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Iluminaciones Rurales: modelos de Sostenibilidad energética, Autogestión Y afectos en Puerto Rico tras

by Cindy Jiménez-Vera
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Hace dieciséis años que, por razones de trabajo, vivo en Bayamón, ciudad cercana a la capital de Puerto Rico, pero soy de San Sebastián de las Vegas del Pepino, pueblo de la zona cárstica y montañosa del área oeste borincana, y una de las zonas rurales a la que menos se le presta atención en los medios de comunicación. Casi no tengo familiares cercanos en la isla, pues entre los que se me han muerto o han abandonado el país tras la crisis que comenzó en el 2008, solamente me queda una prima con sus dos hijos en San Sebastián. A veces nos enviamos mensajes por Whatsapp, incluyendo dibujos, besos y corazones. Ella siempre dice que mi madre era su tía favorita. Yo le creo. Yvette, mi prima, es quien con el mayor celo vela por la tumba de mi madre en el cementerio del barrio Calabazas de San Sebastián. Tras el azote del huracán María, la isla entera quedó incomunicada.

Mi esposo y yo nos refugiamos en la casa de mi suegra en Carolina, otra municipalidad del país, porque vivimos en un quinto piso, en un apartamento con puerta corrediza de cristal, y nunca nos alcanzó el dinero para instalar tormenteras. Al pasar el huracán, mi prima y yo no podíamos comunicarnos por celulares ni visitarnos, Iluminaciones rurales: modelos de sostenibilidad energética, autogestión y afectos en Puerto Rico tras el huracán María Este artículo comienza con la experiencia de la autora, que durante el paso del Huracán María por Puerto Rico perdió el contacto con una prima del interior de la isla. Luego va mostrando varios ejemplos concretos de sostenibilidad y autogestión en algunas áreas rurales, víctimas del mal manejo del desastre natural por parte de las autoridades locales y del Gobierno de los Estados Unidos, país del cual el archipiélago puertorriqueño es un territorio colonial. H porque todas las rutas estaban bloqueadas. No podíamos ni siquiera enviarnos corazones por Whatsapp.

Me desesperé al tercer día… ¿Cómo nos comunicaríamos estas dos pepinianas en medio de esta distancia atroz? Durante las horas en las que recibimos los embates del huracán en la casa de mi suegra, y en medio de ese viento estridente que sonaba como gritos, mi esposo y mi suegro se alternaban para sostener la puerta de la cocina. El ciclón amenazaba con arrancarla del marco, abriendo la posibilidad de la entrada de agua y de los vientos peligrosísimos de un huracán categoría cinco en medio de la casa. Mientras ellos aguantaban la puerta con audacia, mi suegra y yo barríamos el agua que se colaba por debajo. Así pasaron las horas, y el miedo. Por suerte, los brazos de mi marido y mi suegro fueron más fuertes que los vientos y la puerta no cedió. Angustiaba ver que a medida que nuestros suministros de agua y comida se acababan, había poquísimas posibilidades de reponerlos. Sin electricidad y con una sola emisora radial que funcionaba en toda la isla brindando malas noticias que oíamos en un radio con baterías y antena rota, me consolaba la lectura.

Traje conmigo una docena de libros para pasar el huracán. En el momento parecía una exageración, pero, al pasar los días, resultaron ser poquísimos libros. Justo tras el azote de María, leí El agua mala de Josefina Licitra. Es una crónica de una ciudad llamada Epecuén, de la provincia de Buenos Aires (Argentina), que quedó sumergida tras unas inundaciones en los años 90. Cuenta que en el cementerio del pueblo los sepulcros se abrieron y los cuerpos flotaban. Los familiares fueron a buscar a sus muertos, pero no había manera de saber si los restos que se llevaban eran los de sus propios muertos. Desde un pueblo cercano, hubo gente que aprovechó el duelo colectivo y doble de esas personas que perdieron a sus parientes, y se ofrecían a rescatar esos cuerpos por una cantidad alta de dinero, de manera que los dolientes pudiesen enterrar a sus familiares en un nuevo pueblo. Los «rescatistas» por encargo traían tres muertos en lugar de dos, y cosas por el estilo. No había manera de saber si los restos que traían eran los de sus familiares. Era un ambiente propicio para la estafa. Yo tenía todo eso muy fresco, y un día después del huracán María, en que perdimos todas las comunicaciones, intenté llamar a mi prima de San Sebastián para saber de ella y preguntarle por el cementerio del barrio Calabazas, donde estaba enterrada mami. No pude comunicarme. Cada día que pasaba me llenaba de angustia. Temía perder su cuerpo por las inundaciones y deslizamientos de tierra provocados por el huracán. En esas primeras semanas solamente había una estación de radio en Puerto Rico. Las noticias eran malas. Hubo noticias de ríos desbordados que se llevaron muchas personas. De ese modo empezaba el conteo de las muertes causadas por el huracán. La noticia que más que me asustaba era la amenaza de desborde del lago Guajataca, que bordea San Sebastián, y que la radio mencionaba varias veces al día.

El corazón se me salía del pecho por no saber nada de mi prima y por la posibilidad de perder los restos de mami. Mis hermanos y primos, que viven en Estados Unidos y en España, me llamaban y a veces esas llamadas sí entraban a mi celular. Las llamadas o mensajes de texto desde Puerto Rico no entraban. No podía comunicarme con mi prima. Todas las antenas de telecomunicaciones se habían caído. Dos semanas después recibí una llamada en mi celular. Era un número desconocido de Mayagüez. De inmediato me di cuenta de que no era de un teléfono celular. Los que somos del área oeste de la isla nos aprendemos los prefijos de los números telefónicos de las regiones vecinas, 896: San Sebastián del Pepino, 897: Lares, 898: Camuy, y así siguiendo. Por eso pude identificar la región de donde provenía la llamada. Al responder, reconocí la voz y el acento pepiniano de mi prima, que llamaba desde el teléfono de la Cervecería India de Mayagüez para decirme que estaba bien, y que no le había pasado nada a la tumba de mami en el cementerio de Calabazas, en San Sebastián. Era como si me hubiese leído la mente desde lejos. No le pregunté por mi madre en ningún momento. Me dijo en la segunda oración lo que mi corazón anhelaba escuchar. Hablamos mucho. Lloramos. En la cervecería repartían hielo. La carretera de Pepino a Mayagüez estaba derrumbándose y ella iba a diario, y rezaba todo el camino de ida y de vuelta para llegar viva a su destino y buscar el hielo que la ayudaría a mantener en buen estado los alimentos y los medicamentos de su familia. En Mayagüez, pese a tener que hacer filas de cinco horas bajo el sol, había mejor acceso a la gasolina.

En esos días posmarianos había leído un libro de reciente publicación, que traje como parte de la docena, titulado The Art of Death: Writing the Final Story, de la escritora haitiana Edwidge Danticat. Es un libro de ensayos de no ficción sobre la experiencia de la autora al cuidar a su madre enferma de cáncer, sobre cómo se enfrentó a su muerte y sobre cómo logró escribir al respecto. Danticat, para quien el tema de la muerte es muy familiar pues su escritura sirve a veces como puente entre los vivos y los muertos, dice que para la muerte materna nunca se está preparado. Cuenta que su madre, tras conocer su diagnóstico de cáncer terminal, rechazó el tratamiento y decidió aceptar su muerte con gracia. Cuenta cómo leían la Biblia y oraban en creole juntas todas las noches y cómo, al morir su madre, ella lo extraña todo: leer y orar con ella, y el propio cuerpo de su madre. Me conmovió una metáfora en la que dice que, si algún día apareciese su madre zombificada, caminando en huesos hacia ella, la va a querer igual. Cuando me llamó mi prima, pensé en lo ridícula que había sido yo por preocuparme por mi madre muerta y llorarla tanto o más que a los vivos. Me sentí culpable de todo. Del alimento que podía consumir, del acceso a la señal de radio de baterías con malas noticias que teníamos, de los puertorriqueños que estaban muriendo, de la llamada telefónica que pude recibir, de estar viva. Luego me di cuenta de que no. No estaba mal. A ella también le preocupaba el cuerpo de su tía favorita. Eso sí, mi madre es mía, y si hoy viniera en huesitos, en esqueletito de vuelta a mí, yo la voy a querer. Y la voy a besar. Esta semana, a nueve meses del ciclón y luego de esos números posibles de muertes de puertorriqueños –esa media que dio el estudio de la Universidad de Harvard: 4,645 muertos–, comprendí que no estaba loca.

Necesitamos llorar y recordar a nuestros muertos. Y, claro, es nuestro deber moral exigir justicia del Gobierno negligente que los dejó morir y quiso encubrir esas muertes, y nos dejó desamparados. Exijo conocer el número de muertes entre nuestra gente olvidada por décadas, la de fuera del área metropolitana. Esas duelen dos veces. La primera muerte, por el abandono y el olvido acumulado por décadas, y la segunda muerte, la física, causada por la negligencia gubernamental. Quiero conocer sus nombres. Quiero conocer los números por regiones: las áreas oeste, este, centro, sur y norte; la montaña; Vieques; Culebra. Puerto Rico es mucho más que el área metropolitana y San Juan. Siempre hemos sido las áreas olvidadas, los menospreciados, los jíbaros, y ante el estado de emergencia fue más que evidente ese abandono. Nunca hemos sido la prioridad de nadie. Es inconcebible que en una isla tan pequeña –Cuba es once veces más grande que Puerto Rico– no tengamos transporte colectivo y público que conecte los pueblos. El culto al automóvil es ley, para el beneficio de los grandes intereses. Se han diseñado carreteras y vías que favorecen la adquisición de automóviles como señal de progreso. Todavía hoy día, un viaje a San Juan desde un pueblo del oeste es considerado un proyecto para presupuestar, diseñar y planificar con mucho tiempo y esfuerzo, si no se puede conducir un vehículo de motor o no se tiene acceso a uno.

En muchos de los pueblos que están fuera del área metropolitana, cada vez más los comercios quiebran y cierran. La población envejece más, y los jóvenes emigran del país a falta de una mejor oferta de futuro. Y a los pocos niños y jóvenes que nos quedan les cierran casi 300 escuelas obligándolos a caminar mayores distancias para poder educarse. Los médicos especialistas que quedan en Puerto Rico están todos en San Juan y áreas vecinas. Una nota de El Nuevo Día con fecha del 13 de junio de 20181 afirma que: «El Registro Demográfico liberó una serie de datos sobre los decesos por municipios. Un análisis hecho a partir de esos datos establece que, en los pueblos de Jayuya, Las Marías, Comerío, Cabo Rojo, Naranjito, Yauco, Morovis, Loíza, Peñuelas y San Sebastián, más del 14% de los decesos eran en exceso al promedio de defunciones en los dos años previos (2015 y 2016)». Ya se van contestando mis preguntas. ¿Qué haremos con esas respuestas? Unos días después del huracán se había anunciado la visita del presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, para inspeccionar la isla. Mi esposo y yo seguíamos hospedados en casa de mi suegra en Carolina, muy cerca del área en donde aterrizaría el presidente. Ese día mi suegra y yo debíamos ir a buscar alimentos a uno de los pocos lugares con generador y provisiones a los que teníamos acceso. Había un olor a basura insoportable en todo Carolina. Las moscas se habían multiplicado para la ocasión. No hubo mejor metáfora para recibir a Trump.

Las carreteras estaban taponadas porque la seguridad del presidente tenía bloqueadas las vías principales. Regresamos a la casa sin suministros, asqueadas por el mal olor y el calor intenso que dejan los huracanes, y con poca batería para el radio. En un rato, escuchamos la transmisión de las palabras del presidente, y supimos, por las descripciones de algún periodista, que le estaba arrojando papel toalla y papel higiénico a los presentes, con el beneplácito del gobernador de Puerto Rico, quien acababa de decirle que solamente habían muerto dieciséis personas, y de la comisionada residente en Washington, a quien Trump le rogó que le repitiera las palabras que ella le había dicho en el Air Force One de camino a la isla, y que no deseo repetir en este texto. Lo que sí merece ser contado es que nueve meses después, y tras una demanda contra el Gobierno por parte del Centro de Periodismo Investigativo y de CNN para que hiciera disponible los datos, El Nuevo Día publicó que el día que vino Trump a Puerto Rico fallecieron 121 personas en la isla.

Esa semana de la visita de Trump, mi esposo, que es ingeniero electricista, fue a inspeccionar el pueblo de Humacao, cercano a Yabucoa, que fue por donde entró el huracán María. Regresó callado. Su rostro estaba desfigurado. Un hombre cuya profesión es diseñar estructuras, planificar y nombrar las cosas que habrán de armarse e iluminarse, se quedó mudo ante la destrucción que había presenciado y el hambre y la sed de la gente. Los lugares donde se conseguían alimentos o bebidas quedaron destrozados, y los suministros de la gente se habían agotado. Era el fin de los tiempos en Humacao. Temía que empezaran a morir en cualquier momento, y no veía sentido de urgencia de parte del Gobierno. Tuvo que ir en un vehículo del Gobierno, por caminos recién abiertos, que apenas posibilitaban la llegada a los lugares de inspección, hasta las vías principales del pueblo. Lo mismo le pasó al visitar otros tantos pueblos e informar sobre sus condiciones. El paso del huracán María dejó al descubierto las carencias de algunos de los pueblos rurales de los que hablé arriba. Tomemos a Yabucoa, que fue el pueblo que recibió el primer embate del huracán categoría cinco. Aún hoy, tras nueve meses, es el que más sufre el abandono gubernamental y la falta de servicios básicos. Aquí se han registrado 172 suicidios desde el 20 de septiembre de 2017, día en que el huracán María azotó Puerto Rico, hasta abril de 2018. De igual modo, 15 intentos de suicidio de jóvenes de entre 12 y 15 años, por la desesperante situación en la que aún viven: sin electricidad, sin agua potable, con los caminos obstruidos, con poco o ningún acceso a alimentos y a servicios de salud.

Sin embargo, don Alberto Rodríguez, un residente de Yabucoa, hizo algo sorprendente y audaz para salvar a su esposa, doña Mireya Sepúlveda, que sufrió un tercer derrame cerebral el 23 de octubre. Después de haber estado hospitalizada un mes, le dieron de alta en estado comatoso y regresó a su hogar en la montaña, donde no había energía eléctrica para conectar su respirador artificial. Fue así como don Alberto Rodríguez, electricista jubilado de 65 años, se valió de sus conocimientos y creó un sistema que lo independizó de la corporación pública que no ha podido reestablecer el servicio energético a gran parte del país. «Se nos ocurrió tener una planta –le explicó Rodríguez a un periodista de El Nuevo Día2– para tenerla encendida durante el día, que hace bastante ruido, y para la noche nos inventamos un sistema de baterías de autos, ya que tenemos conocimientos de sistemas de batería con inverter. Lo primero fue poner las baterías a cargar con la planta. Poco a poco fuimos sumando, pusimos ocho placas solares, aumentamos el banco de baterías, y después compré un abanico eólico que cuando llueve y no hace sol, pero hace viento, el abanico carga las baterías.» Así ha mantenido con vida a su esposa. El afecto, el conocimiento eléctrico y la desesperación se unieron para dar vida y esperanza. Existen varios casos como este de Yabucoa, pero no todo el mundo cuenta con los conocimientos o los recursos para hacer estas cosas en sus hogares. Aun así, don Alberto sirve de modelo para su comunidad, para el país, y aunque sea por un breve momento ha iluminado el corazón de todos nosotros. En el pueblo de Adjuntas, la esperanza brillaba como metáfora tangible: el exitoso proyecto de autogestión comunitaria de Casa Pueblo. Hace veinte años, una familia de científicos e ingenieros decidió trabajar la energía renovable con paneles solares. Por alguna razón, esos paneles no se volaron con el huracán, como los de gran parte de la isla.

Yo misma barrí y recogí con mis manos pedazos de placas solares en Carolina, al otro día del paso del huracán. Así que Casa Pueblo fue la luz de la comunidad y sus puertas estaban abiertas para que todos en la comunidad calentaran comida –incluso buscaban comida, pues aquí practican la agroecología–, enfriaran agua, cargaran los equipos electrónicos y, sobre todo, se convirtieron en hospital para que los ancianos pudiesen tener acceso a los tanques de oxígeno. Con esto quiero decir que les salvaron la vida. Además, pudieron crear una estación de radio local con energía solar para mantener informados a los habitantes de Adjuntas, y hasta un cine solar. Casa Pueblo es uno de los mayores ejemplos de sostenibilidad autogestionada, porque ha sido pensada para el bien común. Sin duda es una gran esperanza de resistencia, ante el azote de los vientos coloniales, capitalistas y ciclónicos.3 Algunos alcaldes de los 78 municipios de Puerto Rico se desesperaron al ver morir, enfermarse, pasar hambre y sed a la gente de sus pueblos, y el de San Sebastián de las Vegas del Pepino tuvo la iniciativa de juntar personal jubilado de la Autoridad de Energía Eléctrica, residentes de su pueblo –y el mío–, y crearon la Pepino Power Authority, conectando los postes de electricidad de manera tradicional, es decir, usando los combustibles fósiles de la Autoridad de Energía Eléctrica, porque el Gobierno no hacía nada por energizar este pueblo. No es un ejemplo de sostenibilidad ni de independencia del sistema o revolución colectiva, pero sí de desafío y autogestión, ante la incapacidad del Gobierno central de manejar un desastre. Con este acto, seguramente el alcalde logró salvar vidas, a pesar de todas las muertes que hubo en San Sebastián, como mencioné anteriormente. Y así, otros pueblos de áreas rurales, lejos del área metropolitana y San Juan, han tenido la idea revolucionaria de no depender ni del Gobierno central ni del federal.

Al ser un territorio estadounidense, se pensaba que los Estados Unidos nos auxiliarían, pero resultó todo lo contrario. Justo después del ciclón se presentó un episodio sobre Puerto Rico en el programa Parts Unknown4 de Anthony Bourdain. A modo de prólogo del episodio, grabaron una pequeña entrevista para hacer la salvedad de que el programa fue filmado antes de que María devastara la isla. Anthony Bourdain conversa con el presentador de CNN Anderson Cooper. En este breve intercambio, resaltan tres aspectos importantes sobre Puerto Rico: el primero, que ha sido explotado por los Estados Unidos por más de cien años, en los que se le quitó todas las posibilidades de ser independiente; el segundo, la maravilla que es el cuerito del cerdo; y el tercero, el que más me interesa, cuando Anderson Cooper comenta lo hermoso que es el Viejo San Juan, Bourdain interrumpe para decir con gran emoción que el área rural de Puerto Rico es la verdadera belleza. Yo concuerdo. Es el área rural de la isla la que nos va a liberar del huracán colonial, de la dependencia y de la oscuridad ciclónica y capitalista. Es ahora cuando, en lugar de pensar en el pasado rural con nostalgia, como se ha hecho en la plástica y en la literatura puertorriqueña, hay que mirar la iluminación de la «ruralía» como modelo y esperanza de futuro. Habrían pasado unos cuatro meses desde que el huracán María azotó el archipiélago de Puerto Rico cuando decidí retomar un proyecto de escritura en el que estaba trabajando justo antes de la catástrofe. Se trata de mi segundo libro de poemas para la niñez. Era una noche de luna llena, y el primer poema «posmariano» que escribí es este:

Una vez una niña me contó una fábula. Me decía que la nevera llevaba más de cuatro meses sin usarse porque la electricidad se había ido con el último huracán. Con su dedo índice señalaba las sombras de la noche. Decía que eran los dibujos de la luna. 

Continuaré escribiendo este libro infantil siguiendo esa iluminación lunar. Algo me dice que en ella está el porvenir.

Notas 1 «Vínculo directo entre los decesos por el huracán y la pobreza» … 2 «Yabucoeño creó un sistema energético para mantener con vida a su esposa». 3 «Casa Pueblo impulsa un sistema de emergencia energética.». 4 «Anthony Bourdain Goes to Puerto Rico».


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