Revista GLOBAL

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No hay duda de que Chernóbil, la miniserie creada por Graig Mazin para HBO, es una gran obra de testimonio y ficción. 

Destacan su concisión y equilibrio en el abordaje de un acontecimiento trascendental. Sin embargo, debo confesar que, acostumbrados como estamos a sufrir el abordaje sesgado de cualquier tema sobre la antigua Unión Soviética y la guerra fría en realizaciones que no pasan de ser burdas caricaturas de lo ocurrido, no esperaba mucho y obtuve demasiado: la obra derrotó mis prejuicios y desde la primera escena me sorprendió positivamente; se hizo trascendente. Me estremeció. 

Las actuaciones de un elenco mayoritariamente británico merecen mención aparte, como también el fino bordado que envuelve lo testimonial con la ficción. Para particularizar algunos momentos extraordinarios recordemos tres en los capítulos finales, como el casi monólogo de la anciana que ordeña la vaca mientras se niega a ser evacuada; el de la cacería de los perros que han quedado abandonados en Pripiat; o el propio juicio a los que cargaron con la responsabilidad por el siniestro —si bien la recreación de los momentos previos al accidente cae en una caracterización cercana a la caricatura de la tozudez de Diatlov—. Mostrarlo como el arquetipo del dirigente comunista obtuso, sectario, de sangre fría y corazón helado, sin matices ni textura, fue un desliz imperdonable. 

Pero más allá de las reflexiones y elaboraciones estéticas, he de reconocer que la serie me impactó directamente, lanzando mis pensamientos hacia los días de la tragedia y los meses y años siguientes, cómo los viví y cómo los recuerdo. 

Con los ojos de entonces 

En 1986, un joven funcionario de 28 años llegaba a Budapest (Hungría) a trabajar como representante en un organismo internacional que, luego lo comprendería, era uno de los frentes de la guerra fría a nivel juvenil. Claro que, para entonces, su idealismo casi intacto no le permitía ver las cosas más allá de las nomenclaturas y las apariencias. En su percepción, llegaba a luchar por un mundo mejor y más justo, con la oportunidad de hacerlo desde una organización que disputaba el protagonismo en las relaciones internacionales a nivel juvenil. Las «convicciones» inflamaban su orgullo. 

Durante los meses anteriores se había preparado para asumir el puesto. Sentía, en un estado cercano a la euforia, como lo describían sus líderes de entonces, «el privilegio de estar en las primeras filas de la puja mundial que definiría el destino de las generaciones por venir». Y si bien su bando —el de los que aman y construyen, no el de los que odian y destruyen, decía una consigna de la época apropiándose impunemente de una frase martiana— pasaba por un mal momento, seguramente se repondría y saldría triunfante porque, también se decía entonces en su país, «el futuro pertenecía por entero al socialismo». 

Lo que no sabía aquel entusiasta que llegaba al flamante Aeropuerto Ferihegy de Budapest en una tarde radiante del verano húngaro era que, cuatro meses antes, a poco más de mil kilómetros de allí, había ocurrido una tragedia de dimensiones tales que escapaba a la comprensión de los más avisados. Sabía sí de un accidente en una central nuclear soviética perdida en algún lugar remoto de la inmensidad de aquel territorio; había sido controlado por la acción heroica de los camaradas soviéticos, se decía en despachos discretos de la prensa de su país. Se habló en su momento de cierto saldo de víctimas. Él mismo vio con orgullo y dolor cómo su país acogió a cientos de niños afectados por la radioactividad y los atendía en una ciudad para «pioneros», un balneario frente al mar, apenas en las afueras de La Habana. Eso era todo lo que sabía, pero eran cosas que se perdían en la distancia de un pasado que parecía demasiado pretérito frente al presente radiante que lo recibía en la bella Budapest, y a un futuro seguro, según garantizaba su ideología. 

Obviamente, el hombre que hoy reacciona frente a esta obra de arte, a la vez ficción y documental, ha pasado la barrera de los sesenta, y su mirada es muy diferente a aquella con la que lo observara a mediados de la década de los ochenta, cuando puso pie en tierra magiar con todas las ansias de devorarse el mundo. ¿Qué lo hizo cambiar? ¿Acaso la tragedia que narra tan atinadamente la serie? La respuesta es difícil de dilucidar. 

Su trabajo lo puso en contacto con las más diversas realidades del mundo. Su quehacer transcurrió en un frenesí que lo llevaba de los campamentos saharauis y los territorios palestinos ocupados a los salones de las Naciones Unidas en Ginebra o al Parlamento sueco; de un festival de verano en la Universidad de Valencia para demandar la libertad de Mandela a Río de Janeiro, a los trabajos preparatorios de lo que luego se llamaría la Cumbre de la Tierra, o a los campos de café de la Nicaragua sandinista en plena guerra civil. Y el viajero se transformaba, iba cambiando a fuerza de constatar verdades ajenas al discurso. Allí cerca estaba el Chernóbil de Pripiat, al norte de Ucrania, pero también el otro, el Chernóbil social en Tiananmén o el Muro de Berlín. 

En agosto de 1986, el joven que llegó a Budapest iba acompañado de su esposa de entonces y sus dos hijos: uno de cuatro y otro de cinco. Allí estuvo la familia seis años, con casa y oficina, y desde ese punto el flamante funcionario internacional viajó a unos cincuenta países, muchos de ellos en territorio europeo, y visitó algunas ciudades a escasos 300 kilómetros de donde aún humeaban los restos del siniestro. Nunca nadie, ni sus superiores ni sus colegas de otros países socialistas, mencionó los riesgos latentes de las nubes radioactivas que se expandieron en todas direcciones del territorio europeo hasta alcanzar Suecia, primer país en alertar sobre la catástrofe. Nunca un dato ni un análisis somero de lo ocurrido y sus consecuencias. 

Si en condiciones normales un hecho de las dimensiones de lo ocurrido en Chernóbil se manejaría con alto nivel de secreto «para que el enemigo no se aprovechara de la desgracia haciéndola ver como una debilidad», ahora que había tensiones, que las presiones de Occidente por los cambios en el bloque crecían sin descanso sobre las viejas estructuras de un sistema que había sido derrotado de antemano, no se podía esperar otra reacción que el ostracismo. Los regímenes se «orugaban», pero no había la menor esperanza de que de estos gestos desesperados surgieran mariposas. 

Como un contraste no menos inquietante, desde el Kremlin comenzaba a brotar una brisa fresca, gélida para algunos. Por esos días comenzaba a difundirse el discurso reformista de Gorbachov basado en dos pilares: transparencia (glásnost) y perestroika. Esa confluencia de fuerzas diversas no iba a ser suficiente ni iba llegar a tiempo para salvar al sistema. Los regímenes del Este fueron cayendo como la consabida imagen de las fichas de dominó. Y el joven —que maduraba sin darse cuenta con una celeridad fuera de lo común— estaba allí como testigo. En las calles de Budapest, en las cercanías de la plaza Wenceslao de Praga, en los barrios de Berlín… vio como quedaban al descubierto las entretelas del sistema y los verdaderos sentimientos de las antiguas «masas proletarias y campesinas amantes del socialismo», a la sazón convertidas en ríos de ciudadanos insatisfechos por tanta falta de libertades y derechos. 

A la falta de transparencia intrínseca del sistema, rasgo esencial muy bien puesto de manifiesto en la serie, se unió el agravante de que cada cual andaba muy ocupado en salvar su pellejo. En su quehacer cotidiano estaban mucho más presentes, como un vocerío en aumento que ahogaba cualquier sonido en el fondo, los sucesos de Polonia, Hungría, Rumanía, Checoslovaquia… Peligraban los pedestales de la historia del socialismo soviético impuestos a la Europa Central. Con los días se fue haciendo claro que se vivían los últimos estertores de los regímenes del Este, pero ni el más avisado podía visualizar lo que acontecería en breve. 

Allí estaba él descubriendo verdades, como la indefensión de los individuos frente a las maquinaciones del poder; lo terrible que se vuelve al enajenar a los ciudadanos. Esto es lo que descubrió amargamente el científico Legasov; como lo sufrió en sus maltrechas convicciones de apparátchik sacrificado en una «misión heroica» el alto funcionario Boris Scherbina. Ambos personajes de la historia, puestos en el vórtice de la lucha por intentar minimizar los efectos de la catástrofe, van a sufrir una poderosa transformación de sus lealtades y de sus vidas. También, aunque en menor medida, lo experimenta el personaje de Ulana Khomyuk, magistralmente encarnado por la actriz inglesa Emily Watson; solo que ella es una ficción que representa a los centenares de científicos que en la realidad apoyaron el trabajo de su colega Legasov en la misión imposible.

Mientras transcurría la serie y se desgranaban los capítulos, mi propia vida corría en mi memoria, acompañando la cronología de sucesos que mostraba la pantalla. Por primerísima vez tomaba conciencia de que mi familia y yo habíamos sido víctimas inocentes de aquella catástrofe. Cuando veía en la serie a los ciudadanos moverse tranquilamente por la ciudad aledaña a la planta siniestrada, pensaba en que de igual modo había transcurrido mi vida en ese tiempo y a cierta distancia. Cuando se mostraba a los niños jugando

en la nieve, pensaba en el día exacto en que mis hijos vieron nevar por primera vez por iguales fechas y salieron a jugar en los parques de la impasible Budapest, con una euforia indescriptible. ¿Quién sabe a cuánta radioactividad los exponíamos?; ¿quién iba a decirnos que no lo hiciéramos?

Casi medio siglo después, más preguntas que respuestas

El libro de Svetlana Aleksiévich, Voces de Chernóbil, fue una de las principales fuentes para el guion de la serie. El amigo Jorge Ferrer, intelectual cubano residente en Barcelona y traductor de esta y otras obras de la autora, ha publicado en las redes la versión no editada de una entrevista telefónica que él le hiciera. En lo transcrito, ella reflexiona sobre la dimensión de lo ocurrido: «Chernóbil fue una catástrofe. Una catástrofe de nuestra concepción del rol del hombre en este universo inmenso que habitamos, una catástrofe que afectó a nuestras antiguas ideas, a nuestra comprensión de la ciencia y hasta a la propia idea del curso de la civilización humana que teníamos». 

La serie Chernóbil está concebida como un documental de gran factura y está equilibrada a partir de las libertades mínimas que puede permitir la ficción, por lo que, pese al rigor que maneja, continúa siendo una mirada subjetiva a un acontecer incontestable. Sorprenden el tono y la contención al abordar un hecho que puede ser el detonador de todas las emociones posibles. El efecto que este testimonio causa en el espectador les otorgaría libertades extremas a los realizadores para agitar visceralmente la denuncia y condena de un hecho demoledor; pero no caen en esa trampa que habría restado méritos a su obra. 

Los cinco capítulos de la serie hacen justicia a sus palabras y es por esto, junto con los méritos artísticos antes mencionados, que a mi juicio se inscriben en lo mejor que se ha llevado a la pantalla,  en cine o televisión, sobre los errores y horrores de la era soviética y su órbita. Pienso, como otro buen ejemplo, en la estremecedora película La vida de los otros, con guion y dirección de Florian Henckel von Donnersmarck, que obtuvo más de cincuenta premios internacionales, entre ellos, el Óscar a la mejor película de habla no inglesa en 2007, el BAFTA a la mejor película de habla no inglesa, el César a la mejor película extranjera o los Premios del Cine Europeo a la mejor película y al mejor actor. En ella se aborda la vida en la antigua Alemania Oriental y la profundidad del control y la manipulación de los individuos en los regímenes totalitarios. Al evocarla me recorre el mismo estremecimiento de cada una de las veces en que no pude resistirme a repetirla, en una especie de catarsis imprescindible para librarme de ese peso. Pero ni entonces ni ahora pude vaciarme del dolor, como no puedo sacudirme del todo las impresiones tremendas que me produjo, hace apenas unos días, la miniserie sobre la tragedia de Chernóbil. 

Los realizadores dan en la diana al lograr una aproximación esencial al fenómeno y parecen coincidir con estas palabras de la Aleksiévich en la entrevista de marras: «[…] con Chernóbil entramos en la época de una nueva realidad, una realidad que todavía no somos capaces de comprender de manera cabal. Hoy en día nuestras capacidades tecnológicas están por encima de nuestra moral y carecemos de respuestas para las principales preguntas del presente». 

Muchos años han pasado desde la catástrofe. Hoy aquel joven de los días de los estertores del socialismo europeo sobrepasa los sesenta. Mucho ha visto y vivido: rupturas, rechazos, represión, exilios… Así como cambió el mundo y se transformó su vida, el presente sigue acosado por preguntas sobre aquellos sucesos del pasado y las incertidumbres del futuro. 

«Cuando pensamos en Chernóbil nos situamos un poco fuera de todo, más allá del bien y del mal, en una dimensión realmente distinta. Chernóbil está más allá del Holocausto, más allá de la guerra, porque es algo con lo que tendremos que convivir durante millones de años», sigue resonando la voz de la potente autora bielorrusa, premio Nobel de Literatura 2015. 

En nuestra existencia de personas con opinión propia e inquietudes que van más allá de nuestra esfera individual, como artistas y ciudadanos del mundo, no cesan la búsqueda del sentido de la vida, la comprensión del presente y las proyecciones hacia un futuro que puede ser tan corto como las ilusiones que tronchó la realidad constatada durante mi estancia de seis años en Budapest. Svetlana Aleksiévich lo expresa de manera contundente: 

«Hay que tener una respuesta honesta a la pregunta que Chernóbil planteó y aprender a con vivir con ello. Seguramente necesitaremos una nueva escala de valores, una nueva relación del hombre con la naturaleza, con la inteligencia artificial. Aclararnos en el debate entre nuestras posibilidades tecnológicas y nuestras normas morales. Alcanzando el equilibrio entre ambas del que no somos dueños hoy en día». 

Y otra vez la pregunta: ¿Qué hizo cambiar a aquel joven que llegó a Budapest en agosto de 1986? ¿Fue la tragedia de Chernóbil? ¿Fue conocer por dentro el sistema que engendró tal tragedia? ¿Acaso estamos fuera del alcance de iguales peligros? ¿Es Chernóbil parte del pasado o nos aguarda en el futuro una tragedia igual o diferente? 

En todo caso, pasado o futuro, cima o sima del sistema de creencias que era mi ruta emocional, ideológica y racional a los 28 años, todo se erosionó hasta los tuétanos; y a mis 34 años, cuando regresé a La Habana ya no era el mismo. Debí enfrentar mi propio cambio y confrontar las mismas estructuras que me habían aupado a una carrera internacional que allí quedó truncada y envuelta en un manto de silencio, en el asesinato social, tal como le ocurriera, salvando las diferencias, a Legasov. Mucho menos lo es el hombre que soy, pasados los sesenta, que hoy rumia todo lo ocurrido. Me duelo de no haber comprendido más y mejor en su momento, pero me felicito de comprender hoy y estar alerta porque, lo sé ahora mejor que nunca, Chernóbil es el pasado, como presagio del futuro. Y debemos estar alerta. 


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