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Bob Dylan y el Premio Nobel: el juglar y la academia

by Kurt William Hackbarth
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El cantautor estadounidense Bob Dylan ganó el Premio Nobel de Literatura 2016, desencadenando un enconado debate acerca de los méritos de la decisión y los motivos que están detrás de ella. A su vez, el galardonado afirmó que nunca se ha preguntado si sus canciones constituían o no literatura. La que sigue es una reflexión acerca de la relación entre las letras y sus raíces en la oralidad. 

El día que el Comité Nobel anunció la decisión de otorgar el Premio Nobel de Literatura 2016 a Bob Dylan, publiqué el siguiente comentario en mi muro de Facebook: «Ay sí, ay sí, no me gusta que Bob Dylan haya ganado el Nobel de Literatura porque es un poeta que canta. Pero si leyera mal, encorvado sobre una hoja arrugada y haciendo ruidos extraños con el micrófono, entonces sí sería un candidato digno». El comentario –carente, por supuesto, de cualquier afán provocador– desencadenó una serie de réplicas, como pocas que he recibido. «Se me hace como si le dieran un Grammy», escribió el primero en contestar. «El otro año se lo pueden dar a Arjona si así vamos». O a Johnny Cash, terció alguien más, o a Pink Floyd, Joan Báez o Jim Morrison post mortem. Otros sugirieron a Silvio Rodríguez o –menos verosímilmente– a Alberto Cortez. «¿Qué sigue?», preguntó la amiga que había postulado a Cash. «¿Dárselo a Quentin Tarantino por su guión de Django? Se pueden cantar las letras, también se pueden filmar, pero el diálogo lector libro incita las ideas, mientras que la música tiene demasiados estímulos en los que la letra deja de ser el foco principal». Estos reproches no andaban muy lejos de la censura que la decisión suscitó entre sectores escépticos de la opinión mundial.

«Una cultura que otorga un premio de literatura a Bob Dylan es una cultura que nomina a Donald Trump para presidente», escribió Tim Stanley en el rotativo británico The Daily Telegraph –y eso, antes de que el tal Trump ganara la presidencia–. Para La Repubblica de Italia, la decisión representaba «un premio a la nostalgia de una América mejor», una opinión compartida, aunque con más floritura, por el autor Irving Welsh, autor de Trainspotting: «Soy fan de Dylan, pero este es un premio enfermizamente cargado de nostalgia, forzado desde las próstatas rancias de balbuceantes hippies seniles». Anna North, del New York Times, fue un poco más circunspecta: «[Dylan] es grande por ser un gran músico, y cuando el Comité Nobel otorga el Premio de Literatura a un músico, pierde la oportunidad de honrar a un escritor». A manera de resumen, El Universal de Caracas lo calificó escuetamente como «el Nobel de la discordia». Para otros, el asunto tenía que ver menos con la nostalgia que con el sistema económico imperante. «Esta cultura, que nos da tan poco para ser poetas, es la misma que no entiende por qué es algo que protegemos con tanta vehemencia», dijo Alex Dimitrov, autor del poemario Together and by ourselves. Y añadió: «Ser poeta. Hacer arte serio que, mayormente, no tiene relación con el capitalismo. Lo entiendo: todos quieren ser rockstars, los rockstars quieren ser poetas. Pero lo siento, no todos lo son». Y claro, desde los que criticaban al Comité por su audacia al ampliar su definición de la literatura, había también los que veían en la decisión una tentativa de revestir su tradicionalismo esencial con un premio fuera de serie. «Al dar el premio a Dylan, el Nobel realiza una jugada en que una parte de las redes sociales asume una posición aún más conservadora que la de la Academia sueca», comentó el escritor mexicano Heriberto Yépez. «El Nobel de Literatura siempre va detrás de los tiempos. A Bob Dylan debieron dárselo en 1987. Pero no lo hicieron porque entonces no supieron darlo a [Allen] Ginsberg, a [William] Burroughs o a [Kathy] Acker». ¿Es esto literatura? En su carta de aceptación del Nobel, leída por la embajadora de Estados Unidos en Suecia –el galardonado no viajó a Estocolmo para recibir el premio en persona–, Dylan retomó la pregunta de la definición de la literatura, haciendo mención de otro arte en el que las palabras escritas tienen que completarse con la representación oral. «Andaba de gira cuando recibí esta sorprendente noticia, y me llevó más de unos minutos procesarla adecuadamente.

Empecé a pensar en William Shakespeare, la gran figura literaria. Quiero pensar que él mismo se consideraba un dramaturgo. El pensamiento de que estaba escribiendo literatura no podía haber entrado en su cabeza. Sus palabras fueron escritas para un escenario. Pensadas para ser habladas, no leídas. Cuando estaba escribiendo Hamlet, estoy seguro de que estaba pensando en muchas cosas: “¿Quiénes son los actores apropiados para estos papeles?”, “¿cómo debe ser representado esto?”, “¿quiero que esto se desarrolle en Dinamarca?”. Su visión creativa y sus ambiciones estaban por delante de cualquier cosa en su mente, pero también había otras cosas más mundanas que había que considerar y de las que hacerse cargo. “¿Hemos logrado el financiamiento suficiente?”, “¿hay suficientes asientos para mis patrocinadores?”, “¿dónde puedo conseguir un cráneo humano?”. Apostaría que lo más lejano en la cabeza de Shakespeare era la pregunta “¿Es esto literatura?”». Si hubiera tenido acceso al Diccionario de la Real Academia, el Bardo de Avon se habría complacido, quizás, en ver la primera acepción de la palabra literatura: «arte de la expresión verbal». En su época, el oficio teatral no gozaba precisamente de prestigio social: tanto era así que el dramaturgo tuvo que ubicar su teatro El Global en la ribera sur del río Támesis, ya que tales recintos estaban prohibidos dentro de los respetables límites urbanos. Como cualquiera que ha tenido que vivir de los ingresos de la taquilla, la tarea primordial de Shakespeare era asegurarse de que ese teatro se llenará para las funciones que produjera. Habría sido risible la idea de que las obras que salieron en el Primer Folio de 1623 debieran estudiarse en Oxford: eran instrucciones para los actores que se pavoneaba por las tablas frente a los plebeyos que pagaban un centavo para ver el espectáculo de pie frente al escenario. Hasta la fecha, en pleno siglo XXI, las obras de teatro siguen siendo excluidas de los cursos escolásticos de literatura en muchos países de América Latina. Sin embargo –signo del lento camino recorrido por el teatro hacia la respetabilidad marca Nobel–, cuando el dramaturgo italiano Dario Fo ganó el premio de literatura en 1997 y su contraparte británico Harold Pinter hizo lo mismo en el 2005, las críticas (que sí había) se enfocan en las polémicas convicciones políticas de ambos y no en el género que practicaban. Y no me parece casual que Fo apoyara sin ambages la posibilidad de que Dylan pudiera unirse con él a la lista de los galardonados: un juglar siempre reconoce a su semejante. Lamentablemente, el dramaturgo falleció horas antes del anuncio del comité, el 13 de octubre del 2016.

El camino del juglar Un argumento muy diseminado entre los que rechazan el galardón es que Bob Dylan escribe muy buenas letras –eso se lo conceden amplia 8 y magnánimamente–, pero que no son poesía, esta última una de las categorías amparadas por la marca Nobel. Para explicarnos tal diferencia, Stephen Metcalf en la revista Slate llega hasta el extremo de poner un fragmento del poema «In the Field» de Richard Wilbur al lado de un verso de la canción «Up to Me» de Dylan. Dejando de lado la arbitrariedad de escoger un fragmento de la obra de A y un fragmento de la obra de B para compararlos, supongo que la lección que habríamos de sacar de la muestra es que el verso de Dylan rima y el de Wilbur no. Los poetas posmodernos de hoy desprecian la rima. Para ellos, los versos rimados quedaron atrapados, como en una cápsula del tiempo, en círculos de poetas de provincia con una edad promedio de 70 años que se reúnen entre sí para felicitarse por sus dignas aportaciones a las letras mundiales y preparar la próxima presentación de uno de sus poemarios autofinanciados. Actualmente, es práctica común de las revistas que publican poesía en Estados Unidos avisar de antemano que no aceptan poesía rimada, de la misma manera que, hace un siglo, seguramente rechazaban poesía que no lo hiciera. Y las canciones de Dylan –así como las de Nina Simone, Joaquín Sabina, Joni Mitchell e incluso Alberto Cortez– tienen ese vicio bien enraizado. La falacia en el argumento letrista pero poeta, por supuesto, es que considera los dos componentes de las canciones de Dylan (o de cualquier otro cantautor) en aislamiento el uno del otro, lo cual me recuerda la escena de la película Amadeus cuando el príncipe, que había prohibido el uso de la música, ve bailar a los danzantes sin acompañamiento en el escenario y pregunta si es una innovación moderna. Una canción –con una disculpa anticipada por la obviedad– es letra con música y, lejos de clasificarse como inferior a la poesía, los mejores logros del género merecen una doble mención por su capacidad de fusionar dos artes en una. O acaso el triple, por poder aprovechar esa bivalencia para llegar a un público amplio sin tener que rellenar sus creaciones con chatarra. ¿Es esta la meta, confesada o no, de todo arte? Lamentablemente, hay un segmento de la poesía contemporánea que prefiere retirarse a un rincón cómodo del campo en lugar de buscar nuevas estrategias para llegar al público, que a menudo no son más que actualizaciones de las viejas estrategias de la interpretación oral.

Por difícil que sea en esta época de aparatos eléctricos y distracción generalizada, la tarea es más urgente que nunca. En este contexto, los performanceros y los raperos y los hiphoperos son más afines al espíritu de los juglares de antaño que viajaban de pueblo en pueblo, declamando y cantando y dejando sus rastros en una serie de textos con melodías que se transmitieron por generaciones hasta volverse axiomáticos. Y no hay nada más emblemático de eso que la vida errante de un hombre esquivo, quien, desde el 7 de junio de 1988, ha estado realizando un recorrido tan extenso que se ha llegado a llamar The NeverEnding Tour (La gira sin fin). Desde antes de la época en que Shakespeare armaba su negocio, y hasta mitad del siglo pasado, se consideraba todavía posible que un escritor llegara a expresar el espíritu de un país. Dante, Cervantes, Víctor Hugo, Neruda, Vallejo, Paz: todos forjaron una voz que resumía algo tan amorfo como un carácter nacional. Pero con la llegada del posmodernismo y su estela de relatividades, tal hazaña empezó a parecer no solo imposible, sino presuntuosa, hegemónica, artificial y exclusivista. Y puede, en efecto, que así sea. Es más, Estados Unidos ya tuvo su Whitman y su Dickinson, su Melville y su Hemingway. Sí, pero el país mayormente rural del siglo XIX, y el joven imperio que apenas se despertaba a princi «Es como ponerle una medalla al Everest por ser la montaña más alta» 9 pios del XX, eran entes sumamente diferentes al monstruo caótico con el que tenemos que lidiar hoy. Y ninguno de esos consagrados del pasado, por talentoso que fuese, podía también con la música. Como afirmó el rotativo francés Le Monde, con una mirada desde afuera: «Dylan es una historia de Estados Unidos en sí solo, sintetizando en su obra la poesía surrealista de la generación beat, la austeridad militante del folk, el lamento del blues, la energía rebelde del rock y la crónica de la vida cotidiana propia del country». La historia musical de un inquieto país nuevo: realizada, eso sí, en rima. Al haber crecido en Estados Unidos, he absorbido casi por ósmosis versos de Dylan que se vinculan con cada fase de mi vida, con cada gradación de mis humores. Claro que destacan las clásicas que todos conocen –las Like a Rolling Stone, Forever Young, Blowin’ in the Wind, The Times They Are a Changin, Knockin’ on Heaven’s Door– y claro que son grandes, pero guardo las mías en un baúl para que no se sobreexponen ante la luz de una excesiva popularidad. Para el Kurt melancólico (que en mis años mozos pilotaba el buque casi a tiempo completo), está Not Dark Yet: Nací aquí y aquí moriré en contra de mi voluntad. / Parecerá que me marcho, pero estoy inmóvil. / Cada nervio de mi cuerpo está ausente e insensible. / Ni siquiera recuerdo de qué vine huyendo. / Ni siquiera oigo el murmullo de una oración. / Aún no ha oscurecido, pero no va a tardar. Para el Kurt místico, está Every Grain of Sand. Yo sé, yo sé, es una canción que viene de su época evangelista, pero la verdadera religión aquí es la poesía de William Blake: Miro hacia la puerta de la furibunda llama de la tentación / y cada vez que paso por ahí siempre oigo mi nombre. / Avanzando en mi viaje llego a entender / que cada cabello está numerado como cada grano de arena. Para el cuentista Kurt, está Red River Shore, la historia de un hombre que, al ser rechazado por 10 la chica que ama, se pone a errar durante años; cuando finalmente regresa al pueblo para buscarla, nadie sabe de quién está hablando. Como los pueblerinos difuntos de La antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters, la voz narrativa, encarnada de manera apropiada en la voz ronca de un Dylan ya grande, podría ser la de cualquiera de los olvidados que pueblan, de manera itinerante, las calles secundarias del país: Vivimos en las sombras de un pasado que desaparece, / atrapados en los fuegos del tiempo. / He intentado no hacerle mal a nadie, / y evitar una vida de crimen. / Y cuando todo se ha dicho y hecho, / nunca estuve al tanto de nada. Si de cuentos se trata, también ha quedado conmigo Seven Curses, la reelaboración de un viejo tema folklórico visto desde la perspectiva de una doncella cuyo padre fue condenado a muerte por robar un semental. La doncella ofrece pagar oro y plata por su salvación, pero el juez insiste en que el único pago posible es su cuerpo; y aunque ella se entrega, su padre es ahorcado de todos modos. Luego de contar la historia de manera austera, la canción dedica las últimas dos estrofas a enumerar una serie de maldiciones para un juez tan cruel: que un doctor no lo salvé, dos curanderos no lo curen, tres ojos no lo vean, y así hasta la última: que siete muertes no lo maten. Y para el Kurt cronista, está, por supuesto, la inolvidable Hurricane, la historia de la falsa condena del boxeador Ruben Carter, quien padeció casi veinte años de cárcel por un asesinato que no cometió.

Con un intenso arreglo compuesto de guitarra, percusiones y un solo violín, vistió la canción de protesta social con los paños nuevos de la música enchufada. Pero antes de eso, cuando el cantante todavía era el ídolo de la música folk, estaba The Lonesome Murder of Hattie Carroll, crónica sesentera de un hombre blanco que mató a una camarera negra de un bastonazo cuando no le sirvió su bebida con la debida presteza y, por dicho acto, sólo fue condenado a seis meses de cárcel. Medio siglo después, el estribillo de la canción sigue describiendo, con inquietante precisión, el Estados Unidos actual: «Pero ustedes, que filosofan sobre la desgracia y critican todo miedo / quítense el trapo de la cara / que ahora no es momento para sus lágrimas». Ponerle una medalla al Everest En un sentido más pragmático, un Nobel capaz de ser otorgado a Henry Kissinger, a Barack Obama o a los países traficantes de armas que componen la Unión Europea –pero no, en su momento, a Mahatma Gandhi– es un premio que tiene graves defectos de origen. A la luz de eso, la oportunidad de renovar su imagen con una elección de aparente frescura e iconoclasia conlleva amplios beneficios para la Academia sueca. Sea como fuera, la oportunidad de debatir acerca de la necesidad de actualizar una caduca definición de la literatura es, tardíamente o no, bienvenida. En última instancia, la tarea de la creación siempre se reducirá a detalles, no a definiciones. Como escribió Dylan en su carta de aceptación: «Pero, como Shakespeare, yo también estoy ocupado a menudo en mis esfuerzos creativos y haciéndome cargo de todos los aspectos mundanos de la vida. “¿Quiénes son los mejores músicos para estas canciones?”, ¿estoy grabando esto en el estudio apropiado?”, “¿tendrá esta canción la tonalidad adecuada?”. Algunas cosas nunca cambian, incluso en 400 años.

Ni una vez he tenido tiempo para preguntarme a mí mismo: “¿Son estas canciones literatura?”». Creamos su última afirmación o no (y yo no), el argumento en sí es revelador. Y vaya, incluso el más prestigioso de los galardones no hace más que resaltar lo que ya está ahí para quien quiera verlo. Cuando preguntaron a Leonard Cohen, a menos de un mes de su muerte, qué pensaba de la decisión de premiar a Dylan, él contestó: «Es como ponerle una medalla al Everest por ser la montaña más alta»


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