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Representaciones modernas de la dominicanidad la mirada del afuera

by Miguel D. Mena
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Estamos frente a lo “dominicano”, lo corporizamos cuando se menciona gente ganando premios vía satélite, pero no sabemos ir más allá del asombro, de los toques de gozo nacionalistas, de los reconocimientos que siempre harán nuestras muy honorables cámaras de diputados y senadores por tanta bandera en alto. Pero también hay otros rostros en un país esencialmente urbano, con una capital desbordada, una economía dependiente de los ausentes, con corrientes migratorias yuxtaponiendo un deseo espectacular sobre una realidad maravillosa. Tenemos un merengue y una bachata acelerando y unificando los oídos de todo un continente, trascendiendo fronteras e instalándose en un gusto universal. Las dos grandes escuelas de interpretación que campearon durante el siglo XX dieron sus frutos, pero ahora hay que renovar la cosecha.

El positivismo y el marxismo nos propusieron nociones racionales, acompasadas dentro de un orden, una dirección, una razón última, a la manera hegeliana. Desde los personajes de El montero (1856), de Pedro Francisco Bonó (1828-1906), hasta Yo soy la salsa, en el happening del artista multimediático Raúl Recio (1965), las figuras que nos han representado han contenido elementos de ruralidad, violencia, miseria, esperanza, insularidad y “desinsularidad”. Vemos y no vemos la isla. Somos y seremos los primeros y los primados del Nuevo Mundo. Lo dominicano parece siempre estar en carrera y a la carrera.  El tema de la dominicanidad es incesante. ¿Es también un trabajo de Sísifo? ¿Es posible, necesario, establecer los límites de nuestra nacionalidad? Somos síntesis, productos de una fuerza que no siempre ha tenido su gravedad aquí, dentro de la isla. Nuestra bandera, ¿no es de por sí una respuesta a la haitiana, que, a su vez, fue una traducción de los valores emancipadores de la Revolución Francesa de 1789? 

Nuestras figuras más emblemáticas en este primer decenio del siglo XXI, ¿no están braceando entre un dominican-spanglish y el reconocimiento del solar que una vez fue el de sus padres? La imagen de Félix Sánchez recibiendo los laureles del oro en las Olimpíadas de Atenas en el año 2004 fue la coronación de una nueva dominicanidad, que para conceptuarse correctamente tendría que considerar los procesos de globalización.  La dominicanidad no existe como esencia, forma, estructura, objeto dado. Es un concepto que suscribe a un territorio, a un tiempo. Es un acuerdo por el cual nos ubicamos en una cartografía cultural, histórica. 

Lo moderno de la dominicanidad fue asumir lo haitiano. Nuestra postmodernidad descansa en el dominicano extra-insular, aquel que se apega a un paisaje hace tiempo dejado, pero el que todavía constituye un escenario esencial del imaginario. Nuestra vida republicana se ha movido entre dos planos esenciales: el de la defensa y el de la proyección de lo nacional. Lo moderno y lo postmoderno no son procesos consecutivos ni excluyentes, sino paradigmas que servirán para precisar momentos de expresividad, pero no objetos ya garantizados. La dominicanidad siempre será portátil, transferible, elegible, si es que se la conceptúa en su cotidianidad. 

Desde la Era de Trujillo hasta los gobiernos de Joaquín Balaguer, el concepto de patria se reducía a nuestros 44,000 kilómetros cuadrados. Desde los años 80 hasta ahora, el peso progresivo y apabullante de la comunidad dominicana en el extranjero ha variado el espectro de nuestras fuentes de identidad. Lo moderno del trujillato fue precisar el concepto de frontera dentro de una práctica de poder estatal. Lo postmoderno que nos timbra desde los 80 es la ampliación de la noción de límite, de frontera nacional, de diálogo con los procesos de globalización, de “palabros” con un orden que necesita respuestas locales. La pregunta sobre la dominicanidad se hace cada vez más acuciante. ¿No es síntoma de una duda, de una angustia por cierta indefinición, el deseo de un punto de reposo? Toda identidad nacional se cristaliza en el contraste con el otro. 

La dominicanidad es el último estrato dentro de las identidades múltiples que nos arropan. Antes de ser dominicano, se es caribeño, caribeño hispano-hablante, latino, hispano. El reflejo de los espejos podría elevarse hasta la enésima potencia, dependiendo de quién y qué aparezca o se establezca como interlocutor. Es una tarjeta que sirve para diferenciarse. Esto se reafirma si en el imaginario popular lo local comienza a estar vinculado con las figuras de fuerza, poder, sensualidad, creatividad, consistencia, como si lo “dominicano” sólo fuese consistente en la medida en que se adscribe a cierto heroísmo. El dominicano se ha quedado en la superficie de una de estas identidades múltiples. Recién ahora nos estamos pensando en un contexto caribeño, a pesar de los intentos de Juan Bosch con su monumental obra De Cristóbal Colón a Fidel Castro. El Caribe, frontera imperial (1970). La dominicanidad pierde uno de sus puntales por excelencia. Ya el castellano no es nuestra única lengua. ¿Cómo es posible que la avanzada del imaginario dominicano se esté expresando desde los años 90 en inglés? ¿Hay una “verdadera dominicanidad”? Si seguimos el modelo spinoziano, entonces tendría que haber, para que haya una “verdadera” dominicanidad, una “falsa”.

Este imaginario popular, estas construcciones de la identidad en el sentido común, están bastante alejadas de lo que la intelligentsia local a veces concibe como la dominicanidad. ¿Qué une al campesino liniero, al animador turístico de Cabarete o Punta Cana, y a la joven que detrás de la barra de un bar madrileño se reconoce como dominicana? ¿Qué noción de patria tendrán los campesinos de Manabao y los venduteros de Jimaní? Nada fácil es armar este cuadro de lo que nos unifica si antes de la búsqueda ya tenemos una respuesta, una “esencia” por localizar. Hay que superar esa imagen de la identidad nacional como postre o pasatiempo. En los hechos ese es el legado del trujillismo, una herencia a pensar y a asumir con la vocación de volcarlo en uno más abierto. Hay que situar la plurivalencia de la dominicanidad, pero también hay que subrayar la pertinencia del ser, de ese sujeto que a veces sólo tendrá la sangre y una parte del rostro para desenvolverse por ahí, en este mundo donde hay un país, muchos países, infinidad de patrias por constituir. 

La nación muticultura 

La dominicanidad necesita nuevas definiciones en el siglo XXI, a partir de los procesos de globalización y la necesidad de desarrollo, democracia y justicia social. Paradójicamente, gracias a la publicidad, el espectáculo y la compactación de las migraciones dominicanas, entre otros factores, caímos en la cuenta de la multiculturalidad del dominicano. Para darnos cuenta de eso hemos tenido que sufrir nuevamente los males de la insularidad: todo viene de fuera. 

La dominicanidad que instaló el trujillato, hasta ahora la dominante, nos creó bajo supuestos inamovibles. Éramos blancos, católicos, con una misión cuasi-divina por cumplir frente al resto del mundo. Cruzar la frontera y pensarse fuera de la isla era –y es, en muchísimos casos– síntoma de desafección nacional, cuando no de traición. Hay temas –como el de la doble nacionalidad– que reciben contradictorias lecturas. Mientras los más de 700,000 dominicanos que viven legalmente en los Estados Unidos disfrutan de las ventajas de tener el apreciado pasaporte “azul”, la prensa creó tremendo escándalo hace unos dos años cuando se corrió la voz de que el pelotero Sammy Sosa quería nacionalizarse como estadounidense. Los caminos para desentrañar esa maleza “trujilloneana” de la dominicanidad no han sido fáciles. A la voluntad de estudios de antropólogos, sociólogos, politólogos, le siguió el azar de la historia. Triunfan nuestros beisbolistas en la meca norteamericana, vienen los acuciosos de sus universidades a determinar por qué desde el Ingenio Consuelo en San Pedro de Macorís surgen más estrellas para el Big Show que de toda la Florida. El merengue y la bachata trascienden los círculos migratorios y ya está puesta la atención sobre la presencia africana en nosotros. Desde fuera se va destacando el aporte de los cocolos en la zona de San Pedro de Macorís. Se observa también a los descendientes de esclavos que no pudieron ir a colaborar en la fundación de Liberia, como era la utopía norteamericana de principios del siglo XIX, y que contribuyeron a levantar Samaná. Vienen investigadores del Smithsonian a finales de los años 70 a estudiar la relación entre el gagá dominicano y el ra-rá haitiano, mostrando sus confluencias. La negritud es la otra piel, el otro piso, el lado del rostro que no vemos. A principio de los 70 los haitianos eran todavía masa trabajadora para los campos azucareros. Treinta años después, cuando los ingenios apagaron sus moliendas, parte de estos trabajadores se reubicaron en la recolección del café y del cacao. Y mientras tanto, como es natural en toda migración humana, fue surgiendo una segunda generación que, sin gozar de ninguna prerrogativa jurídica, es parte todavía de ese limbo al que la condena la indefinición de nuestra propia Constitución. Mientras tanto, ¿no son ellos parte de la dominicanidad, como lo fueron en su tiempo y en la actualidad, los descendientes de esclavos norteamericanos que recalaron en Samaná y los cocolos de San Pedro de Macorís? ¿No es el relativo bienestar del que goza actualmente la República Dominicana fruto del sudor y el esfuerzo de estos negros provenientes de todos los puntos cardinales del Caribe? Hay una dominicanidad que está saliendo a flote.

En verdad no es nueva. Desde la primera mirada conquistadora ha estado ahí, lanzando sus llamaradas lacerantes, estableciendo gracias a la intolerancia. A pesar de todas las proclamas patrioteras que se arropan con auras tricolores y brindis de champaña, hay una dominicanidad que se nos revela en la ligereza del decir. Al dominicano no hay que aguarle su dominicanidad, pero amor no quita conocimiento. También hay otra, la famosa cara de la moneda, que no se puede dejar de percibir cuando echamos una mirada a nuestra historia. Si nos acercamos a los que transcribieron, pensaron o imaginaron la misma, los hallazgos conducirán a grandes sorpresas. Nos habremos dado cuenta que la gran literatura dominicana, la que va de Galván a Cestero, de Bosch a Del Cabral, que vira por los poetas sorprendidos, estalla con los cristales de Del Risco y se queda en alguna foto sepia de las que le gustarían a Veloz Maggiolo, está constituida por un saber que nos sitúa desde un principio de fuerza, de voluntad, de querer ser otra cosa que lo heredado históricamente. 

Algunos –pienso en Henríquez Gratereaux, quien a su vez lo tomó de J. R. López–, hablarían del “pesimismo dominicano”. Otros –y recuerdo al querido Jiménes Grullón–, hablarían de “arritmias históricas”, o de simple “atraso”, si pienso en el Bosch de Crisis de la Democracia. Esta es la dominicanidad que desde la ínsula han estado viendo, con pasiones de monjes budistas, nuestros pensadores modernos, aquellos que han sacado a flote la importancia de los sectores marginales (Isis Duarte), la ubicación de nuestra historia bajo los influjos del capitalismo norteamericano (Wilfredo Lozano), la importancia de la industria azucarera (Frank Báez Evertz), la cuestión del mestizaje y del racismo (Rubén Silié), el papel de las migraciones y los desarrollos urbanos (Carlos Dore Cabral), la formación del Estado (Ramonina Brea), los alcances de la Segunda República (Walter Cordero), el autoritarismo en Trujillo y Balaguer (José Israel Cuello), los alcances de la modernidad (José Oviedo), o el papel de la sociedad civil (Pedro Catrain), para sólo mencionar a algunos de mis viejos profesores, colegas y amigos de la Universidad Autónoma de Santo Domingo. 

En Europa el diálogo continúa. Los dominicanistas ya se están convirtiendo en parte de la vida académica. La alemana Frauke Gewecke, quizás la gran especialista y promotora de nuestra literatura en la lengua de Goethe –ha dirigido la edición del primer libro de cuentos dominicanos así como cuentos de Bosch–, ha dado a conocer su Der Wille zur Nation. Nationsbildung und Entwürfe nationaler Identität in der Dominikanischen Republik, que traducimos como La voluntad de ser nación. La formación nacional y las propuestas de identidad nacional en la República Dominicana. 

A través de cinco capítulos se va realizando una concisa y original interpretación de lo dominicano a partir de una exposición paralela de la historia y sus producciones discursivas.

Factor de juego 
En el primero se consideran los años que van del Descubrimiento hasta la Restauración de 1865. Destaca la manera en que la colonia española de Santo Domingo fue prácticamente olvidada por la metrópoli en los siglos de miseria colonial –los XVII y XVIII–, para luego ser utilizada como factor de juego en las contradicciones franco-hispánicas. Aunque la idea no es nueva, ya que sólo hay que repasar los textos de Frank Moya Pons al respecto, su aporte consiste en revelar la manera en que sobre esta historia se construye un discurso literario que se piensa en otra historia, una donde lo importante es resaltar lo hispánico frente a la “cuestión haitiana”. 

En el segundo capítulo, que llega hasta la muerte de Ulises Heureaux en 1899, se pregunta por la manera en que la idea de lo nacional se debatió desde una visión que se cuestionaba alrededor de los derechos territoriales que definían al Estado, hasta una en el sentido de una comunidad vital y solidaria. Pedro Francisco Bonó y Gregorio Luperón aparecen como las figuras fundamentales. Del segundo subraya la manera en que lo nacional se asienta como conciencia en la manera en que se tiene conciencia de un pasado, por necesidad, heroico. 

Para Bonó, hay un hecho fundable de lo dominicano, lo multirracial. A ello se le agrega su precepto del país dentro de un destino, iniciándose así las pasiones faraónicas que con Trujillo alcanzaron su cenit y que todavía encienden pasiones. En una carta de Bonó a Luperón, fechada el dia 30 de diciembre de 1887, la idea está claramente expresada: “…y la Isla de Santo Domingo creo está llamada a ser el núcleo, el modelo del engrandecimiento y personalidad de ella en este Hemisferio” (p. 73). 

Los dos capítulos finales de este libro siguen por la misma dirección: lo dominicano se asienta sobre un desconocimiento de los elementos de su realidad, lo que equivaldría a la formación de una segunda realidad o una ‘subrealidad’. A partir del concepto de “pesimismo dominicano”, que la ambigua figura de José Ramón López puso de moda con su La alimentación y las razas, se establece lo que Gewecke denomina una “patogénesis de la nación y nacionalidad dominicanas”. Luego, a través de las novelas históricas de Federico García Godoy, se conceptúa la manera en que la imaginación literaria estuvo permeada por una obsesión por fijar los elementos hispanizantes en la constitución de nuestra identidad. Esto culminaría durante la Era de Trujillo, en la obra de Peña Batlle y su discípulo, el doctor Joaquín Balaguer. El último capítulo de La voluntad de ser nación, que va de 1961 a 1995, se plantea la manera en que las fracturas alrededor de la vieja identidad del dominicano se enfrentan a las nociones de progreso. Escalera para Electra, de Aída Cartagena Portalatín, De abril en adelante, de M. Veloz Maggiolo, y Curriculum (el síndrome de la visa), de Efraim Castillo, le sirven como punto de apoyo para establecer la disolución de las identidades familiares y nacionales, el fracaso de milenarismos políticos y las actitudes reactivas frente a la realidad. En función del desengaño y las frustraciones, estos literatos considerarían la constitución de lo nacional en negativo. La nación no sería una comunidad comunicacional ni la “identidad nacional”, como diría Gewecke al final de su estudio, “no sería presentada como un fundamentado principio de desarrollo histórico-cultural”. El país dominicano se queda así, en el aire. Motivo más que valedero para seguirlo pensando. 

Lectura desde Estados Unidos 

Página en blanco o pantalla, país, historia o identidad: para comenzar a, ver siempre hay que escoger un prisma. Si hay un símbolo moderno que puede ser el contrapunto de las embarcaciones, ese puede ser el del gallo. Desde el último decenio del siglo XIX, desde los bolos y coludos hasta el gallo colorado del Partido Reformista –o colorao–, ahí está ese símbolo, signo, objeto, cuerpo, moviéndose, moviéndonos. Un texto del antropólogo Clifford Geertz sobre la pelea de gallos en las islas de Bali ha servido de motivación para el título de una obra básica sobre las relaciones domínico-haitianas. Su autora es la periodista norteamericana Michele Wucker (1969), conocida por su colaboración en Listín USA. Su título es Why the Cocks Figth. Dominican, Haitians, an the Struggle for Hispaniola (Hill and Wang, New York, 1999), que traduciríamos como ¿Por qué pelea el gallo? La lucha de dominicanos y haitianos por la Isla la Española. Es curioso observar cómo esta obra prácticamente ha pasado desapercibida para la intelligentsia dominicana. Tal vez se deba a que está escrita en inglés; o al alcance de sus verdades. Escrita en una prosa bastante suelta, gráfica y compacta en sus aseveraciones, a veces se tiene la impresión de estar frente a un libro de viajes, no muy lejos de los litorales de Bruce Chatwin. El mundo de la isla comienza en el Coliseo Gallístico Alberto Bonetti Burgos, en Manoguayabo. Todo lo insular coincide frente a esos gallos que se matan unos entre otros, como la mafia. De repente aparecen en esas líneas el doctor Ángel Contreras, presidente del Coliseo, famoso cardiólogo. Más adelante aparece el político Federico Quique Antún Batlle, gallero de primera línea, recordando cómo su primer gallo fue un regalo de Modesto Díaz, uno de los que atentaron contra la vida de Trujillo.

Comparando 

Del trazo pintoresco, de la anécdota familiar o histórica, Wucker se lanza a la historia propiamente dicha, explicando los orígenes de la isla y las dos naciones dentro del póquer colonial. Más que la historia en sí, se está buscando lo comparativo. De ahí ese ir y venir entre los grandes actores –Trujillo, Balaguer, la Iglesia Católica– y el resto, que no por ser más menudo es más pequeño en importancia: desde la happening de Silvano Lora en el río Ozama tratando de detener la celebración del V Centenario, hasta el ritmo envolvente de Juan Luis Guerra. ¿Por qué el gallo pelea? se va estructurando dentro de un ritornello expresado en un letrero del Pequeño Haití, en los predios del Mercado Modelo: “Abajo Haití! Fuera los haitianos!”, que continúa en la cotidianidad de la calle Del Monte y Tejada. 

Los latidos son los mismos aunque los escenarios vayan cambiando. La pobreza haitiana se despereza en Santo Domingo; las miserias dominicanas se trasladan a Nueva York. Todo es un ir y venir. Los dominicanos nos enorgullecemos de que haya un concejal dominicano –Guillermo Linares–, mientras en nuestro país no hay ningún alcalde pedáneo con apellido del otro lado de la isla. 

El capítulo titulado “Accross the water” comienza con un poema de Chiqui Vicioso, “Nueva York 1987”, donde aquel cosmos es el lado oscuro, agreste del solar nativo. Todos los espacios están signados por esa búsqueda de otros espacios, como si los lugares nunca pudieran ser consistentes, como si las islas fuesen zonas de despegue y todo fuese una isla. Hasta ahora no he encontrado un texto donde se describa de manera tan puntual el devenir dominicano de los años 90 como se hace en la obraWhy The Cocks Figth. Tal vez el subtítulo le quede grande a este libro, porque al final la relación entre los haitianos y los dominicanos resulta desequilibrada. 

Si bien destaca bien documentada y vivencialmente la realidad dominicana y su doble moral, del lado haitiano no hace el mismo énfasis. Más que un puente para comprender ambas realidades, el pasajero parece quedarse varado en esta parte nuestra de la isla. La manera en que se nos ignora del otro lado, el hecho de que no haya una voluntad de comprensión más efectiva en Haití para asumir nuestras historias –como la tenemos de este lado, al menos en parte significativa de nuestra intelligentsia–, no es destacada de manera suficiente. Al final de la obra hay un valioso glosario de dominicanismos y haitianismos, aparte de una documentada bibliografía. ¿Por qué pelea el gallo? concluye con los mismo personajes del principio. Antún Batlle ganará la pelea de gallos pero perderá las elecciones, las luces se apagarán en Palavé, en Haití y en Nueva York. Tal vez por su situación colonial, por el peso del bilingüismo y por la capacidad de diálogo con los estudios culturales realizados en los Estados Unidos y en Europa, han sido los puertorriqueños los más dados a sacarle filo a esta agua de la multiculturalidad. 

Tengo enfrente a Juan Otero Garabís (1962) y su obra Nación y ritmo: “descargas” desde el Caribe (Ediciones Callejón, San Juan de Puerto Rico, 2000). La obra comienza analizando “la construcción discursiva de los imaginarios nacionales caribeños en textos literarios y musicales” (p. 40). 

Una batería conceptual lo acompaña: desde Mijail Bajtín hasta Ángel Rama, pasando por algunos clásicos del pensamiento caribeño: Fernando Ortiz y su concepción de “transculturación”, Antonio Pedrarias y su visión de la “insularidad”, y Pedro Henríquez Ureña y su distinción en torno al arte popular y el vulgar. Garabís explica que su trabajo es una combinación de sociología, musicología, etnomusicología y nuevo historicismo. “La Guaracha…” de Sánchez y la música de El Gran Combo y de Willie Colón le sirven para determinar lo que es “escribir en puertorriqueño”. En una mesa reúne la obra de José Lezama Lima, aquella consigna de “hacer lo imposible” del Che y las canciones de Silvio Rodríguez: ahí está Cuba, su Revolución, y el tratamiento de “lo posible” y lo infinito. Para el caso dominicano, Garabís opera con su escalpelo sobre Sólo ceniza hallarás. Bolero (1981), de Pedro Vergés, y la trayectoria musical de Juan Luis Guerra. 

En la obra de Garabís se ha producido una buena síntesis de los estudios respecto a la cultura popular. Este autor reconstruye la manera en que bajo el trujillato se conforma una identidad nacional mediante la implantación del merengue. 

Tras la caída de Trujillo en 1961, la concepción de “lucha sonora”–planteada por otra parte por el músico Luis Días– le permite situar la importancia de los años 60 y el futuro ascenso de la bachata. 

Merengue y bolero son sonoridades, por lo tanto, particulares formas de asunción del espacio, de la territorialización de los cuerpos, de exposición del deseo. Frente al concepto casi épico del merengue, el bolero opera como conciencia trágica, pero también como vuelta a la intimidad. La lectura de la sociedad dominicana en este momento fundacional que le sigue a la muerte de Trujillo puede hacerse en “bolero”, como lo hace Pedro Vergés en su Sólo cenizas. Después del año 1965, el país comenzará a leerse en bachata. 

Aquí viene la gran novedad de este libro para el público dominicano. Aunque hay una serie de datos que se le escapan –como el hecho de que el primero en integrar la bachata a lo cult haya sido Luis Terror Días, sin cuya obra tal vez no sea posible el fenómeno Juan Luís Guerra–, es ejemplar la manera en que se decodifica el edificio –por no decir institución y todo lo monumental que ello contiene– que ya es Guerra. 

Frente a la “bachata rosa” del primero se presenta la “bachata roja”, en palabras de la cantabte Sonia Silvestre: tras la “denuncia tierna” de Guerra se esconde un conjunto de contradicciones en torno a lo popular y lo racial dominicano. Para Garabís, el intento de Guerra tiene los mismos alcances que el “Enriquillo” de Manuel de Jesús Galván. Al referirse a la canción “El costo de la vida”, señala: “A pesar de que la canción afirma que los dominicanos son ‘una raza encendida / negra, blanca y taína’, el título del disco destaca la identidad taína sobre las demás”. Y agrega: “En una sociedad en la que la identificación con la cultura taína representa el racismo que elude la presencia africana y haitiana, titular un disco –y grabar dos canciones en lengua taína– Areíto puede ser interpretado como un intento de revivir el mito de Enriquillo que por largo tiempo fue la principal seña de identidad dominicana en negación de la africanía” (pp. 271-272). 

Sobre el videoclip de Viene a pedir mi mano, se pregunta: “¿Quién viene a pedir la mano de quién? ¿Quiénes son los protagonistas del video? ¿Los bailarines de gagá? ¿Los que representan la pareja de jóvenes? ¿Juan Luis Guerra y 4:40? ¿Por qué se sitúa la escena folklórica simultáneamente en un museo de la capital y en San Pedro de Macorís? ¿Se quiere decir que la cultura de Macorís es pieza de museo, cultura muerta? ¿Se quiere resaltar esa contradicción que sitúa la herencia africana como elemento del pasado y no como algo vivo? Además, la pareja de protagonistas es marcadamente ‘india clara’, por lo que el video se mantiene dentro de una estética tradicional a pesar de resaltar la cultura africana” (pp. 269-270). Los iconos también tienen su reverso. 

Y para finalizar, una última cita, tal vez la manera de acabar englobándonos, entrando y saliendo por este laberinto de nuestra piel: “A pesar de que (Willie) Colón, (Juan Luis) Guerra y (Silvio) Rodríguez desarrollan estrategias similares a los literatos Luis Rafael Sánchez y Pedro Vergés, la distinción permite observar que unos se sitúan en la cultura que reproducirá y difundirá “mecánicamente” la “industria cultural”, y los otros, a pesar de que sus producciones literarias también son reproducidas mecánicamente, se sitúan en el antiguo pedestal de la literatura, en la ciudad letrada” (p. 25). 

La ciudad letrada caribeña está encontrando su tinta. Ya estamos esperando las descargas que continuarán.


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