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Marcio Veloz Maggiolo, fragmentos de un recuerdo impreciso

by Jeannette Miller
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La laureada escritora Jeannette Miller ofrece su visión y experiencia con la obra del maestro de las letras dominicanas, recién fallecido a causa de la COVID-19, Marcio Veloz Maggiolo. El amigo, el escritor, el creyente. Aspectos novedosos bajo el enfoque de alguien que conoció a cabalidad al escritor. 

Conocí a Marcio Veloz Maggiolo saliendo de la adolescencia. Mis intercambios con él iniciaron con el grupo llamado generación del 60, compuesto por jóvenes que luchaban contra los remanentes de la dictadura de Trujillo en los años explosivos que siguieron a 1961.

Cuando el pintor Silvano Lora fundó Arte y Liberación en 1962, yo tenía 18 años y un bonche de amigos nuevos como Miguel Alfonseca, José Ramírez Conde —Condecito— y Jacques Viau, a quienes me unía el rechazo a la injusticia y el gusto por el arte y la literatura. A ese grupo pertenecían René del Risco, Antonio Lockward, Juan José Ayuso, Grey Coiscou, Rafael Añez Bergés y muchos más. Nos reuníamos donde Miguel, en el estudio de Condecito o en las cafeterías de la calle El Conde para comentar los libros que habíamos leído, principalmente poesía, que nos conectaban a los simbolistas y a los poetas duros latinoamericanos, como Vallejo, Roque Dalton, el Neruda de Canto general, también el ruso Evgueni Evtuchenco… mientras comentábamos Por quién doblan las campanas de Hemingway o La peste de Camus, y Héctor Dotel Matos recitaba de manera impresionante «Sube a nacer conmigo, hermano», emocionado por los versos de Alturas de Machu Picchu

En ese período humeante se enjuiciaban las obras dependiendo del grado de compromiso social que proyectaban; y en cuanto a los escritores locales, se desechaba a los que habían participado en los gobiernos de Trujillo y también a los antitrujillistas que tenían una posición cómoda, y a los que despectivamente llamaban burgueses. El ejemplo a seguir era Hay un país en el mundo de Pedro Mir. 

Miguel Alfonseca, Grey Coiscou y otros asistían a las reuniones de Brigadas Dominicanas, donde Aída Cartagena, quien publicaba sus trabajos; otros compartíamos con Franklin Mieses Burgos sobre Paisaje con un merengue al fondo, y con Luis Alfredo Torres, a quien encontrábamos en el parque Colón mientras recorríamos la calle El Conde de parque a parque. 

Entonces llegó Marcio. No llegó solo sino acompañado por ese gran poeta, hoy olvidado, que fue Ramón Francisco. Ellos habían sido clasificados como generación o grupo del 50, que nunca se proyectó como tal, quizás porque esa década (1950) fue la más horrenda de la dictadura de Trujillo. Marcio y Ramón Francisco se integraron con nosotros en lo que fue la dinámica de lecturas y discusiones sobre arte y literatura. Quizás el más cálido de los dos, el más abierto, fue Marcio. Los domingos por la tarde íbamos a sus casas, más a la de Marcio, donde nos recibía Norma Santana, su esposa, una mujer bella y sonriente que actuaba como el ángel de la guarda del escritor. 

Durante la semana, cuando ya era de noche, salíamos de la cafetería El Sublime ubicada en El Conde, casi esquina 19 de Marzo, Marcio se iba con René probablemente a conversar sobre canciones y boleros, de los que Marcio era fanático y a los que René escribía las letras. Yo criticaba los boleros como versiones edulcorantes impropias en una época de sangre y metralla. Recuerdo que al famoso bolero de Armando Manzanero «La otra tarde vi llover, vi gente correr y no estabas tú…» yo le cambiaba la letra y cantaba: «La otra noche vi correr, vi gente llover…», lo que enfurecía a René. Realmente, Marcio no me hacía mucho caso. Cuando hablábamos era más sobre mi padre, a quien admiraba, y de nuestro nexo familiar, que en mi caso no era de sangre, por los Maggiolo, hasta que con el tiempo llegó a la conclusión de que yo no era solo la hija de Freddy Miller. 

No sé si fue a partir de mis poemas en el número 11 de Testimonio (1964), la revista de la generación del 48 que dirigía Ramón Cifré Navarro; o de la separata El viaje (1967), que publicó Cuadernos Hispanoamericanos, o quizás de Fórmulas para combatir el miedo (1972), o de Cuentos de mujeres (2002), que fue armando su idea de mí como escritora. Sí puedo afirmar que mi novela La vida es otra cosa (2006) acabó de definirla. A lo largo de esos años comentó y escribió sobre mi obra, presentó mis libros y yo presenté los suyos, pero lo más importante fue que comenzamos a hablar de boleros, a los que me unía una sensación de atracción y de rechazo. En esas conversaciones yo rescataba melodías, letras y voces que venían desde mi infancia y adolescencia: Vicentico Valdés, Olga Guillot, Lope Balaguer, Elena Burke, Marco Antonio Muñiz… Moisés Zouain, Bullumba Landestoy, José Dolores Quiñones, Rafael Solano… me ayudaban a ponerle «los aretes que le faltan a la luna» y a perderme en «un atardecer cuando no haya sol, cuando el mar se ve ya sin su color…» en un ejercicio de escudriñamiento emocional que ponía sensaciones contradictorias sobre la mesa y me ayudaba a clasificarlas y a ponerles nombre, dando así el primer paso para que no me afectaran. Y es que esos boleros actuaban como detonantes de épocas que nos empeñamos en guardar como las mejores de nuestras vidas, y al mismo tiempo sacaban a flote ese masoquismo de sentir tristeza por amores imposibles o no 

correspondidos, ese gozo en el dolor que te oscurece la vida y al que nunca he querido dar cabida en mi existencia. Por eso cuando publiqué A mí no me gustan los boleros (2013), lo dediqué a Marcio en un juego de ironía que implicaba lo contrario, consciente de que el nexo entre los dos superó la idealización de habernos conocido en una época heroica para continuar en una búsqueda de la vida, del hombre y de lo que nos rodea, en un esfuerzo permanente por llegar a la verdad. 

El escritor 

Marcio Veloz Maggiolo escribió numerosos textos sobre distintas disciplinas y lo hizo de manera óptima. Su manejo de temas y géneros lo consagró como el escritor vivo más importante de nuestro país. Sin embargo, Marcio partió sin que hubiéramos peleado para que se le reconociera con los grandes premios internacionales. En este fragmento solo me referiré a él como novelista. 

La narrativa larga de Marcio Veloz Maggiolo presenta, entre otras, las siguientes características:
1. Presencia del contexto social e histórico. 

2. Búsqueda de la «totalidad» que define al hombre universal.
3. Conexión entre las épocas históricas y la realidad humana, que se repite en la narración de lo mismo, bajo personajes, tiempos y ambientes distintos. 

4. Diálogo entre dos protagonistas que representan dos aspectos de sí mismo.
5. Niveles descriptivos delirantes que van desde lo sublime hasta lo repulsivo. 

6. Digresiones que cumplen con su propósito totalizador.
7. Referencias enciclopédicas que producen un texto denso, intrincado. 

8. Fe y espiritualidad permanentes que lo llevan a buscar en distintas fuentes. 

Desde que en 1967 publicara Los ángeles de hueso, Veloz Maggiolo removió la tradición de la novela dominicana de la tierra y de carácter social representada por obras como La Mañosa (1936), de Juan Bosch, y Over (1939), de Marrero Aristy. En ese texto, el autor utiliza la reflexión para manifestar, a través de recursos experimentales, la angustia producto de la derrota que distinguió a los existencialistas y a muchos escritores dominicanos que emergieron entre 1961 y 1978. Los ángeles de hueso ya contenía los elementos que definirían la narrativa de Marcio: referentes históricos, inclusión de lo sensual erótico y una estructura abierta donde la reconstrucción de los recuerdos a través de la música —ya fuera bolero, bachata o merengue— y del paisaje —la ciudad, el mar, el barrio o el río—, junto con los años de infancia y juventud, se convertían en claves que metamorfoseaban la realidad en un mundo interno, particular, constituyendo un código que identificaría su ficción. 

Sin embargo, la ficción en un intelectual como él —historiador, antropólogo, arqueólogo, dramaturgo, ensayista, pintor— sobrepasa los límites de verdad-mentira para erigirse en un amplio registro de su medio, de su entorno, de las actitudes y respuestas humanas de su comunidad ante la existencia. De ahí que cada uno de sus libros resulte ser memoria de su vida, de su casa, de su barrio, de su ciudad, del país, y aun todavía más, una memoria del Caribe y del hombre universal. Libros como De abril en adelante: protonovela (1975), primera novela dominicana que trata la Revolución de Abril de 1965, y sus textos sobre el dictador Rafael Trujillo como Biografía difusa de Sombra Castañeda (1980), Ritos de cabaret (1991), Uña y carne (1999), forman parte de esa obsesión por describir a Trujillo, de dar información sobre cómo era, en una especie de exorcismo que quizás podría liberar al autor de las experiencias vividas durante los años del sátrapa. 

Por otro lado, Materia prima (1988), La mosca soldado (2003) y El sueño de Juliansón (2014) marcan una cadena de escritos cada vez más brillantes que se van despegando del fantasma del dictador para proponer la manera de novelar como protagonista del texto. Materia prima, porque además de las alusiones a la época de Trujillo, deja constancia de querer edificar una memoria con el registro de la condición humana en un micromundo barrial, estableciendo su código para novelar. La mosca soldado y El sueño de Juliansón, porque tratan de explicar el pasado remoto que solo se manifiesta a través de una imaginación extraordinaria atrapada en los objetos y leyendas que han sobrevivido. 

En Materia prima, amigos del barrio de Villa Francisca se reencuentran después de una o dos décadas en que han definido sus vidas adultas. Uno de ellos, Persio, al borde de la muerte, pide al diplomático e intelectual Ariel que termine la novela que él sabe va a dejar inconclusa. Dubitativo al principio, Ariel se va envolviendo en el compromiso. En su afán de precisión y de encontrar la verdad, indaga con otros amigos de infancia y juventud las versiones que plantea Persio en su novela, y aunque todos parten de una misma «materia prima», cada una de las respuestas es distinta. Las experiencias comunes, la oposición de valoraciones, el compromiso de las complicidades y el descubrir los secretos sirven para que Veloz Maggiolo edifique los acontecimientos que narra al compás de un discurso paralelo de orden asociativo, que funciona como contrapunto de las acciones que suceden a la sombra de los últimos años de una dictadura aplastante. Desde la fundación de la ciudad de Santo Domingo y las bellas nominaciones de los cronistas de Indias, desde los clásicos grecolatinos hasta el Santo Domingo medieval y prerrenacentista, desde la poesía simbolista hasta el personaje omnipresente del dictador, desde los primeros discos de Eduardo Brito hasta el bolero, la bachata y los cueros de Villa Francisca, Marcio Veloz Maggiolo realiza un ejercicio enciclopédico, que puede ser leído en virtud de un ritmo idiomático que garantiza el carácter literario de sus textos. 

En su extrema necesidad de dejar constancia, Materia prima es también un registro de nuestros
hábitos, costumbres y sus orígenes; de un acontecer urbano, donde a partir del micromundo barrial, Veloz Maggiolo explica su visión del mundo, de la vida, de los seres humanos, y en un permanente colegir, iguala e identifica la existencia y los hechos aparentemente «pequeños» de un sector de Santo Domingo, con los grandes acontecimientos históricos de épocas pasadas, demostrando que las estructuras son las mismas y que el ser humano es el mismo, si lo juzgamos por sus actitudes y respuestas. Materia prima es un ejemplo brillante de apertura e inclusión de todo lo que el autor considera significativo; su estructura multiforme logra fundirse al final en una totalidad reveladora, por lo que realmente esta novela resulta un código para novelar la vida. 

Al leer La mosca soldado y El sueño de Juliansón nos damos cuenta de que ambas novelas tienen muchas similitudes:
1. Las dos se desarrollan alrededor de los trabajos arqueológicos que se hacen en un cementerio indígena.
2. Las dos proponen que esos esqueletos corresponden a las almas que vuelven, en distintas épocas y de maneras distintas, a continuar una especie de karma o a ejercer la libertad que se han ganado durante su existencia.
3. Las dos trabajan un diálogo permanente, en el caso de La mosca soldado, dentro de una estructura epistolar, donde el uso del vocativo resulta un elemento vitalizante. 

4. Las dos incluyen la presencia protagónica de un amigo con quien el autor comenta, discute, afirma, se dice y se desdice, proponiéndolo como un alter ego creado por Marcio para dinamizar sus novelas. 

A las personas no familiarizadas con el trabajo de los arqueólogos, el título La mosca soldado les parece una frase surrealista. La libertad de Marcio como escritor queda establecida en este libro cuando a lo largo de 238 páginas la primera vez que se menciona la mosca soldado es en la 150. Ya me había olvidado de ella, atrapada por los eventos que sostienen los cuestionamientos de un profesor científico y que van surgiendo según avanzan los trabajos arqueológicos en un cementerio indígena ubicado en El Soco. Allí se descubren los cadáveres de una muchacha púber y de un niño recién nacido, ambos en posición ritual, que habían sido enterrados vivos como parte de esos sacrificios propiciatorios que aparecen en los grupos humanos de las primeras edades, siempre conectados al alimento y por lo tanto a la subsistencia. Todo esto, acontecido en el siglo X después de Cristo, se va complicando con las creencias de una aldea pesquera que da nombres de personas a los elementos que forman su ecosistema. Una vieja vidente que vive en el pueblo dijo antes de las primeras excavaciones que allí estaba enterrada una princesa. Lo dicho envuelve al profesor de arqueología en una niebla de misterios que a ratos se pueden entender ayudados por la ciencia, pero que lo sumergen en una obsesión tal, que termina enamorándose de la princesa. Los datos obtenidos sobre los indios arawaks se pasean desde Venezuela hasta el Smithsonian, buscando versiones que aclaren qué había sucedido realmente en ese enterramiento. Y ahí viene la mosca soldado como clave del seguimiento de la historia, por ser la que sobrevive en osamentas después de descompuesta la carne, y es a través de ella que pueden confirmarse muchas cosas. 

La mosca soldado es una novela que tiene muchas lecturas y muchas historias, pero si vamos al centro de la novela tendríamos que decir que se teje alrededor de un ser humano de fines del siglo XX enamorado de un esqueleto ubicado mil años atrás, con una obsesión tal, que el verdadero estímulo para sus investigaciones es el interés de conocer la historia de su amada. Algunos podrían clasificar esto como necrofilia, sin embargo, el autor campea esa difícil situación, que podría ser asqueante, con un nivel de poesía similar a su afición por Mozart y por los boleros de Guty Cárdenas, que aparecen luego de terminadas las excavaciones. El otro eje temático es la historia de los asentamientos arawaks en la isla cuando ya estaba habitada por los taínos y el intercambio de ambas culturas, que propone el uso de la guáyiga fermentada y luego cocida como sustituto del casabe en algunas zonas, lo que conllevó nuevas relaciones y rituales para ambos grupos aborígenes, como el sacrificio a los dioses formado por una mujer y un niño enterrados vivos. Las respuestas a estos planteamientos son dadas a lo largo del texto mediante creencias esotéricas y coincidencias inexplicables. Pandora, el nombre asignado por Eduardo a la «princesa» indígena, corresponde a la mitología griega. El poeta Hesíodo afirma que es el nombre de la primera mujer, lo que justifica muchos detalles de lo encontrado en la tumba: una jarra con la mata de guáyiga, que alude a las bondades y males que definirían a la humanidad; y la belleza y la gracia, pero también la mentira y la falacia, que los dioses pusieron en el corazón de la mujer. El autor se empeña en limpiar el nombre de Pandora-esqueleto con sus delirios de belleza y virginidad, sustentados por la pena de que había sido enterrada viva en ofrenda: «… Pandora tenía una dentadura egregia, completa, brillante… de una candidez pasmosa… era una sonrisa total, sin labios; era un poema. Surrealista y moderna, me recordaba algunos versos de Eluard y de Prevert…», escribe Marcio. Y como si respondiera al conjuro del profesor arqueólogo, Pandora cobra vida, pero en una joven prostituta de esta época que muere en un incendio del prostíbulo donde trabajaba, embarazada de un poderoso de la Era de Trujillo. El autor finaliza diciendo: «Lo que estoy haciendo es cerrar una aventura de amor y de tragedia». Definitivamente La mosca soldado es un texto que pone frente al lector el hecho de que toda conciencia hace un mito del amor y busca con ansia la muerte, como símbolo del descanso y del verdadero existir, lo que es común a todas las culturas y creencias. 

En distintas entrevistas Marcio Veloz Magrillo repitió que Materia prima era una protonovela, apuntes desiguales que podrían constituir algún día un texto definitivo; desde el punto de vista literario, ese texto definitivo se da en El sueño de sueño, que publicará en el 2014. 

Sin dejar de lado la visión existencial, amplia y contradictoria que presentan sus obras anteriores, El sueño de Juliansón logra un planteamiento totalitario de la vida y de los sueños, de la belleza y lo grotesco, de la mentira y la verdad, de la vida y de la muerte, de la realidad y la imaginación, a través de dos personajes que entablan un diálogo que abarca todo el texto, recurso que el autor ha utilizado en la mayoría de sus novelas. Uno de ellos, Juliansón Omelet, alto, grueso, rimbombante al hablar, rico habitante de Cutupú, provincia de La Vega, proyecta su visión del mundo y de las cosas a través de ideas filosóficas y esotéricas, vastos conocimientos de historia, arquitectura, biología, religión, costumbres y mitos, que le permiten tejer una trama de deducciones mágicas y contradictorias, entremezclando realidad y leyenda. Por otro lado, su interlocutor, arqueólogo «desenterrador de sueños», a quien Juliansón bautiza con el nombre de Arconte —que en la antigua Grecia era sinónimo de mando o dirigencia—, es, además de personaje narrador, historiador e investigador, quien sigue los métodos técnicos y científicos aprendidos en las universidades para sustentar el conocimiento. Ambos hacen amistad y el arqueólogo, al oír los primeros discursos de Juliansón, los considera llenos de locuras y disparates que lo sorprenden, pues provienen de un hombre sorpresivamente culto, que incluso cuenta, entre los múltiples títulos adquiridos, el de criptógrafo. Dueño de tierras del Cibao, Juliansón ha ligado sus conocimientos racionales con las leyendas, y el motivo de su vida es proteger el cementerio indígena —Coaybay o cielo de los muertos—, que afirma está dentro de su propiedad y donde se mantienen vivas las almas de los indios. 

Ambas posturas producen un diálogo delirante entre las historias mágicas de Juliansón y las comprobaciones científicohistóricas del arqueólogo. En la defensa de las almas que no han muerto llamadas opias y que vivían en el subsuelo de su propiedad, Juliansón recurre a referencias culteranas que comprueba el arqueólogo: desde el brahamanismo hindú precedido por los Vedas; el Gilgamesh, cuando menciona los textos judíos del Talmud y la Torá, y sus nexos con la cultura babilónica; los escritos de fray Ramón Pané, Bartolomé de Las Casas, Lope de Vega, Rudyard Kipling, Rousseau, Flammarion, Pascal y otros grandes de la física, la biología, la literatura y el esoterismo. En su proceso de confirmación, el arqueólogo agrega las opiniones de autores nacionales como Fradique Lizardo —a quien llama Radique Luxaris para desviar envíos maléficos—, Manuel Mora Serrano, Magín Domingo, Carlos Esteban Deive, Lepe, Bernardo Vega, Juan Bosch, y muchos más, quienes también sirven de soporte a las realidades, comprobables o no, del sueño de Juliansón. Y en este devenir de interpretaciones mágicas por un lado y de comprobaciones historicistas por otro, cada personaje va definiendo su ser, sus motivos existenciales, que concluyen en que Dios está en todas las cosas y que todas las cosas tienen alma. De forma que Juliansón se refiere a garzas que cantan a Vivaldi, a perros con sarna de oro, a ciguapas que bailan con los merengueros de monte adentro, y también acompañan desde antaño a Opiyelguobirán, el dios indígena con cuerpo de perro y cabeza de hombre, en su escondite de siglos; a su ascendencia aborigen, oculta en un falso escudo de armas que afirma que el apellido Omelet —que significa tortilla en francés—, pertenece a una rama del árbol genealógico que registra a los descendientes de Isabel la Católica; y a Oguí, su compañera en los sueños, mujer de piel brillante hecha de reflejos, de quien esperaba tener hijos. 

La física cuántica, la teoría del Big Bang, la inversión del tiempo o no tiempo, son confirmados por Juliansón Omelet con la existencia de las opias —almas de los muertos indígenas que continúan vivas en otro nivel y que se esconden para no ser destruidas mediante clasificaciones científicas— y con el perro llorón de doña Murga, registrado también como El Huidor, a quien Juliansón había puesto el nombre de Admiridonte y al que tenía como al mismo Opiyelguobirán, dios perro de los indígenas. 

Todo este meollo de mentiras, pero también verdades alucinantes, son conectadas por el arqueólogo con piezas del Museo del Hombre —asas de vasijas con esculturas de ranas celestiales que simbolizaban la fertilidad, cemíes con cuerpo de perro y rostros humanos—, pero, ante todo, con esa verdad que él había intuido siempre: que todas las cosas tienen vida permanente, tienen alma, que solo se transforman para defenderse de la violencia y la depredación. El hecho es que el arqueólogo se deja ganar por los sueños de Juliansón, y a partir de entonces, no se sabe dónde termina uno y comienza el otro en ese afán de encontrar la verdad, ya sea en restos arqueológicos verificables, en los textos que describen similitudes de distintas épocas o en sueños llenos de símbolos y de poesía. «La piel de una iguana podía contener un alfabeto e historias de lo que fuera el pasado geológico. Toda vida… podía narrar el secreto inscrito en su pálpito», afirma Juliansón. 

En El sueño de Juliansón, Marcio Veloz Maggiolo supera lo escrito con anterioridad. Su tratamiento del tema, a base de inserciones y recuerdos reiterativos, citas de autores universales con los que se identifica, y afirmaciones que tratan de definir su visión de la existencia, nos lo presenta de una manera distinta y rotunda, que, aunque repitiendo la dialéctica de sus textos anteriores, utiliza recursos innovadores que enriquecen su narrativa. Obra de un escritor sabio, maduro, seguro de sus inseguridades, permanentemente abierto a nuevos conocimientos y verdades, que mediante la técnica del diálogo disfraza el monólogo que excluiría el «parto de ideas». Su amplia cultura y su increíble imaginación le permiten navegar por puntos extremos de la historia, atando cabos que amarran los distintos procesos humanos y sociales bajo las siguientes premisas: perseguir lo inalcanzable, encontrar el sentido de la vida en cosas comprobables y no comprobables, poder confirmar creencias esotéricas, buscar la justicia después de la muerte a través de casualidades que no son casuales, sino el cordón de una historia subyacente que no se registra en los libros. 

El creyente 

A lo largo de la novelística de Marcio Veloz Maggiolo encontramos numerosas alusiones al más allá fundamentadas en un sentido de justicia divina, que de una forma u otra va a equilibrar los padecimientos del ser humano con un estadio de descanso y redención. 

Ya en Materia prima el autor declara a través de su personaje Papiro-Persio-Ariel: «Todo está contenido en todo», confirmando el inconsciente colectivo que los une. En El sueño de Juliansón confiesa que ha vivido «tratando de explicar aquel pasado… que iba desde las pruebas sin prueba alguna, a la inexplicación de un tiempo historizado por la carga de la imaginación». Igualmente afirma: «… creo que convivo con restos de pasados que se producen dentro de mi propia intemporalidad y bailotean en mi interior». Y muy especialmente: «La nada no es una respuesta para la explicación del todo»; «Dios está en todas las cosas y… todas las cosas tienen alma». Estos y más referentes que también aparecen en su obra poética, nos llevan a hablar de la fe de Marcio, una fe tan amplia como todos los testimonios de vida que dejó. 

Por otro lado, en un acercamiento crítico titulado «La mosca soldado, el puente entre la ciencia y lo divino», Bruno Rosario Candelier asegura que esa novela: «… refuerza el modo de ficción metafísico en las letras dominicanas… aunque es la primera vez que este prolífico autor incursiona en una narración adscrita al modo de ficción metafísica, ya había dado señales, en estudios y artículos publicados en la prensa, de que había desarrollado su intuición de lo profundo y podía sintonizar la ladera oculta de la realidad, que en otro estudio he llamado la realidad trascendente». 

Cuando en el 2016 Marcio Veloz Maggiolo reunió su poesía completa en el tomo La sonora armonía y me dedicó su libro de poemas Soy el vacío (atisbos de la sordera) (2004), comprobé que los nexos vivenciales, literarios y familiares que nos acercaron se habían mantenido en una identificación esencial sobre el sentido de la vida y la espera de la muerte. 

Con los años, la mayoría enfrentamos un deterioro a plazos que comienza con la falta de respuestas físicas: lentitud al caminar, disminución de la vista y de la acústica, pérdida de la dentadura y otros detalles que dificultan la existencia al no permitir que respondamos a nuestros deseos, y solo podemos enfrentar esta condición a base de fe y esperanza. Es en ese momento que nos damos cuenta de que somos nada y que todo lo que hicimos fue nada, que lo que perseguimos desaparece en la nebulosa de un universo deslumbrante y que lo único que pudimos haber hecho fue integrarnos a la suprema energía del amor. El poema que más me impresionó fue «Misiva»: 

«Dios rodeado de sí, / solitaria presencia cercada por sí misma. / Dios mirando lo inmirable, / lo suyo creado a fuego y guerra. / Dios con una impotencia de mortal, / masticando su chicle de un centavo, / su miedo a la creación…» 

Y entonces me di cuenta de que un hilo de agua que reflejaba el viento siendo luz había agarrado la mano de Marcio para llevarlo a escudriñar la esencia de la vida, que es la muerte, y negarla en su condición de olvido, pero afirmarla en el registro de la memoria que pervive. 

Yo también he aprendido a buscar el descanso en esa luz divina, y desde la casi inmovilidad que Dios me ha otorgado, festejo cada día, celebrando las inmensidades de su creación. Por eso, quiero terminar estos fragmentos con las palabras de Marcio-Juliansón en el momento que afirma: «Cuando ves un animalillo luminoso titilar, está enviando un mensaje estelar de vida que algún día entenderemos… Esa lucecilla recorre el universo y nunca muere… son como trocillos de luz del universo inicial encarnado… ganándole, con su brillo, la batalla a la muerte». 


2 comments

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