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La ciencia oculta de las metáforas

by Paul Brito
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Para nacer, para ser afirmados en el mundo, hemos sido negados de antemano, como en una ecuación aritmética. Para ser lanzados a la vida, nos han condenado primero a muerte: eso impone una metodología en todos los aspectos de la vida. La única manera de percibir y asimilar las cosas es mediante su contraparte negativa: la imagen. 

Los partidarios del tantrismo afirman que la materia es la concreción de los pensamientos de Dios. Esto quiere decir en el fondo que la única forma de que algo se realice, se complete, es pasando por la mente y más exactamente por la imaginación, por su facultad creadora, por esa «indivisa divinidad que opera en nosotros», como la llamaba Borges. 

El mundo externo siempre es un desbordamiento, una proyección, una extensión del interno, una superabundancia. La vida es una asimilación de nuestro entorno, porque intuimos que de nada valen la realidad, los objetos, los otros seres, si no están también dentro de nosotros. 

Para que sea posible esa absorción, es necesario expandir los espacios interiores, instalar una dinámica que permita transformar los objetos positivos, concretos, en su negativo, en su imagen. Los objetos artísticos, las cifras matemáticas y las imágenes del sueño son ejemplos de esa inversión que le sirve al hombre para apropiarse del mundo, igual que un atleta de salto largo toma impulso detrás del rectángulo para saltar: emplea un espacio negativo para poder imprimir su huella en la arena. Sin esa inversión, no es posible ninguna extensión. 

La aerodinámica nos dice que un avión se sostiene en el aire al crear un vacío debajo de las alas: una presión inversa. Los motores hacen deslizar con fuerza el viento debajo de las alas para crear un vacío, un contraste de presión, y de esa manera invertir el signo de gravedad. Las metáforas aplican la misma lógica: son el negativo del mundo real, pero el mundo real no es posible sino a través de la imagen, de un estiramiento negativo, de la sustentación del signo contrario. El largo de un pantalón y su diseño no son posibles sin los bordes que lo circundan, sin las telas falsas, dobladas y cosidas hacia dentro. Por eso Henry Bergson, pero también Carl G. Jung, veían en el dormir la totalidad implícita de la vida consciente. La ficción, el arte en general, trabajan a partir de esos retales, de esas costuras internas; solo así se puede perfilar la realidad. 

La parte negativa del mundo apoya invisiblemente su composición. «¿El reflejo no parece más espiritual que el objeto reflejado? —pregunta Maurice Blanchot en El espacio literario—. ¿No es la expresión ideal de este objeto la presencia liberada de la existencia, la forma sin materia? ¿Y los artistas que se exilian en la ilusión de las imágenes no tienen acaso por tarea idealizar a los seres, elevarlos a su semejanza descarnada?». 

Estamos rodeados de campos negativos abonados por la imagen y su paradójico poder de afirmación. Los latidos, por ejemplo, arrancan del rango negativo del corazón, de esa zona oscura, muerta, silenciosa, en la que el cuerpo se apaga y revive intermitentemente, desciende para tocar fondo y emerge con más fuerza. La realidad se fabrica en las zonas grises de esas alternancias, en sus arenas movedizas, en esa zona misteriosa y ambigua de donde el mundo sólido y real recoge las posibilidades que luego fragua. Los físicos llaman a ese fondo último de las cosas «el mar de Dirac» y lo describen como un océano ondulante donde se pliegan todas las burbujas antes de ser arrastradas a la orilla. Esa energía negativa, esas «fluctuaciones de vacío», son las que terminan perfilando los contornos de las cosas. 

Ya en el siglo I a. C. (en su famoso poema científico De rerum natura) Lucrecio llamaba textum a esa última red, a esa tela continua que funge de fondo a la realidad física. ¿No es hermoso que textum signifique «tejido» en latín y que el mismo término sea el origen de la palabra texto

El mismo lector tiene que anularse, suprimirse para absorber lo que lee. El observador aprehende mejor su objeto cuando se vuelve un espacio vacío para contener lo que quiere captar. Es el mismo requisito que pedía Schopenhauer para lograr el estado de máxima contemplación. La sensibilidad y la imaginación hacen parte de ese espectro negativo e inverso, de esa parte sumergida del iceberg en constante obra negra. 

El lado oscuro del objeto 

«La lectura nace en ese momento en que la distancia de la obra respecto de sí cambia de signo y ya no indica su inacabamiento sino su realización», afirma Maurice Blanchot en El espacio literario. La ficción se origina también en el momento en que la distancia del objeto respecto a sí mismo cambia de signo en la mente del creador y se vuelve una imagen estética, un objeto plástico. 

El arte es el mundo invertido, dice el mismo Blanchot. Y lo dice porque la creación ejerce el mismo poder soberano de la negación que el sueño. «En el arte todo está permitido», proclamaba Trotski. El sueño es un recomenzar, un renovarse apoyándose en el límite de la noche y el comienzo del día, al abrir la brecha de posibilidades con que se alimenta el presente y el futuro, con que se fabrica la cotidianidad. Es un laboratorio para seleccionar ideas y abortar otras, para probar valores y consolidar sistemas: para afirmarlos desde su inversión. La noche es el presentimiento del día, de lo otro. «El sueño confina con la región donde reina la pura semejanza», afirmaba Blanchot. 

Por medio de los espejos o espejismos del lenguaje, interiorizamos el mundo, nos lo apropiamos, capturamos el interior de las cosas, nos conectamos con ellas desde el lado de adentro. Lo hacemos a través de imágenes intensas, de intervalos de gracia gestionados por la imaginación, burbujas comprimidas de espacio-tiempo que le devuelven al mundo su naturaleza continua. «Toda la diversidad, su separación, no es más que una apariencia —dice Heidegger—. El ente es total y sin fisuras, como en lenguaje parmenídeo. Cuando ese barniz puramente externo se diluye, la existencia total se abalanza sobre nosotros». 

Los grados de un poder soberano 

Dentro de los grados de ese poder soberano de la negación, Heidegger aludía a la muerte como la posibilidad extrema: la máxima inversión. El sueño era apenas un ensayo de esa posibilidad radical, su aplicación plástica. Morfeo es hermano de Tánatos, la muerte, y su nombre viene de una palabra griega que significa forma. El origen de las posibilidades del hombre está vinculado a su posibilidad esencial de morir. Mientras uno vive, la muerte es aún una posibilidad y no un punto inamovible. Mientras haya vida, la muerte es una posibilidad postergada y elástica, un punto suspensivo y plástico, continuo y discontinuo. Durante la vida, la muerte es el límite entre lo probable y lo imposible, y por eso, mientras vivimos, la muerte es aún una puerta, un arco eléctrico saltando sobre el polo negativo, y, por lo tanto, una herramienta para seguir moldeando la vida. La muerte es «la posibilidad de la imposibilidad», recalcaba Heidegger, y Hegel la definía como una nada activa, como la potencia absoluta del no, la gran fuerza capaz de negar y transformar la realidad natural. 

El hombre puede formar un todo consigo mismo a través de la muerte, de ese tope que encierra la vida en una totalidad y la vuelve una imagen completa. Entre esos dos planos, el interno y el externo, brota la línea temblorosa e intermitente del ser, sus concomitancias y secuencias, su dialéctica y sus retroalimentaciones. Las primeras sociedades ya sabían que paradójicamente la muerte posee el máximo poder de la vida, por eso era la mayor ofrenda que se les podía hacer a los dioses. Para nacer, para ser afirmados en el mundo, hemos sido negados de antemano, como en una ecuación aritmética. Para ser lanzados a la vida, nos han condenado primero a muerte: eso impone una metodología en todos los aspectos de la vida. La única manera de percibir y asimilar las cosas es mediante su contraparte negativa: la imagen. Solo aplicándole al objeto una pequeña muerte y extrayéndole su ánima es que podemos interpretarlo, transformarlo y darle sentido. El poder de no ser, de ser nada, le concede al ser el poder de ser todo. Sumergirse en la negación, tensionar su arco, es potenciar el otro extremo; es intensificar el signo positivo y multiplicarlo. La depuración, el crecimiento de un ser, está basado en ese mecanismo de negación al cuadrado: negar lo que nos niega es reafirmar lo que nos mantiene aferrados al mundo. 

La imaginación y el arte intentan reivindicar la pureza del sueño, su elasticidad, su potencia irracional, lo mismo que el carnaval y la muerte nivelan lo real y lo irreal para refundar el mundo. El sueño y la imagen confinan con la continuidad. «Quisiéramos ser remitidos a un punto de partida, a una revelación inicial, pero no la hay: el sueño es lo semejante que remite eternamente a lo semejante», señalaba Blanchot. Mientras vivamos, estaremos condenados al símbolo y al sueño, y lo estaremos hasta que despertemos de verdad, hasta que renazcamos en la muerte sin necesidad de un cambio de signo. Sin necesidad de imágenes ni palabras. 


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