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La singularidad como casus belli en la historia de la República Argentina

by Carlos María Romero Sosa
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De manera paralela a la audacia de trasladar aquí la pregunta por el cuándo, que acuñó Vargas Llosa en el comienzo de su novela Conversación en La Catedral, tocaría inquirir sobre cuántas Argentinas hay. Quizá un disparador conducente a estimular respuestas sobre la realidad del país. Además, en caso de disponerse alguien al rastreo de las seculares heridas que otros llaman grietas infringidas por propios y extraños al cuerpo de la Nación, hallaría quien así lo hiciere oportunidad para datar las cronologías de sus prehistorias e historias, como que esas brechas irreductibles, productos de generaciones de odios y reproches entre conciudadanos, fueron advertidas ya en su génesis por el Libertador José de San Martín en su conocida carta fechada en Montevideo el 3 de abril de 1829: «[…] partiendo del principio que es absolutamente necesario el que desaparezca uno de los partidos contendientes, por ser incompatible la presencia de ambos con la tranquilidad pública, ¿será posible, sea yo el escogido para ser el verdugo de mis conciudadanos, y cual otro Sila cubra mi patria de proscripciones? No, jamás, jamás».

De la dispersión a la invertebración Del estado de desconexión geográfica surgió el desconocer al otro y de allí la desconfianza mutua. De la singularidad al enfrentamiento con los considerados más que lejanos, ajenos, hubo —y valga la paradoja— poco que andar. Por de pronto, las distancias existentes entre las ciudades que fundaron los españoles durante la Conquista y la Colonización del hoy territorio nacional y los actuales países limítrofes, resultaron ser en los hechos razón suficiente para impedir una integración y encarar un proyecto aglutinante mayor. Cuando se decidió concretar esto último por decisión real de Carlos III con la creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776, este se desmembró a poco entre los vientos independentistas y los primeros tironeos entre el interior y el centralismo porteño que empezaba a gravitar y tuvo que ver con aquellas amargas reflexiones del general San Martín que se negó a actuar como verdugo de una de las facciones en pugna, cuando las singularidades se habían condensado y adquirido la solidez de armas mortales.

Ortega y Gasset, después de anotar al comienzo de La España invertebrada la frase de Mommsen presente en su Historia romana: «La historia de toda nación, y sobre todo de la nación latina, es un vasto sistema de incorporación», desprende precisando el sentido del término incorporación, que no debe asignarse a una mera dilatación del grupo inicial o a una «familia engordada». De partir de este principio orteguiano, cabe reconocer que hubo en nuestros orígenes no uno sino varios grupos fundacionales provenientes de distintas corrientes colonizadoras: la del norte, la del este y la del oeste. A esos núcleos poblacionales establecidos los separaron enormes extensiones y otras dificultades resultantes de ellas, las que fueron dando particularidad e idiosincrasia a cada caserío disperso. Porque entre poblado y poblado no solamente se interponían enormes extensiones de pampas, serranías o ríos bravíos. Amenazaban en sus límites los aborígenes siempre al acecho de los invasores o de sus descendientes: los mancebos de la tierra. Esto hizo al par de largos, riesgosos los viajes interurbanos. Destaca así Concolorcorvo en su libro El lazarillo de ciegos caminantes, obra clásica de la literatura colonial de Sudamérica escrita y publicada en el siglo XVIII, el desafío de exponerse «a una irrupción de indios pampas que no saliendo más que en número de cincuenta, los pueden rebatir y contener doce buenos fusileros que no se turben con sus formidables alaridos». Incluso eran travesías sin alimentos disponibles, como sigue explicando el mismo cronista: «desde el Saladillo de Ruy Díaz, donde se aparta para Chile, rara vez se encuentran pan y vino hasta San Luis de la Punta, de que se hará provisión en Buenos Aires». Luego, en 1847, en otra obra, esta vez del comerciante inglés William Mac Cann titulada Viaje a caballo por las provincias argentinas, el británico juzgó a la Argentina como «un país fértil de población escasa», y llegó a referir una experiencia de espejismo que sufrió en los desiertos bonaerenses: «En todo el espacio que abarcaba la vista, el campo parecía cubierto de vacas y ovejas. El sol estaba fuerte y, hacia el occidente, el paisaje se animaba con lagos hermosos bordeados de álamos, e islas cubiertas de arbustos en flor. Me propuse recorrer esos parajes al hacer la vuelta de la estancia; pregunté el camino, pero grande fue mi decepción al enterarme de que los lagos y las islas no eran más que una ilusión óptica. […] El conjunto de la escena tenía mucho de la vida oriental: la vasta soledad, la sencillez primitiva del paisaje me daban la impresión de encontrarme entre los beduinos de Arabia o junto a la morada de Isaac y Rebeca». A los espacios inabarcables con sus incorporadas leyendas nacidas al resplandor de la «luz mala» y otros fantasmas, a la inmensidad padecida por propios y extraños como un signo de adversidad y no como don de la naturaleza, correspondió en la empírica sociología de Sarmiento su sentencia: «el mal que aqueja a la República Argentina es la extensión», en mucho próxima al fatalismo de Hipólito Taine que visualizó el medio como una de las fuerzas primordiales formadoras de pensamientos y sentimientos. Y más cercanamente fue objeto de la definición de Martínez Estrada sobre la circunstancia espacial —y cultural— en que trascurre el poema Martín Fierro de Hernández: «si no (en) un mundo primitivo, (en) un mundo elemental». A la dispersión y después la invertebración que emergen desde los orígenes y corresponden en primera instancia al dato cierto del territorio dilatado y despoblado, le siguieron el latifundio y conectados en forma directa con él la producción agraria y la conformación de una sociedad de tipo feudal, características propias de la organización económica de los estados provinciales anteriores a ser constituida la Argentina como nación con su Carta Magna de 1853. Aunque en los hechos no se modificó sustancialmente a partir de entonces esa situación. Sin embargo, hubo autores como el teórico trotskista y militante revolucionario argentino de actuación en Chile en tiempos de la Unidad Popular, Luis Vitale, que en su trabajo de 1968 América Latina ¿feudal o capitalista?, sostuvo: «América latina no ha pasado por las etapas clásicas del Viejo Mundo, sino que pasó directamente de las comunidades indígenas primitivas al capitalismo incipiente introducido por la colonización española».

Original planteamiento, fruto de nada improvisados estudios del comprometido intelectual Vitale, pero que no obstante puede discutirse ya que el capitalismo, incluso en su fase incipiente, debió tener como correlato de la acumulación de capital, un necesario impulso expansionista y al mismo tiempo integrador entre los grupos humanos a través de caminos y otras vías de comunicación, cuando menos para asegurar la vigencia de la división del trabajo y del comercio, ambos dirigidos a posibilitar mejor y con más velocidad esa misma acumulación. La compartimentación resulta característica de los sistemas feudales, más preocupados en profundizar fosos protectores alrededor de los castillos que en trazar caminos. No en vano la creación de los estados nacionales fue producto de la modernidad precapitalista y en el plano local, el propio presidente Sarmiento, en el despuntar del capitalismo nativo, adscrito en gran medida a los dictados e intereses de la Gran Bretaña, pudo satisfacerse de haber dejado «surcado por vías férreas el territorio como cubierto de vapores los ríos, para que todos participen del festín de la vida, del que yo gocé sólo a hurtadillas». Un primer paso a la «humanización de la pampa», nuestro «paisaje originario», en lenguaje del filósofo Carlos Astrada1, mediante la paulatina urbanización. Y, por supuesto, una vía tendiente a esa urbanización no llegó por Gracia Divina sino a interés del capitalismo internacional. El antecesor de Sarmiento en la primera magistratura de la República, Bartolomé Mitre, al inaugurar la estación de trenes denominada Sud, lo dejó en claro: «¿Quién impulsa este progreso? Señores: es el capital inglés». La República Argentina partió pues y a la sombra del imperialismo, de esa severa disparidad de posibilidades que pronto devino en disputa entre las ciudades cabeceras y poblaciones menores del interior, invisibilizadas, y la Capital, una gran urbe preponderantemente de raza blanca con vocación europea y fácil comunicación con el Viejo Mundo a través del puerto. Un contraste tampoco resuelto al presente y acrecentado por el capitalismo financiero promovido por la última dictadura en los años setenta y los primeros ochenta del pasado siglo y el neoliberalismo menemista de los noventa, contemporáneo de la fallida profecía neohegeliana de Francis Fukuyama sobre el «fin de la historia». Lejos de impulsar el mercado interno y las exportaciones de materias primas —en desiguales términos de intercambio con lo importado a Europa— como con sus más y sus menos a través del trazado de vías férreas pretendió hacerlo nuestro gran sanjuanino entre 1868 y 1874, el proyecto neoliberal y especulativo del presidente Menem privatizó y destruyó justamente el sistema ferroviario. No fue casual ni imprevisto el resultado de «pueblos fantasmas» —deshumanizando el paisaje, replicaría Astrada—, con las consiguientes migraciones internas a los centros urbanos donde los desplazados a causa de la falta de oportunidades en sus terruños encierran en guetos de chapa su casi extranjería despreciada por los habitantes de las urbes. Una situación que rebate otra de nuestras jactancias nacionales: la de ser un país sin problemas de racismo, lo que contradice aquel pogromo contra los inmigrantes judíos de 1919, el masivo acto nazi que se llevó a cabo en el Luna Park de la Ciudad de Buenos Aires el 10 de abril de 1938, la voladura de la Embajada de Israel en 1992 y de la AMIA en 1994, actos terroristas ambos atribuidos a Irán e imposibles de imaginar sin fuertes conexiones locales. Como no todo es negro por aquí y si bien es notorio que el antisemitismo se azuzó desde cofradías intelectuales de aristócratas seudoliberales y más del nacionalismo clerical, a contrario sensu, el poliédrico Leopoldo Lugones, quien seguramente ostentaba en vida el cetro de la lengua castellana y para mayores datos terminó admirando a Mussolini, repudió toda discriminación en la conferencia pronunciada el 14 de agosto de 1920 en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires y publicada en opúsculo al año siguiente: «El tamaño del espacio. Ensayo de psicología matemática», suerte de interpretación de la teoría de Albert Einstein, quien viajó a la Argentina en 1925 y tuvo trato con Lugones. Manifestó en la ocasión el poeta íntimo de Rubén Darío y cofundador con el nicaragüense del modernismo literario: «Antes de concluir, pido que el aplauso de vuestra cortesía se transforme en manifestación de gratitud para el eminente Einstein, el moderno Newton, el nuevo organizador del universo, a quien el nacionalismo, tan torpe en Berlín como en París o en Buenos Aires, obstruyó la cátedra con innoble alboroto ¡por judío! Las rotas cadenas que oímos en nuestro canto inmortal, no bastan. Tenemos muchas otras que romper y así lo haremos con todas: con las de hierro y con las de oro…». Y ni qué hablar del desprecio secular por los pueblos originarios y sus justas denuncias y ahora exigencias de que se reconozcan sus derechos territoriales, con la respuesta represiva de las fuerzas de seguridad epilogando —por ahora— en la balacera que se cobró la vida de Rafael Nahuel en las inmediaciones de Bariloche y en el dudoso ahogamiento de Santiago Maldonado en la provincia de Chubut. Toda una violencia institucional azuzada por la versión posmoderna de la guerra de zapa a cargo de los multimedios concentrados ridiculizando, desvirtuando y minimizando los reclamos aborígenes bajo el pretexto que representan una avanzada separatista contra la integridad nacional Lo atinente a persistir en la brecha de restaurar a costa del desarrollo industrial argentino, el vacío originario rural en una Edad de Oro que nunca existió, se reformula este 2024 con las amenazas de la oposición de derecha y de extrema derecha de hacer lo propio que con los ferrocarriles de llegar al poder, con la línea aérea de bandera que une las agónicas capitales provinciales del territorio nacional profundo —salvo alguna favorecida por el turismo proveniente del exterior que saca partido de la permanente devaluación de nuestra moneda— en vuelos no redituables económicamente, según la muletilla a flor de labios de los obsesivos de la eliminación del déficit fiscal a tono con los planes de ajuste del FMI.

El mito de la clase media integradora Frente al fenómeno de las diversas Argentinas contrapuestas más que superpuestas, otro punto habrá que rastrearlo hasta aquel alardeo pregonado con algún fundamento de que era el nuestro un país de clase media, de la que por cierto la oligarquía en el poder tomaba distancia jactándose de su sentido estético. Solo que esa clase media, en efectivo aumento durante décadas y hoy pauperizada, disfrazó urbi et orbi una amalgama social que por debajo no era tal. De allí que mentarla como elemento aglutinante y capaz de atenuar las contradicciones económicas y sociales es como aferrarse a la «ilusión de la gravedad» que describió Marx en el prólogo de La ideología alemana. Remitimos a la lectura de ensayos sociológicos recientes sobre el particular, como el de Enrique Garguín El tardío descubrimiento de la clase media en la Argentina2, para destacar aquí únicamente ciertos cambios de posición oportunista de este estamento en nada monolítico y con múltiples particularidades en cuanto a sus apetencias de estatus, intereses y alianzas económicas diversas que la cruzan, como que apenas su vinculación estaría dada por un endeble «juicio de valor» común, advertido por Gino Germani3, siendo ello muestra de lo sectorizado al infinito del país que la contiene. Así, por ejemplo, en ciertas ocasiones, importantes sectores de la clase media se acercaron al proletariado confundiendo los ideales revolucionarios de los gremios clasistas y peronistas de izquierda durante la rebelión del Cordobazo de mayo de 1969, con sus módicos aprestos reformistas, hartos sus integrantes de la moralina cursillista del onganiato en el poder desde el golpe militar de 1966. Se reprodujo ese vínculo al sufragar en 1973 por la fórmula justicialista encabezada por el doctor Cámpora o por el doctor Oscar Alende y su alianza conformada por socialcristianos posconciliares con un pie en la teología de la liberación y otro en el Partido Comunista. Después, la clase media se llamó a cuarteles de invierno durante la dictadura, pegó en los cristales de sus autos de segunda mano calcomanías con la rastrera manifestación que los argentinos eran derechos y humanos en negación del genocidio y comió cuando pudo de las migajas del plan desindustrializador de Martínez de Hoz y sus «Chicago boys» viajando a Miami para hacer compras.

Repitió con Carlos Menem el pecado «mediopelista» —Jauretche dixit4— al posibilitar su reelección, salvaguardándose mediante el prendido con alfileres «uno a uno» de la paridad peso-dólar del superministro Domingo Cavallo de imprevistas inflaciones, a cambio de ofrendar el alma al diablo con el «voto cuota». Al presente, la clase media simpatiza con el libertario Javier Milei tanto como en 2015 lo hizo con Mauricio Macri y sus globos amarillos lanzados desde el «círculo rojo» de la elite empresarial. Los dos son representantes actuales de un «capitalismo disfrazado de liberalismo» del que Pedro Henríquez Ureña bien reveló el disfraz hace más de un siglo en su conferencia La utopía de América. Por tomar otra categorización de Jauretche, la clase media es «tilinga» y en cuanto a su tipificante afán de novedades, por recurrir ahora a Heidegger que define tal avidez como carácter existenciario del «ser ahí», no actúa en su seno como un vertebrador, debido a que el vertiginoso ciclo consumista que imponen los multimedios entre subliminales posverdades, se concatena con el siguiente sin permitir una síntesis dialéctica. La clase media es prejuiciosa y más conservadora que efectivamente liberal, como también es conservador el PRO (Propuesta Republicana) de Macri, que la expresa mayoritariamente y se pronunció en su momento contra el matrimonio igualitario. Y como lo es La Libertad Avanza, rejunte paleolítico de enemigos de la justicia social, el papa Francisco, la ideología de género, el feminismo, el ecologismo y la redondez de la Tierra. Dos partidos, aunque en pugna también, destinatarios de los sufragios de la clase media y de cierto proletariado desclasado y proclive a tentarse con sus cantos de sirena.

Sin caer en positivistas y prescriptos determinismos geográficos, es un hecho que de la relación dispar hombre-territorio fue surgiendo la conciencia de aislamiento, después el resentimiento contra los «civilizados» responsables de su condición miserable y arrojada a la mano de Dios. Falta dar el paso de imaginar gestas reivindicatorias y jugarse por ellas. En el siglo XIX parecían venir del interior las respuestas insurreccionales que epilogaron fatalmente en la batalla de Ñaembé de 1871. Al presente, apenas se insinúan en los requerimientos por la recuperación de las tierras ancestrales por parte de los pueblos originarios de la Patagonia. Un artículo aparecido en el porteño diario La Prensa el 3 de septiembre del año en curso da cuenta de que en el libro de ingresos del Hospital de Clínicas de la Ciudad de Buenos Aires de finales del siglo XIX, a los pacientes miembros de los pueblos originarios no se los anotaba como argentinos sino como indígenas. ¿Es raro entonces y carece de fundamento histórico el actual conflicto con los mapuches en la Patagonia? Una segmentación más y nada menor.

Por lo demás, el discurso de la reacción neoconservadora se va endureciendo por etapas y si el ingeniero Macri había dado el primer paso al hablar del «curro de los derechos humanos», la compañera de fórmula del señor Milei, la señora Villarreal, fue más allá al proclamar a toda voz el negacionismo. En el futuro próximo se avecina otra discusión durísima. Memoria, verdad y justicia contra la reivindicación de los crímenes de la dictadura de Videla. Tenemos entonces que a las iniciales diferencias marcadas por la realidad territorial se llega a esta otra sustentada en visiones éticas contrapuestas, las que involucran las ideas de democracia, legalidad, justicia social y bien común por un lado y las de autoritarismo e impunidad por otro. El latiguillo más a mano de los políticos en sus campañas es promover y vislumbrar destinos de unidad nacional. Suena lindo, pero contradice lo que viene ocurriendo desde antiguo. A la pregunta inicial por la multiplicidad de Argentinas, tensando la cuerda entre sí, cabe recordar los intentos integradores —en general fallidos y algunos a palos— que marcaron la historia patria, desde la alfabetización con Sarmiento a la ocupación territorial a sangre y fuego en la Campaña del Desierto por Roca, antes de ser en sus dos presidencias la expresión política de la Generación del Ochenta y computársele réditos progresistas a cuenta más que suya, de algunos lúcidos ministros que tuvo. Y desde la incorporación de los hijos de la inmigración a través del sufragio universal a la creación y expansión de los derechos sociales a los trabajadores en el marco de un naciente Estado de bienestar a partir de 1945. Pero la modélica campaña de alfabetización decimonónica se degradó hasta llegar a la actual incomprensión de textos que las estadísticas educativas marcan como déficit entre gran parte de los estudiantes de los últimos grados de la escuela primaria. Al general Roca y su procerato de militares enriquecidos con las leguas de campo fértil sustraídas a los nativos en su campaña tanto o más cruel que la antecesora de Rosas, se le cuestiona —y cuestionamos— que tenga estatuas. El radicalismo, más que centenario partido al que sería injusto no reconocerle vocación democrática reafirmada por los logros en derechos humanos del gobierno del doctor Raúl Alfonsín que impulsó el juicio a las juntas militares responsables del terrorismo de Estado y solía repetir que sus límites de alianzas, no de acuerdos políticos necesarios siempre, era la derecha, tuvo en el «antipersonalismo» de los años treinta devaneos regiminosos, cayó en el «gorilismo» cuando Perón y finalmente en el neoconservadurismo fruto de su identificación con Macri. Y el peronismo no consigue equilibrar sus corrientes internas en conflicto perpetuo. Al presente se escucha como programa de campaña electoral de la oposición al gobierno del doctor Fernández, los verbos extinguir, hacer desaparecer o cancelar el kirchnerismo de raíz, o sea, terminar como diere lugar con el treinta por ciento del padrón electoral al menos. Propuesta creíble por venir de boca de candidatos y candidatas presidenciales que se negaron a condenar el intento de asesinato de la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner perpetrado el 1 de septiembre de 2022. El consejo de Martín Fierro a sus hijos en la sextina que comienza «Los hermanos sean unidos/porque esa es la ley primera» fue y es de cumplimiento imposible. ¿Qué hermandad ha habido entre el interior y la Capital, federales y unitarios, gauchos y estancieros, indígenas y cazadores de orejas? ¿Y cuál se hace viable al presente entre peronismo y antiperonismo, defensores del Estado de derecho y neofascistas? Pero sin mentir o sobreactuar fraternidades, ¿No podrían al menos relegarse ciertas heridas en vista de un destino mejor, sino común, que admita la multiplicidad de beneficiarios? ¿Y no será del caso entonces proponernos antes de la tarea de limar asperezas interpersonales e intersectoriales, echar hacia allí la imaginación? El resto tal vez nos venga dado por añadidura.

Notas

1 Carlos Astrada: El mito gaucho. Buenos Aires, 1948.

2 https://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/art_revistas/ pr.12738/pr.12738.pdf

3 Gino Germani: «Las clases medias en la ciudad de Buenos Aires», Estudio preliminar. Boletín del Instituto de Sociología. Buenos Aires, 1942.

4 Arturo Jauretche: El medio pelo en la sociedad argentina: apuntes para una sociología nacional. Obras completas. Volumen 3. Corregidor. Buenos Aires, 2019.


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