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Un encuentro con Marcio Veloz Maggiolo

by Carlos María Romero Sosa
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El autor rememora su encuentro con Marcio Veloz Maggiolo en el Hotel Intercontinental V Centenario, al visitar la ciudad de Santo Domingo, invitado por las autoridades de la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo en el 2006. 

¿Así que usted es porteño? —me inquirió informal Marcio Veloz Maggiolo aquella mañana de abril de hace quince años, al saludarme en el lobby del Hotel Intercontinental V Centenario. El mayor novelista dominicano vivo entonces, y uno de los más prestigiosos de Hispanoamérica, dio así inicio a nuestra charla, ajeno a toda actitud olímpica, tan característica de los autores exitosos. Es más, al saber de mi particular interés por conocerlo luego de ser sacudido —es la palabra — por algunas de sus narraciones, él mismo había anunciado en la víspera que me visitaría allí junto al licenciado Alejandro Arvelo, director de la Feria Internacional del Libro Dominicano, que ese 2006 tenía como país homenajeado a la República Argentina y a la que había sido invitado junto con mi mujer María Cristina Giuntoli, jurista y escritora que disertó sobre el mobbing en materia laboral.

Por cierto, aunque debiera ser trinitario o algo así mi gentilicio —recuerdo que se me ocurrió responder al instante ante su sorpresa, por lo que el diálogo se encaminó al principio por senderos más históricos que literarios, aunque bien ajenos a la decimonónica Trinitaria duartista. Y para dar cuenta del frustrado gentilicio retrocedí en los siglos hasta los tiempos de la conquista del hoy territorio argentino, cuando el segundo fundador de Buenos Aires, el vizcaíno Juan de Garay, bautizó con nombre de carabela venturosa, al decir de Enrique Larreta: Ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Nuestra Señora de los Buenos Ayres, a la hoy capital, oficial y algo ampulosamente denominada a partir de la reforma constitucional de 1994 Ciudad Autónoma de Buenos Aires. 

Pero fue más tarde, al leer sobre todo un par de novelas de Veloz Maggiolo, que pude advertir cómo el tema ciudadano y del barrio natal era una constante en él y que aquella pregunta no obedecía a una formalidad, porque, bien que mitificándolo con el empleo de algunos elementos del realismo mágico, tendencia estética justamente de cuño dominicano como que el mismísimo Gabriel García Márquez consideró su precursor al cuentista Juan Bosch, el Santo Domingo de Veloz Maggiolo, esperpéntico, fantasmagórico, marginal en ocasiones y por lo tanto muy lejano de la señorial Ciudad Romántica descrita en la modélica guía de Joaquín Balaguer, y más incluso que toda la urbe del Ozama, específicamente la barriada de Villa Francisca, donde nació en 1936, no constituye una mera escenografía o un elemento propuesto para pretextar pinceladas de color local. En cambio, la urbana, apenas mencionada y subyacente Villa Francisca que en los sucesivos capítulos de su novela La biografía difusa de Sombra Castañeda trasmuta casi en la ruralidad salvaje del Barrero, es una protagonista elevada al mismo nivel existencial de los actores de la trama. 

Se trata de un texto que reduplica desde el título la vaguedad en función de categoría no solo cronológica, en la tradición de las obras de imaginación, condimentadas con datos sociológicos y antecedentes históricos e inspiradas en dictadores y caudillos latinoamericanos. («El Caudillo» se denomina justamente una novela criollista de Jorge Guillermo Borges, padre del escritor argentino universal, que data de 1921.) Una corriente que quizá inició Domingo Faustino Sarmiento con el Facundo: Civilización y barbarie, primeramente, un folletín dado a conocer en 1845 en el diario chileno El Progreso durante el segundo exilio del Maestro de América en el país trasandino. 

Todavía más patente está su barrio en otra de las novelas que compuso: Ritos de cabaret, un mapa de la frustración humana entre vahos etílicos que lindan con el «realismo grotesco» y carnavalero que, según algún comentarista de esta obra, caracterizara en su hora el ruso Mijail Bajtin. Aquí el fracaso individual es capaz de opacar igual que el paso de una sombra, el cuerpo social todo sacudido por rupturas políticas que no fueron tales en los hechos; así el trujillismo y el neotrujillismo de Balaguer de los años sesenta de la pasada centuria, una materialidad palpable en juego dialéctico con el sueño individual de la idealizada edad de oro de imposible recuperación para el protagonista. 

Ambas ficciones trascurren con el trasfondo de la muerte del dictador Trujillo —o el epílogo de su gobierno— en ensueño o realidad, como anticipación o en resolución. Impacta en La biografía difusa de Sombra Castañeda —suerte de espectro en función de coro griego, que «venía desde los siglos caminando y buscando un imperio»— el extenderse sus ciento noventa y ocho carillas entre vientos de transculturación, mitos africanos, brujería, metamorfosis, la disolución final de Sombra Castañeda en la historia viva y revivida desde los tiempos del descubrimiento de La Española, sincretismo religioso y mestizaje en gran medida doloroso y difícilmente florido, por tomar el adjetivo empleado por mi compatriota el historiador y arqueólogo Alberto Salas en su libro Crónica florida del mestizaje de las Indias, publicado en 1960. Más que ejercitar el recurso del anacronismo, esta novela parece deconstruir la historia dominicana y rearmarla ante los lectores juntando como piezas sueltas las presencias de Diego Colón, del generalísimo Trujillo, de la primera invasión norteamericana «a la parte española de la Isla», del ajusticiamiento de los esclavos rebeldes por orden del Segundo Almirante de la Mar Océana y de la agonía del disidente Esculapio Ramírez, que hila la trama. 

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Lamento hoy no haber ahondado más en las vivencias de Villa Francisca de Veloz Maggiolo dado que no conocía entonces los referidos libros suyos; y cuando me anotició que el origen de su barriada había sido una hacienda que el poeta Manuel de Jesús Galván adquirió a finales del siglo XIX, y adoptó el nombre en homenaje a su esposa Francisca Velásquez, me interesó más escuchar su opinión sobre la leyenda de Enriquillo, la gran novela histórica de Galván, que estudió por ejemplo el argentino Enrique Anderson Imbert. 

Una cosa llevó a otra y hablamos entonces de Cristóbal Colón y de su diario, que, en coincidencia con la opinión de Menéndez Pidal, sostenía Marcio con su autoridad de filólogo y antropólogo, había sido redactado en un castellano aportuguesado. Hace pocos años cuando buscaba por internet bibliografía para ambientar un cuento de tema histórico, hallé por casualidad en Listín Diario un esclarecedor artículo suyo sobre el castellano inicial americano que imprimí y conservo junto a la obra de Ángel Rosenblat: La población indígena y el mestizaje en América. Al leerlo me volvió a la memoria algo de la conversación de aquella mañana frente al malecón, de cara al mar Caribe y en oportuna cercanía al Alcázar de Colón y a la Catedral Primada de América. Las lenguas son, desde el punto de vista de los conquistadores, casi siempre una imposición, sentenció en aquella nota de 2018, así como: La lengua es poder

A este académico de letras, enconado adversario de la inquisición academicista, capaz de matar la espontánea forma de comunicación popular por el impuesto «buen decir», le preocupaba, según me comentó, la destrucción del idioma resultado de la falta de lectura de los niños y jóvenes. Pienso ahora en «El idioma del sueño», un cuento infantil suyo, que habla de un escritor que decidió inventar un idioma que nadie entendiera y escribir un libro que nadie pudiera leer. Finalmente, se arrepintió al soñarse frente a un grupo de niños contrariados al tener noticias del absurdo proyecto. La moraleja quedó en la voz del relator omnisciente: Si alguien, algún escritor dudoso como yo, les dice un día que quiere inventar un idioma y escribir un libro que nadie puede leer, díganle: usted está totalmente loco, amigo, está soñando. 

Vinculada con el tema del idioma como apertura al mundo, advertí su valoración de voces de variadas procedencias étnicas y lingüísticas, añadiendo regionalismos a la lengua impuesta en un momento histórico por los colonizadores españoles, aunque ello vale para todas las colonizaciones. En nuestro caso, los americanismos que la enriquecen y la hacen amigable para los hablantes de los diferentes puntos cardinales donde no se pone el sol del castellano. Si la lengua es poder y a veces opresión, también la palabra puede trasmitir solidaridades y rebeldías. 

Ese día se me reveló el humanista que había en Veloz Maggiolo, en el sentido de alguien que está volcado hacia el hombre, privilegiando su condición y su dignidad por encima de dogmas e ideologías. Y ello cuando, al hablar del vecino Haití y preguntarle si a esa altura era ya un país inviable, me respondió que no le cabía ni en la mente ni en el corazón que los hubiera tales y que muchos colaboraron desde antiguo para la devastación del primer país negro independiente del mundo. Le conté entonces el digno y hasta heroico gesto de un embajador haitiano en la Argentina sobre el que yo había escrito a principios de 1981: el doctor Jean Brierre, militante anticolonialista y poeta del movimiento de la negritud. Brierre salvó la vida de varios militares peronistas refugiados en su embajada, los que, secuestrados por comandos civiles gubernamentales, iban a ser fusilados en junio de 1956. Me dijo que le interesaba mucho el tema y lamento no haberle enviado esa publicación no bien regresé a Buenos Aires, cuando estaban frescos los compromisos contraídos. 

Después la conversación giró a cuestiones literarias y me llamó la atención que me preguntara por Eduardo Mallea, el novelista, ensayista y traductor del norteamericano Waldo Frank; que, aunque fallecido en 1982, no hace tanto, hoy es poco recordado en mi país, donde parecidas desmemorias son la regla. No creí de más aportar la nota personal y le hablé sobre la amistad de mi familia con la de Mallea; de mi abuelo materno graduado de médico en la misma promoción que su padre, Narciso Mallea, también escritor, y de que cuando murió ese abuelo en 1950, fue Eduardo quien redactó su nota necrológica para La Nación, donde dirigió el prestigioso suplemento cultural poco después. 

Por su parte, mi interlocutor sabía bien que había sido embajador ante la Unesco y también le habían llegado noticias de que, por privilegiar su carrera en las letras, no quiso continuar en el cargo que lo absorbía por entero. En efecto, Mallea renunció al irse el gobierno militar de la llamada Revolución Libertadora que lo designó, pese al pedido de que continuara en funciones por parte de la nueva administración surgida del voto popular en 1958. (Marcio, que había encabezado las misiones diplomáticas de su patria en México, Perú e Italia, conocía bien de esas labores burocráticas que suelen posponer el ejercicio de la literatura.) 

Precisamente hace poco recordé al buen lector dominicano del novelista de La bahía del silencio a propósito de la confidencia que me hizo Albino Gómez, otro amigo escritor, periodista y exembajador argentino, entre otros destinos, en Suecia. Resulta que, en una entrevista privada con un miembro de la Academia sueca, fue anoticiado que el argentino que estuvo más cerca de recibir el Premio Nobel de Literatura no fue otro que Eduardo Mallea. 

Otra muestra del agudo instinto literario de Marcio Veloz Maggiolo, cuya palabra entrañable dispensada con generosidad me es grato evocar al enterarme de su muerte a los 84 años víctima de la COVID-19. Y lo hago no sin nostalgia también por aquel ávido oyente suyo en el lobby del Hotel Intercontinental V Centenario con quince años menos que en la actualidad. 


1 comment

EarnestMic febrero 11, 2024 - 2:37 pm Reply

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