Revista GLOBAL

La construcción de la ciudadanía global: un compromiso social

por carlosmmercedes
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Si bien en la actualidad es común escuchar en diferentes contextos que la condición de ciudadanía está atravesando un período de crisis conceptual, o bien, es objeto de una profunda reforma, el análisis histórico de este concepto indica que la condición de ciudadanía, desde sus orígenes más remotos, ha estado caracterizada por prácticas sociales de exclusión y que ha sido gracias a fuertes y constantes luchas de sectores y colectivos excluidos que se ha logrado su reconocimiento universal y el de los correspondientes derechos que implica.

La génesis

1. ¿Nos hemos preguntado alguna vez dónde empezaron los cimientos para el reconocimiento de nuestra participación en los asuntos públicos y el reconocimiento de nuestros derechos y deberes? La respuesta a esta pregunta, sin duda, hay que buscarla en la inmersión en la civilización griega y romana.

En la actualidad, en plena era de la globalización, las primeras evaluaciones realizadas a los constantes procesos de integración económica, tanto regionales como mundiales, evidencian un aumento generalizado y progresivo de exclusión social, lo cual es una antítesis a la condición de ciudadanía. Además, el distanciamiento galopante entre el mundo desarrollado y el otro mundo, el mundo de la pobreza, provocado por los beneficios y perjuicios del fenómeno globalizador, está desatando una serie de preocupaciones sociales y comunitarias que han hecho posible el surgimiento de movimientos ciudadanos en contra del actual sistema mundial. Estas acciones constituyen una respuesta enérgica frente a las decisiones de la sociedad global dominante, que afectan a la configuración de una ciudadanía que aún no se corresponde con una generalización de igual dignidad y derechos para todos, como debería ser, tal y como se sostiene en el primer artículo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

1.1 Los aportes de la civilización griega y la romana a la construcción de ciudadanía. Para comprender los derechos que tenemos hoy, tenemos necesariamente que distanciarnos de la era actual para acercarnos a las principales civilizaciones que dieron origen a la cultura occidental. Una mirada histórica que facilita la comprensión de la evolución y la progresiva construcción del concepto que nos ocupa. La historia revela que en la civilización occidental, como no podía ser de otra manera, la configuración del concepto “ciudadanía” ha tenido como punto de partida la civilización griega, por una parte, y la romana, por la otra. Para los griegos, eran ciudadanos todos aquellos sujetos de la sociedad que participaban en las decisiones para gobernar la “polis”, la ciudad. En consecuencia, el fundamento de este tipo de ciudadanía se origina en una concepción política de la sociedad, dando como resultado una democracia participativa.

Sin embargo, no todos los habitantes de la polis llegaban a tener el estatus de ciudadanos y los derechos que esta condición representaba. Por ejemplo, a las mujeres, los esclavos y los extranjeros no les estaba permitido participar en la toma de decisiones. Siendo así las cosas, desde la génesis, esta condición ha dejado en evidencia una distinción perversa y marginalista de la condición humana.

Para los romanos, el ciudadano era un sujeto a quien se le reconocían derechos (derechos individuales) mediante ley. Evidentemente, se hace referencia al ciudadano romano como beneficiario de un sistema legal que ofrecía garantía a sus derechos y cumplimiento de sus deberes, que no eran garantizados a ciudadanos extranjeros y de entornos conquistados. Esto le da un fundamento jurídico a la ciudadanía de origen latino; a diferencia de la griega, el sujeto histórico es el individuo, la persona y no el colectivo, la ciudad o la comunidad.

No obstante, dado el predominio del Imperio romano y su asimilación de la cultura griega, la concepción de ciudadanía estuvo definida, durante siglos, por el lenguaje de la ley y desde la política. En la actualidad, Habermas (2004, p. 24) recuerda que este concepto ha sido expandido, con lo que la condición de ciudadanía ha cobrado unos fundamentos definidos en términos de derechos civiles. Esto significa que, además de indicar la pertenencia a un Estado o nación, es un estatus definido a nivel jurídico, por los derechos ciudadanos.

En el pasado, como se ha dicho, el estatus de ciudadanía no estaba garantizado para todos por el Estado. Los esclavos, por ejemplo, al tener dependencia directa de personas arbitrarias y por tanto, al no tener libertad, no podían ser ciudadanos (Gunsteren, 1994, p. 36), pues en esos tiempos, la legislación favorecía a aquellos sujetos que manejaban el capital y los negocios, es decir, a los comerciantes.

Las tradiciones griega y romana, primeras generadoras de la condición de ciudadanía, quedan sintetizadas comparativamente, en cuanto a de sus fundamentos, su sujeto histórico y el tipo de organización social que generaron, en el cuadro 1.

1.2 Ciudadanía moderna. En tiempos modernos y como resultado de numerosas luchas por el reconocimiento, la condición de ciudadanía ha experimentado una evolución progresiva, reconociéndosele a los miembros de la nación nuevos derechos. Al respecto, Marshall (1950, p. 25) hizo un análisis sobre la condición de ciudadanía tomando como referencia los últimos tres siglos. En su trabajo titulado “Ciudadanía y clase social” reconoce tres tipos de ciudadanía que han predominado en los últimos tres siglos, aunque los mismos no hayan sido homogéneos en las diferentes naciones. En el siglo xviii, la ciudadanía civil, en el xix, la ciudadanía política, y en el xx, la ciudadanía social. La ciudadanía civil, cuyo potencial se universalizó a partir de la Revolución Francesa, establecía los derechos necesarios para la libertad individual, tales como los derechos de propiedad, libertad personal, de expresión, de pensamiento, de religión y de justicia.

De acuerdo a Bobbio (1979, p. 134), la ciudadanía civil se constituyó a través de la emancipación de la burguesía y como lucha por la “liberación de un sistema político y legislativo concentrado en un restringido círculo de la clase dominante que se transmitía el poder hereditariamente…”; por tanto, este tipo de ciudadanía constituía una ciudadanía burguesa, interesada en las libertades excluyentes que permitían la expansión del capital. La misma, que también ha sido llamada individualista-liberal (Gunsteren, 1994, p. 38), es una versión utilitarista mediante la cual se asume como criterio de ciudadanía la maximización individual de los propios beneficios en función de la productividad de la persona, lo que significa que las personas carentes de medios para producir, al no tener los derechos que de esas producciones se desprenden, tiene una estrechamente limitada condición de ciudadanía.

En el siglo XIX, retomando a Marshall, se potencia el segundo tipo de ciudadanía moderna: la ciudadanía política. Esta, además de los derechos de la ciudadanía civil, se cimienta en el derecho de todos los ciudadanos a participar en el ejercicio del poder político. Con el reconocimiento de los derechos civiles y los derechos políticos, surgen los derechos humanos de primera generación. Evidentemente, este acontecimiento favorece la condición de ciudadanía, haciéndola más fuerte, ya que vincula la pertenencia del ciudadano a una comunidad política y enfatiza la importancia de la comunidad para el desarrollo de los individuos y de sus respectivas identidades. Pero, a pesar de esa ventaja, la comunidad tiene sus límites muy cercanos (Thiebaut, 1992) y los ciudadanos que en ella participan parecen interesarse por las cuestiones sociales que a nivel geográfico se encuentran dentro de los contornos o fronteras de la comunidad.

Además, no todos los ciudadanos contaban con unos niveles básicos económicos que les permitieran tener una verdadera igualdad de participación en otros sectores sociales y culturales. Dadas esas limitaciones, el concepto de ciudadanía siguió evolucionando, dando paso a la conformación de una nueva concepción: la ciudadanía social, la cual enfatiza los derechos económicos y la seguridad social. El máximo ideal de esta concepción de ciudadanía es lograr la mayor igualdad en el disfrute de los derechos sociales y económicos, compatibles con las diferencias biológicas de los seres humanos. Asegurar los derechos básicos que necesita la persona para el desarrollo de su dignidad constituía el principal objetivo de este tipo de ciudadanía. Con su aplicación y defensa, se configuró el moderno Estado de bienestar, desarrollado en Europa Occidental (Cortina, 1997, p. 36), como se muestra en el cuadro 2. Con el reconocimiento de la ciudadanía social, cuyo principal derecho es el derecho al trabajo y a unas condiciones económicas básicas que le permitan al ciudadano acceder a un estilo de vida satisfactorio para su desarrollo, quedaron reconocidos los derechos humanos de segunda generación, que enfatizan los derechos económicos. Se reconocía así el derecho de la clase trabajadora a beneficiarse del patrimonio económico y cultural del Estado al que contribuía como obrero en el desarrollo de su economía y bienes materiales.

Marshall pensaba que la ciudadanía social configurada a lo largo del siglo XX constituía el máximo refinamiento del alcance de una idea de participación total del individuo en los asuntos de la comunidad, y que la misma constituiría el final de la historia de la ciudadanía. Sin embargo, las tensiones a que ha sido sometida, tanto por los principios de la sociedad liberal, basada en los derechos civiles y políticos, y los problemas diagnosticados a la sociedad del Estado de bienestar, en términos de la viabilidad del mismo, en un espacio geográfico donde la natalidad disminuye notablemente al tiempo que la población de jubilados aumenta, han puesto en entredicho la permanencia de esta ciudadanía y el final de la historia con ella.

Con Marshall, se amplia el concepto tradicional de ciudadanía, tanto de origen griego como romano, para dar paso a la ciudadanía social caracterizada por la existencia de libertades y derechos políticos e individuales, derechos económicos y seguridad social. Con la concepción de ciudadanía social se dio el salto hacia el Estado de bienestar, característico de las sociedades europeas.

El surgimiento de nuevas y complejas problemáticas asociadas con el paso de la sociedad industrial a la sociedad de la información, los crecientes movimientos migratorios, la profundización de las desigualdades en un mundo globalizado, la disminución de los procesos de socialización producto de la pérdida de sentido de un proyecto histórico común, las desigualdades de género existentes en los planos jurídico, social y político, y entre otros, los problemas medioambientales de riesgos universales. Todas estas problemáticas asociadas a la creación de un espacio de mayor sentimiento de pertenencia y de justicia han traído consigo la ruptura y crisis del modelo de ciudadanía más elaborado del siglo XX, para dar paso a la consideración de otras situaciones, como las indicadas, que exigen mayores niveles de reconocimiento de la condición humana en la concepción teórica y práctica de la ciudadanía.

Más de medio siglo después de que Marshall configurara este concepto, hoy resulta prácticamente insuficiente y limitado ante las causas que han motivado la crisis del Estado-Nación, dentro de las cuales se consideran las económicas, matizadas por la saturación y falta de mercados y el consecuente tope del crecimiento económico; las sociales, encabezadas por la caída de la tasa de natalidad e incremento de la esperanza de vida y el reconocimiento de la diversidad cultural en un mismo Estado; las políticas, o bien la imposibilidad económica del Estado de garantizar beneficio al sector privado y la exigencia ciudadana de mayores niveles de bienestar; las organizativas, movidas por el creciente avance de las nuevas tecnologías y el crecimiento de la sociedad de la información y, entre otras, las medioambientales, encarnadas en la degradación de los recursos naturales y los problemas medioambientales de alcances globales.

Estas nuevas variables han reclamado atención inmediata, pese a que el mundo en desarrollo aún no ha logrado alcanzar a plenitud la condición de ciudadanía social elaborada por Marshall. No obstante el hecho de que esta concepción se haya desarrollado en el espacio geográfico del Estado-Nación, hoy resulta incompleta para darle respuesta a la internacionalización de una serie de problemas descritos anteriormente. La ciudadanía social, a pesar de su nivel de humanización, al no tener respuestas satisfactorias para estos problemas en el Estado-Nación, ha sido severamente cuestionada, al tiempo que se fraguan otros senderos que puedan tener más aciertos en la construcción de seres humanos para el mantenimiento de un medio ambiente saludable y una sociedad más justa.

2. Nuevas perspectivas

La construcción de una nueva ciudadanía interpela a la sociedad actual, caracterizada por profundas transformaciones impulsadas por el avance y el desarrollo de las tecnologías en la que se le exige a los ciudadanía nuevos referentes y formas distintas de aprender a ser ciudadanos y ciudadanas. Massot y Sabariego (2006, p. 22) señalan que “las transformaciones sociales actuales de nuestra sociedad nos exigen un concepto de ciudadanía que afronte el reto de la inclusión frente a la exclusión, de la diversidad frente a la homogeneidad, de la paridad frente a la exclusividad, de los derechos frente a los privilegios, y de la participación frente a la pasividad”. El concepto tradicional que hace referencia a la dimensión de ciudadanía como estatus y que ha quedado evidenciada en las aportaciones de Marshall en cuanto al ejercicio de deberes y derechos de los ciudadanos adscritos a un determinado territorio, actualmente es incompleto, ante las nuevas exigencias que hace el medio ambiente y la realidad social de hoy. Nuevos modelos y conceptualizaciones de ciudadanía emergen actualmente como escenarios de referencias para abordar la diversidad cultural y las distintas necesidades humanas de la diversidad sociedad, en la que la exclusión social amenaza la cohesión de las comunidades y fragmenta el sistema de relaciones, la participación y la responsabilidad que exige la toma de conciencia sobre un contexto medioambiental global con daños crónicos.

La literatura existente muestra una gran variedad de proyectos de ciudadanía que pretenden trascender las fronteras del Estado-Nación como una forma de afrontar los problemas y los múltiples desafíos de un mundo en constante proceso de globalización. En esta última dirección, son interesantes los trabajos que se presentan en torno a la construcción de la ciudadanía europea (Habermas, 1994), ciudadanía global (Falk, 1994), ciudadanía ecológica (Steenbergen, 1994), ciudadanía multicultural (Kymlicka, 1995), ciudadanía cosmopolita (Cortina, 1997), ciudadanía glocal (Mayer, 2002) y ciudadanía activa (Osler, 2000; Bárcena, 1997), entre otras. Las principales características de algunos de estos modelos se muestran en el cuadro 3.

Existen razones para pensar que es posible la construcción de una ciudadanía global mul ticultural. La lógica de integración ha ido de la ciudad al Estado-nación, y de éste, a la regionalización (la Comunidad Europea es un buen ejemplo de ello), por lo que el siguiente paso en la lógica de la construcción será la internacionalización o globalización de la ciudadanía (Falk, 1994, p. 137).

Sin embargo, el mismo autor afirma que si los movimientos globalizadores se siguen realizando mediante procesos mecanicistas, sobreponiendo las actuales divisiones geopolíticas, entonces la construcción de la ciudadanía global será puro sentimentalismo; pero si la misma es vista como un proyecto político asociado con la posibilidad de una futura política comunitaria global y de afrontar los problemas que afectan el desarrollo de la dignidad humana y el debilitamiento de las condiciones ambientales que permiten nuestra existencia, entonces se convierte en una condición posible de lograr. En ese mismo sentido, Kymlicka (1995, p. 241) sostiene que una diferenciación de la ciudadanía se aleja del sentimiento de comunidad y de la experiencia compartida, y en consecuencia se convertiría en otro mecanismo de desunión, distanciándose de la unidad frente a la progresiva diversidad social. Este autor considera que la ciudadanía debe ser un foro en donde las personas pensaran en el bien común de todos, superando así sus diferencias.

Hoy el discurso político ha tomado las modalidades del discurso económico, expresado por las entidades crediticias internacionales. Hoy también se pretende que todo sea visto a escala global. Evidentemente, este es un punto de vista que permite tener una macrovisión de lo que acontece en el mundo y la respectiva comparación con los acontecimientos locales.

Hoy se invita a la ciudadanía a ser ciudadanos del mundo, ciudadanos cosmopolitas; pero no se puede olvidar que tal mensaje va en una doble clave. A ese sujeto que se le invita a ser ciudadano global es un sujeto económico y, como los países desarrollados marcan las pautas económicas globales, entonces, los ciudadanos de esos países sí pueden ser ciudadanos a nivel planetario.

Esta visión constituye un paso importante en la construcción de una nueva ciudadanía, pero, como siempre, un concepto excluyente, que favorece a los grandes capitales. La otra clave, que es muy práctica en los procesos de construcción globales, es que a medida que el proceso ha ido avanzando, los países desarrollados han ido cerrando las fronteras a los ciudadanos y ciudadanas de países en desarrollo. Las fronteras estadounidenses y europeas se hermetizan y se fortifican en perjuicio de los ciudadanos y ciudadanas que desean rehacer sus vidas en esos países. La doble moral, entonces, se muestra en el momento que se pretende la aprehensión por parte de la ciudadanía de un concepto de “ciudadano del mundo”, pero, al mismo tiempo, se cierran las puertas a los sueños de progreso y realización personal en otras tierras. Es que sentirse ciudadano del mundo en la actualidad está reservado para los ciudadanos económicamente competentes.

Eso, a pesar de los esfuerzos que hacen importantes intelectuales e instituciones sociales internacionales para que la cosa cambie, esfuerzo que es necesario seguir, pues, si la condición de ciudadanía, históricamente ha sido considerada como una condición complementaria desde elementos jurídicos y desde sentimientos de pertenencia, entonces es digno exigir el reconocimiento global de una ciudadanía sin fronteras, independientemente de las variables económicas.

3. Educación para una ciudadanía global
En la actualidad, existen propuestas educativas para la construcción de una ciudadanía global, ya sea en la versión multicultural, ecológica, cosmopolita o como desee llamársele, cuyo objetivo último es la construcción de una ciudadanía intercultural. Al respecto, se consideran algunos proyectos educativos, los elementos que aportan y los valores humanos que promueven.

3.1 Ciudadanía multicultural. Uno de los proyectos que con más atención responde al establecimiento de una estrategia educativa clara y definida es la construcción de una ciudadanía multicultural. Al respecto, las aportaciones de Banks (1997, p. 69) sobre las dimensiones que han de tomarse en cuenta desde las instituciones educativas, para una adecuada e intencionada educación multicultural ciudadana parecen ser atinadas. Tales dimensiones enfatizan la integración de contenidos, desde la perspectiva de las diferentes culturas que interactúan; los procesos de construcción del conocimiento, a partir de las experiencias previas sobre la cultura receptora y la acogida; la reducción de los prejuicios recíprocos entre las culturas; la utilización de una pedagogía procesal culturalmente equitativa, y finalmente, la aprehensión de la intracultura escolar como la estructura social.

En este mismo sentido, son importantes las recomendaciones de Kymlicka (1995, p.256) sobre la educación para la ciudadanía multicultural en estados poliétnicos y multinacionales, pues la misma debe fundamentarse en valores compartidos por la ciudadanía. Este autor hace referencia a una serie de valores compartidos en los que se fundamenta la educación ciudadana de Canadá, los cuales pueden ser tomados en cuenta en otros contextos sociales.

Esos valores se refieren al fortalecimiento de la identidad en base a la apreciación y sentimiento por la diversidad; al respeto y valoración de las diferentes formas de identidad nacional, regional, étnicas o religiosa que coexisten en la sociedad; a la potenciación de la capacidad de trabajar y convivir con personas de diferentes orígenes y culturas; al reforzamiento del deseo de todos los ciudadanos de participar en procesos políticos para promover el bien público y de apoyar las autoridades políticas responsables; a propiciar el sentido de justicia y el compromiso con una distribución equitativa de los recursos, y, finalmente, a auspiciar la voluntad de demostrar comedimiento en las elecciones personales que afecten a la salud y al entorno.

3.2 Ciudadanía global. La configuración de una ciudadanía global a partir de los procesos educativos ha de tomar en cuenta los lineamientos sugeridos por organismos de ámbitos globales; ya que estos son los que ejecutan acciones que permiten tener una descripción global de los contextos sociales, económicos y ambientales que acontecen, así como los desafíos para superar los niveles de injusticia existentes que constantemente amenazan la estabilidad de la convivencia en ámbitos locales, nacionales, regionales o incluso, globales, como es el caso de los problemas ambientales. Al respecto, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco, 1997, p. 23) ha elaborado cinco ejes que deben orientar una nueva ética global y, por tanto, favorecedores de la construcción de una ciudadanía sin fronteras. Tales ejes, que deben ser asumidos por los sistemas educativos, se refieren a los derechos humanos y las responsabilidades, la democracia y la sociedad civil, la protección de las minorías, el compromiso con la resolución pacífica de los conflictos y, finalmente, la equidad intra e intergeneracional.

Una educación dirigida a propiciar la construcción ciudadana en esos cinco ejes, por lo menos, propiciaría el reconocimiento ciudadano a unas condiciones mínimas que garanticen una vida digna y justa, manteniendo niveles espera dos de deberes y responsabilidades para el mantenimiento de esta condición. Se potenciaría el compromiso con el sostenimiento de una organización social compatible con el orden internacional, la protección de los derechos humanos y el fomento de la participación ciudadana en asuntos públicos y sociales. Se asumiría la tolerancia cultural como una virtud humana que facilita la convivencia en la diversidad. Se fomentaría el diálogo intercultural como un procedimiento óptimo para resolver los conflictos de forma pacífica propiciando la negociación justa en todos aquellos acontecimientos en los que el marco legal carezca de la suficiente claridad, como es el caso de la distribución de los costes para la solución de los problemas ambientales ocasionados por el desarrollo y otras cuestiones universales que implican situaciones éticas.

Además, se adquiriría conciencia de las relaciones humanas con la Naturaleza y sus recursos, así como la asunción de responsabilidad ciudadana con respecto a las generaciones futuras en cuanto a la contaminación del planeta y a los potenciales riesgos globales que esa situación comporta. En definitiva, se trata de que la sociedad global y multicultural cimiente, a través de sus sistemas educativos, unos principios morales necesarios para su control y autorregulación, teniendo en cuenta que tales principios trascienden los límites de las fronteras de lo local, lo nacional y, por tanto, encierran una nueva forma de pensar, de ser y de concebir la vida en sociedades complejas, diversas y globalizadas.
Una educación para una ciudadanía como la que se propone ha de fundamentarse en la creación de condiciones que afectan a los procesos educativos, al contexto, a las estructuras educativas, a los recursos de aprendizaje y a los actores mismos. Evidentemente, como la ciudadanía es un concepto en constante construcción, los contenidos y estrategias educativas han de revisarse continuamente, de manera que los mismos se correspondan con el ser humano que se desea formar, en función del desarrollo social universal.

Entonces, los contenidos relativos a hechos, conceptos y sistemas conceptuales han de estar en armonía con los procedimientos a utilizar y con los valores y actitudes humanas que se pretende sean aprehendidos en los procesos de configuración de la ciudadanía emergente que se propicia. Es todo una labor de educación moral. Al respeto, Martínez (2001, p. 147) propone algunas consideraciones pedagógicas de interés. Sostiene que es necesario promover una educación en y para los derechos humanos; fomentar la autocrítica de la propia cultura y el aprendizaje de otras mediante la utilización de habilidades dialógicas y actitudes que favorezcan el consenso; educar para el bien común y los intereses colectivos; desarrollar programas de educación en valores y, finalmente, facilitar la implicación de las personas en proyectos colectivos que supongan la mejora de las condiciones económicas y políticas que favorecen o perjudican el libre disfrute de los derechos humanos.

Las propuestas educativas que se han presentado aportan ilusiones y esperanzas al reto social de construir una condición de ciudadanía global, con la que haya una identificación general e igual disfrute. Pero también es una responsabilidad que tiene la sociedad global de generar las condiciones para el pleno desarrollo de la dignidad humana, desde el aprecio a la diversidad, el reconocimiento y defensa de los derechos humanos y el amor al planeta, el confortable hogar de la humanidad.

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