Revista GLOBAL

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Viejas ideas con caras nuevas

by Manuel Guedán
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La izquierda democrática debe buscar un camino propio y confiar en la capacidad transformadora de la política, entendida ésta como la preocupación del hombre libre por solucionar los conflictos y regular las tensiones, a través de la acción colectiva. Los nuevos caudillos, con discursos viejos, ponen en peligro el juego democrático y carecen de fórmulas para erradicar la pobreza.

Desde noviembre de 2005 hasta diciembre de 2006, en 12 elecciones, el 85 por ciento de los latinoamericanos eligieron presidente y confirmaron las tendencias de los años anteriores: Néstor Kirchner, que representa a la izquierda del peronismo ganó las legislativas en Argentina; Leonel Fernández, que logró el éxito en las legislativas y municipales en la República Dominicana al frente de un partido de centro izquierda; Martín Torrijos, líder del partido socialdemócrata, que fue elegido presidente en Panamá; Bharrat Jagdeo, que preside en Guyana un gobierno de coalición de centro izquierda; Tabaré Vázquez ganó por primera vez, en Uruguay, al frente de una coalición de izquierdas; Evo Morales, líder del Movimiento Acción para el Socialismo, quien ha llevado a los indígenas al gobierno de Bolivia; Michelle Bachelet, que preside Chile con los votos de socialistas y democristianos; Alan García ha vuelto al poder en Perú, liderando a su histórico partido socialdemócrata; Lula renovó mandato en Brasil con una holgada diferencia; Oscar Arias, que ha vuelto al poder en Costa Rica; Daniel Ortega, líder histórico del fsln, ganó en Nicaragua, venciendo a las dos fracciones del liberalismo; Hugo Chávez, con su propuesta de socialismo del siglo xxi, ha ganado en Venezuela con el 61,6 por ciento de los votos; y, por último, Rafael Correa, liderando un movimiento improvisado de izquierdas, obtuvo un resultado holgado en las elecciones de Ecuador.

Las únicas excepciones fueron México y Colombia, que tienen gobiernos conservadores y, por supuesto, Cuba, donde Fidel Castro se reelige automáticamente. En México, Felipe Calderón derrotó por escaso margen al izquierdista López Obrador y en Colombia, Álvaro Uribe venció con muchas diferencias al Partido Liberal y a una coalición de izquierdas.

De manera que hoy, en América Latina, a la mayoría de los Gobiernos podríamos identificarlos como socialdemócratas; hay dos países dirigidos por políticos conservadores y cuatro –que presumiblemente serán cinco con la incorporación de Ecuador–, que están en la órbita del alba –Alianza Bolivariana–, de contenido difuso. Por lo tanto, es lógico que se haya instalado la idea de que se ha producido un giro a la izquierda, aunque aquí podríamos recordar la frase del pensador italiano Antonio Gramsci: “Lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer”, que él atribuyó a la situación convulsa que vivía Europa en los años treinta.

Cambios profundos 

América Latina está viviendo, como el resto del mundo, cambios profundos e innovaciones severas, pero uno tiene la sensación de que las alternativas políticas se están quedando atrasadas. Los ciudadanos perciben que no hay ideas nuevas ni en la práctica ni en la teoría, y por eso en algunos países se esgrime, con éxito electoral, un supuesto nuevo paradigma, emparentado con el castrismo, que nada tiene de novedoso y sí de agónico y de fracasado. Al régimen cubano se le puede adjudicar lo que decía la izquierda democrática europea de los países del Este: que lo que tenían de socialismo no era real y que lo que tenían de real no era socialismo.

De cualquier manera, es la primera vez que fuerzas políticas coaligadas, movimientos o partidos, provenientes de la izquierda, llegan casi al mismo tiempo al poder, aunque haya que constatar la heterogeneidad de las trayectorias, que van desde militares implicados en intentonas golpistas hasta partidos políticos de larga tradición parlamentaria. Y hay que tener en cuenta también las diferencias programáticas: desde el reconocimiento de las reglas del juego democrático hasta la concentración de poder en el líder. También hay fuerzas que aceptan la economía de libre mercado y otras que proclaman un confuso modelo anticapitalista.

El político venezolano Teodoro Petkoff habla del chavismo como de la “izquierda borbónica”, “esa de la cual, como de la Casa Real, se puede decir que ni olvida ni aprende”, y de la otra izquierda, la que representan Bachelet, Lula, Leonel Fernández, Oscar Arias o Tabaré, como “la izquierda pragmática y reformista”. Joaquín Villalobos, ex comandante guerrillero de El Salvador, las denomina respectivamente como “izquierda religiosa” e “izquierda racional”. Pero, independientemente del nombre, en América Latina hay dos izquierdas, cuyos caminos, como ha señalado Carlos Fuentes, se bifurcan.

El profesor Alain Touraine considera, por ejemplo, que Hugo Chávez no es un referente porque su modelo social de transformación es débil e incierto. Para Touraine hay dos tendencias en la izquierda: una, la chilena, que se está integrando con éxito en la globalización económica, y otra, el modelo radical que, pese a su fragilidad, está tomando forma en la Bolivia de Evo Morales. Lo cierto es que una de esas dos izquierdas se ha configurado como un nuevo populismo, distinto en su política económica del populismo tradicional, ya que adopta una mayor responsabilidad en los gastos e ingresos del Estado, pero similar en lo político al que encarnó Gertulio Vargas, en Brasil, o Juan Domingo Perón, en Argentina. Por otra parte, hay rasgos identificables: el mismo ensalzamiento del líder, que se sitúa por encima de las instituciones democráticas e, incluso, de su propio movimiento. Parafraseando al Rey Sol bien podría decirse que, para estos líderes populistas, “el partido o el Estado es él” y sin él no es concebible nada. Lejos de incorporar soluciones a las crisis de representatividad que suelen precederles, las agravan, fomentando en la opinión pública el desprecio por las instituciones y por los sistemas pluralistas de partidos.

En los regímenes populistas, la confrontación es permanentemente alentada y los espacios de diálogo y de consenso, imprescindibles para el buen funcionamiento de la democracia, se reducen hasta casi desaparecer. Pero no todo son males. El presidente Chávez ha incorporado a la política, y está tratando de hacerlo a la economía, a los sectores más pobres de la sociedad venezolana, excluidos tradicionalmente por un sistema político ineficaz y corrupto. Las misiones y los programas Barrio Adentro, que tuve la oportunidad de visitar en Caracas, realmente sirven para paliar la pobreza y proporcionar servicios sociales a los que siempre han carecido de ellos. Por tanto sería cínico negar el derecho de los pobres a votar al que, por primera vez, se está ocupando de ellos, y es escandaloso comprobar que los partidos demócrata cristianos y socialdemócratas han gobernado siempre de espaldas a los “ranchitos”, temerosos de que sus ocupantes bajaran a la ciudad y vieran sus privilegios.

Venezuela tiene hoy tres desafíos, heredados del pasado: institucionalizar la democracia, es decir, hacer que funcione el diálogo Gobierno y oposición; derrotar a la corrupción, y utilizar la economía del petróleo para crear nuevos empleos productivos, y a los tres enfrentarlos sin echar mano de las viejas recetas fracasadas.

Desde el populismo 

Enfrentar los problemas desde el populismo fragmenta las sociedades y expulsa del sistema a una parte de la ciudadanía. Es lo mismo que hace el neoliberalismo con los sectores más pobres. Sólo una sociedad fuerte y cohesionada, sin grandes convulsiones sociales y políticas, puede prosperar. Por eso la izquierda democrática tiene que alejarse del neoliberalismo y del neo castrismo, que se está inaugurando, y diseñar políticas de redistribución de la riqueza mediante medidas fiscales que permitan mejorar los servicios básicos: educación, salud, vivienda, infraestructuras, etcétera. Y tiene también que transformar el Estado, para hacerlo más eficaz y transparente. Es necesario fortalecer y vigorizar los partidos políticos y hacerlos más democráticos, y otra cosa fundamental: combatir la corrupción.

La socialdemocracia latinoamericana debe promover la eficacia en la gestión del Estado y liderar las políticas de “manos blancas”, que es lo único que puede contribuir a la incorporación de amplios sectores de la población a la vida política. Por ese sendero caminan Bachelet, Leonel Fernández y Lula, con todos sus problemas; Oscar Arias, Alan García y esperemos que también Daniel Ortega, hayan aprendido las lecciones del pasado y se incorporen a la izquierda reformista y racional. Ojalá consigan todos ellos convertirse en el referente político de los deseos de cambio y justicia social y conduzcan las aspiraciones sociales hacia las instituciones democráticas.

Hay motivos para el optimismo, para creer que la izquierda racional puede desarrollar políticas progresistas porque la situación, con no ser buena, es notablemente mejor que la de hace tan sólo 25 años. Basta recordar que, a mediados de los setenta, solamente en Colombia, Venezuela y Costa Rica se elegían gobiernos mediante sistemas abiertos y competitivos. En la actualidad, la democracia, salvo en Cuba, es la única forma de gobierno de la región. Con incertidumbres e insatisfacciones generalizadas, América Latina vive el periodo más largo y más profundo de su historia democrática y, además, los beneficios económicos van llegando. El pib crecerá este año entre un 5,5 y un 6 por ciento y, según la cepal, la renta por habitante aumentará un 3,5 por ciento, el cuarto año de crecimiento consecutivo. Las cuentas públicas se encuentran saneadas como en pocas ocasiones tal vez porque, como suele decir Enrique Iglesias, “se ha aprendido antes el manejo de la economía que de la política”.

La ortodoxia económica predomina y gobiernos como el de Lula o el de Chávez se atienen a ella. También parece apuntar por ahí Daniel Ortega, reciente ganador de las elecciones en Nicaragua, que ha acompañado sus abrazos y elogios a Fidel Castro y Hugo Chávez con la candidatura de un vicepresidente que es un entusiasta seguidor de las recomendaciones del Fondo Monetario Internacional. Pero, aunque se ha generalizado la democracia y se ha producido una mejora de la economía, la situación es profundamente insatisfactoria. El Latinobarómetro muestra que tres de cada cuatro ciudadanos están descontentos o muy descontentos con el funcionamiento de sus países, aunque el 63 por ciento de los latinoamericanos apoye la democracia y manifieste que en ninguna circunstancia se inclinaría por un gobierno militar. Sólo el 15 por ciento está a favor de un gobierno autoritario. Este dato optimista se ve velado por la sensación de que cada vez hay más ciudadanos dispuestos a sacrificar algunas de sus libertades en pro de una mayor seguridad y prosperidad.

Hoy, el gobierno ultraconservador de Bush cuenta con escasos aliados firmes; apenas Guatemala, El Salvador y Colombia, y este último, quizá, porque necesita el apoyo de Estados Unidos para hacer frente a su conflicto interno. El recetario neoliberal, propugnado por el Consenso de Washington, está agotado. Ya en 2003, el premio Nóbel de Economía, Joseph E. Stiglitz, en una conferencia en la cepal, dijo que “una estrategia de reformas que pretendió crear una prosperidad sin precedentes ha fracasado de manera casi sin precedentes… La reforma no sólo no ha generado un crecimiento estable, por lo menos en algunos lugares, sino que además ha contribuido a aumentar la desigualdad y la pobreza”. El intento neoliberal de prescindir del Estado y de la política y confiar al mercado la solución de todos los problemas no ha funcionado. El presidente Leonel, en unas declaraciones a la prensa realizadas en la sede del Instituto Universitario Ortega y Gasset, en Madrid, habló de la necesidad de avanzar por un camino distinto y diferenciado de los estatismos y de los neoliberalismos fracasados: “El mercado no resuelve los problemas sociales –dijo–, pero el Estado no garantiza la estabilidad macroeconómica. Hay que vincular Estado y mercado, cada uno con su papel: el mercado como un instrumento de asignación de recursos en una economía de libre competencia; el Estado como garante de una redistribución de la riqueza. Si pudiéramos clonar en América Latina el modelo español, sería fantástico”

El mercado y el Estado

Edmundo Jarquín, líder del Movimiento de Renovación Sandinista, dice que “como en las parejas mal avenidas, hay pocas relaciones más tormentosas que las que han existido, en América Latina, entre el mercado y el Estado y quizá ahí resida buena parte de la explicación del fracaso de ambas, en lo que se refiere al desarrollo socioeconómico”. Caricaturizando un poco, se puede decir que la región se ha movido entre dos extremos: el Estado, como fuente de todas las soluciones, y el Estado, como causa de todos los problemas, y así se ha ido balanceando entre el neoliberalismo y el populismo, cuando no han ido unidos, como en los casos de Fujimori y Menem, puestos como ejemplo durante varios años por los expertos del fmi

El modelo proteccionista, basado en un gasto público desbordado, generó el convencimiento, a finales de la década de los ochenta, de que había que hacer un cambio profundo en lo político y en lo económico y se implantaron las nuevas políticas bajo el sello del antes citado Consenso de Washington, que dio algunos frutos hasta finales de la década pasada pero que, inmediatamente, demostró que la mejora del enfermo era momentánea y que el crecimiento experimentado no era suficiente para paliar los efectos de los, en muchos casos, durísimos costes sociales. Si en los primeros años noventa disminuyeron lo índices de pobreza, en los primeros del nuevo siglo, como señala la cepal, la pobreza subió hasta alcanzar al 44% de la población y la extrema pobreza a casi el 20%. La “niña mimada” del fmi, la Argentina de Menem, se hundió estrepitosamente en diciembre de 2001 y con ella el recetario del Consenso de Washington, que tenía más de Washington que de consenso. La izquierda democrática debe buscar un camino propio, distinto del neoliberalismo y del populismo, e intentar escrutar nuevas ideas y nuevas formas de hacer política que eviten el divorcio entre libertad y equidad social. Hannah Arendt sabía, premonitoriamente, y así lo expresó en su libro Los orígenes del totalitarismo, que la libertad es imprescindible para luchar contra la corrupción y las desigualdades.


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Szpiegowskie Telefonu abril 12, 2024 - 1:48 pm

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