En 2013, Edward Snowden destapó una red de espionaje digital del Gobierno de Estados Unidos que rebasó las más febriles imaginaciones. Cinco años después, el mundo continúa lidiando con las implicaciones de lo que reveló.
A finales de mayo de 2013, un analista de sistemas de veintinueve años radicado en Hawái dejó un recado a su novia informándole que tenía que hacer un viaje de trabajo. Pero a su empleador, Booz Allen Hamilton, le dio una explicación diferente: se ausentaría un tiempo por enfermedad. Abordó un vuelo a Hong Kong y se registró en el Hotel Mira en un anonimato total. En tan solo tres semanas, este analista de rostro juvenil, con lentes y una barba de días, se convertiría en la persona más buscada sobre la faz de la tierra.
Experiencia y desilusión
En los primeros días de junio, Edward Snowden logró entablar contacto seguro con la documentalista Laura Poitras y el periodista Glenn Greenwald, quienes volaron a Hong Kong para conocerlo. El primer encuentro entre los tres fue digno de la película realizada posteriormente por Oliver Stone: Snowden los esperaba en el vestíbulo jugando con un cubo de Rubik. Greenwald y Poitras, acercándosele, preguntaron acerca del horario del restaurante. Snowden contestó que sería recomendable preguntar en el lounge y que los podría acompañar hasta ahí. En lugar de eso, se dirigieron a su habitación.
Aunque técnicamente era contratista de Booz Allen Hamilton, el verdadero empleador de Snowden era la Agencia Nacional de Seguridad de Estados Unidos (NSA, por sus iniciales en inglés).
Y por más joven que fuera, contaba ya con una amplia experiencia en las agencias de seguridad estadounidenses: había trabajado previamente para la CIA en Suiza y para la NSA a través de la empresa de computación Dell. Aquellos años iniciales del nuevo milenio eran de miedo y sospecha en Estados Unidos: George W. Bush ocupaba la presidencia bajo la sombra de la ilegitimidad, el país había sufrido el primer ataque foráneo en su suelo desde Pearl Harbor –los atentados del 11 de septiembre de 2001– y el presidente había aprovechado la tragedia como pretexto para invadir Afganistán ese mismo año e Irak en 2003. Aparte de las guerras, el Gobierno de Bush aprovechó también para tomar una medida más: el programa
Stellar Wind, por medio del cual la NSA empezó a vigilar –sin orden judicial– conversaciones telefónicas, transacciones financieras, correos electrónicos y cualquier otra actividad en línea de millones de ciudadanos estadounidenses. Dicha operación era realizada a través de una recopilación indiscriminada de metadatos, es decir, información acerca de las comunicaciones (lugar, duración, interlocutores y destinatarios, etc.) en lugar de los contenidos. De esa manera las prácticas eran legales, habrían de argumentar cuando el programa salió posteriormente a la luz, y no contravenían la inequívoca cuarta enmienda de la Constitución estadounidense, que reza así: «El derecho de los habitantes de que sus personas, domicilios, papeles y efectos se hallen a salvo de pesquisas y aprehensiones arbitrarias, será inviolable».
Con la llegada de Barack Obama a la presidencia en 2008, cundía el optimismo. Obama, un profesor de derecho constitucional que se había opuesto a los abusos del Gobierno de Bush en general y a su programa de vigilancia en particular, parecía ser la persona indicada para devolver al país los derechos sacrificados en el altar de la seguridad nacional. Pero una vez en funciones, Obama no solo incumplió su promesa de terminar con el espionaje, sino que lo aumentó, extendiendo las leyes aprobadas en el Gobierno de su antecesor (como la polémica Ley Patriota) y expandiendo su alcance. Durante su mandato, el Gobierno construyó en el estado de Utah el centro más grande del mundo para albergar las comunicaciones interceptadas. Tal fue el grado de recolección de datos que incluso objetó el Tribunal de Vigilancia de Inteligencia Extranjera –una corte «secreta» establecida para aprobar solicitudes de vigilancia que, según sus críticos, no es más que un mero notario para las demandas del Ejecutivo–. Todo eso horrorizó a Snowden. «Estamos construyendo el arma más grande para la opresión en la historia de la humanidad, pero sus dirigentes se eximen de toda responsabilidad», habría de escribir en uno de sus correos iniciales a Laura Poitras bajo el pseudónimo CitizenFour (Ciudadano Cuatro). Dos fueron las gotas que, para él, colmaron el vaso: en primer lugar, el uso creciente por parte de Obama de drones (aviones no tripulados) en operaciones de bombardeo en el Medio Oriente y, luego, el accidentado testimonio del director nacional de Inteligencia, James Clapper, ante el Congreso el 12 de marzo de 2013. Ante una pregunta del senador Ron Wyden, Clapper negó bajo juramento que la agencia bajo su mando recolectara «conscientemente» los datos de millones de estadounidenses, un acto de evidente perjurio por el cual nunca enfrentó cargos penales, a pesar de la insistencia de legisladores de ambos partidos.
«Recoléctalo todo»
En su habitación de Hong Kong, Snowden mostró los documentos a Poitras, Greenwald y MacAskill –este último, periodista del rotativo The Guardian que se unió al equipo–: unos 1.7 millones de documentos, según un cálculo posterior realizado por el Gobierno. Las revelaciones que contenían eran tan explosivas que los periodistas tenían los nervios de punta: recuerdan que en un momento sonó la alarma de incendios en el pasillo del hotel como parte de un simulacro y todos brincaron. A través del programa PRISM, Snowden explicó que la NSA contaba con acceso directo a los servidores de Microsoft, Google, Yahoo, Facebook, PalTalk, YouTube, Skype, AOL y Apple. Ya no era solo cuestión de limitarse a los metadatos, sino de recolectar los datos mismos, en tiempo real y almacenados, de millones y millones de audios, videos, documentos y registros de conexión. La supuesta restricción de recolectar únicamente metadatos sólo se aplicaba a las llamadas telefónicas dentro de Estados Unidos; internacionalmente, o cuando la llamada era de estadounidenses en el extranjero o se producía entre un estadounidense y alguien en el extranjero, no había límite alguno al contenido recolectado. Y cuando de interceptar llamadas se trataba, Estados Unidos había intervenido los teléfonos de nada menos que 35 líderes mundiales, situación que provocaría una airada llamada (¿acaso intervenida?) de la canciller alemana Angela Merkel al presidente Obama unos meses después. En suma, según un artículo del Washington Post del 15 de julio del mismo año, el eslogan de la NSA se había convertido en «Recoléctalo todo». Es decir, y sin riesgo de exagerar, toda la información de todo el mundo. Al respecto, en The Guardian del mismo día, Greenwald comentó:
«Numerosos documentos de la NSA que ya publicamos demuestran que su meta es recolectar, monitorear y almacenar cada comunicación telefónica o por Internet que tiene lugar en los Estados Unidos y en todo el planeta […] Esta es la definición de un ubicuo estado de vigilancia, y ha sido construido […] sin el conocimiento del pueblo estadounidense o la gente de todo el mundo, aunque son ellos el blanco. Que haya gente que piense que debió mantenerse en secreto –que hubiera sido mejor que se quedara supurando y creciendo en la oscuridad– es desconcertante».
El 21 de junio, Estados Unidos levantó cargos contra Snowden, apoyándose en la poco usada Ley de Espionaje, que data de la Primera Guerra Mundial y no distingue entre las filtraciones realizadas en el interés público y la traición a la patria. Dos días después, el implicado huyó de Hong Kong con la ayuda de la organización mediática Wikileaks, cuyo fundador, Julian Assange, lleva seis años bajo un arresto domiciliario de facto en la Embajada Ecuatoriana de Londres. Como Assange, el objetivo de Snowden era llegar a Ecuador, donde planeaba pedir asilo político, pero, al igual que el periodista sueco, su tentativa se frustró: al llegar al aeropuerto de Sheremetyevo de Moscú para cambiar de vuelo, Snowden descubrió que Estados Unidos había cancelado su pasaporte, dejándolo en un limbo tanto físico como jurídico. Luego de cuarenta días en los que el informático estadounidense estuvo recluido en el área de transbordos del aeropuerto, Rusia decidió concederle asilo, rompiendo así el impasse. Ha vivido en ese país desde entonces, junto con su novia Lindsey Mills.
El principio de la hidra
Las filtraciones de Snowden desencadenaron un debate global sin precedentes acerca del papel de los Gobiernos en la vigilancia electrónica. En Estados Unidos, la Ley de Libertad, promulgada en 2015, prohíbe a la NSA recolectar los registros telefónicos nacionales, los cuales serán resguardados por las empresas y accesibles sólo por medio de una orden judicial. En la Unión Europea, el Reglamento General de Protección de Datos (RGPD), recientemente aprobado, también aumenta las protecciones para los internautas. Brasil, por su parte, ha promulgado su Marco Civil de Internet, una ley pionera en América Latina que, por otro lado, consagra legalmente la neutralidad de la red. Pero a pesar de esos modestos avances legislativos, la cruda verdad es que poco ha cambiado en cuanto a la capacidad de un poder hegemónico como Estados Unidos de llevar a cabo la vigilancia que quiera. Como el mismo Snowden admitió en una entrevista con The Guardian en junio pasado: «La gente todavía no tiene poder para detenerlo [el espionaje], pero lo estamos intentando. Las revelaciones han hecho más pareja la lucha».
No se sabe cuándo Snowden regresará a su país natal, o si regresará. Aunque el entonces presidente Obama se refi rió despectivamente a Snowden como un «hacker» y aseveró que sus actos habían perjudicado gravemente al país –afi rmación recalcada por un sinnúmero de congresistas y miembros de los servicios de inteligencia–, reconoció que había provocado «una conversación que necesitábamos tener»; sin embargo, se negó a indultarlo antes de terminar su mandato, cosa que sí hizo en el caso de otro whistleblower, Chelsea Manning, el exsoldado transgénero que fi ltró unos 750,000 documentos militares y diplomáticos a Wikileaks y purgó por su osadía unos siete años de cárcel. Hoy es altamente improbable que Donald Trump, quien ha afirmado en el pasado que Snowden debería ser ejecutado, le haga más fáciles las cosas. De hecho, varias tácticas cibernéticas que facilitaron la victoria presidencial del magnate en 2016 solo sirvieron para confirmar las advertencias del ex empleado de la NSA. El ejemplo más notorio fue el caso de la empresa Cambridge Analytica, que robó los datos de 50 millones de usuarios de Facebook para alimentar una campaña de promoción que, basada en un análisis algorítmico de los datos recogidos, enviaba propaganda política altamente personalizada a esos usuarios y a sus amigos, familiares y demás contactos; la información fue filtrada por el joven informático que armó el sistema, Christopher Wylie. Refiriéndose a Facebook, Snowden afirmó en un tuit en marzo de este año: «Los negocios que ganan dinero recolectando y vendiendo registros detallados de las vidas privadas alguna vez se describían claramente como “empresas de vigilancia”. Su transformación en “redes sociales” representa el engaño más exitoso desde que el Departamento de Guerra se convirtió en el Departamento de Defensa». En mayo de 2018, Cambridge Analytica se declaró en bancarrota.
Por ahora, en el mundo impera una suerte de statu quo… hasta que otro informante ofrezca nueva información acerca de la vigilancia que los Gobiernos (junto con las empresas o por medio de ellas) realizan en nuestro nombre. «Es como el principio de la hidra», explicó Snowden a Laura Poitras en su habitación del hotel de Hong Kong, refiriéndose a aquel mito griego que habla de un monstruo marino que regeneraba las cabezas que le cortaban. Pueden pararlo a él, pero en su lugar surgirán siete Snowdens, Mannings y Wylies más. Es el mismo principio que rige, en teoría, la red que conocemos como Internet.
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Siempre que haya una red, puede grabar en tiempo real de forma remota, sin instalación de hardware especial.