la dualidad, la dicotomía, las dos caras de una misma realidad que fueron tan contrastantes en toda Camboya: la profunda pena que sentí por la raza humana cuando visité los campos de exterminio fue neutralizada por una indeleble admiración por las grandes proezas de las que como humanos somos capaces. Por su extensión, es imposible ver en un día el conjunto de templos en su totalidad. Por ello nos concentramos en los tres más importantes: Ta Prohm, Bayon y el Angkor Wat. De los tres, el último es el más extenso y al que más tiempo se debe dedicar. Una de las consecuencias inesperadas de nuestra travesía es que nos permitió valorar las múltiples dimensiones del ser humano. Lo mejor-lo peor, la paz-la violencia, pueden ser simplemente las dos caras de una misma moneda, cuya belleza solo se puede apreciar si se ve como un todo.
Es por desconocimiento que muchas personas construyen juicios de valor mirando solamente una cara, y eso no solo es mediocre, sino que también es peligroso. Es por eso que viajar es un ejercicio de crecimiento como ningún otro, especialmente para el pensamiento insular que predomina en la tierra que me vio nacer. Admirar las hazañas de culturas ancestrales nos permite apreciar que no hay proeza imposible si existe el esfuerzo y la voluntad. Además, comprendes que hay todo un mundo compuesto de miles de páginas en las que tu tierra es apenas un párrafo. Si vives la vida conociendo solamente un párrafo quizá seas muy feliz, pero definitivamente te perdiste lo mejor que ofrece la vida en este hermoso planeta: el crisol de razas y culturas que solo se puede ver con los lentes de la diversidad. Al final de un extenso viaje volvimos una última noche a Bangkok y a la mañana siguiente abordamos un vuelo de retorno a nuestro lado del planeta. Partimos con dos mochilas llenas de ropa sucia, un espíritu renovado y un horizonte cultural radicalmente transformado.
4 comentarios
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